Homo vespa es un proyecto de autonomía editorial que publica y difunde textos, fotografías y videos inéditos de política, filosofía, literatura y crítica social. Nuestro ambición es modesta, doble, y algo desaforada: la reflexión de la realidad y la creación de nuevos mundos.
Rafael
Alberti murió un 28 de octubre de 1999. Fue un poeta que escribió
en una generación, la del 27, que incluye a nombres como Federico
García Lorca, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, o
Dámaso Alonso. Una generación que desplegó una de las poesías más
brillantes de toda la historia de nuestra lengua.
Alberti
era un anciano de voz como salmo profético, llena de pasión y, como
todas, quizá de pecados. Comunista de corazón arrebatado, Alberti luchó
contra el dictador Franco para defender la luz de la república
española en tiempos de penumbra fascista; también le
escribió
a Stalin como se le escribe a un santo o a un asesino. Yo leo la
poesía de Alberti y a ella no tengo nada que perdonarle.
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Honremos
la precisión de una de las seis versiones de nuestras autoridades. Hechos:
1.
El 17 de octubre en Culiacán, Sinaloa, se capturó de pura chiripa a
Ovidio Guzmán López, uno de los hijos del Chapo Guzmán. Ovidio es
acusado por el gobierno estadounidense por distribución de droga.
2.
Los efectivos que participaron en la acción fueron rodeados y
superados en número y poder de fuego.
3.
Se iniciaron balaceras en todo Culiacán a raíz de esa detención.
4.
Se soltó al tal Ovidio.
5.
Hasta la fecha no estamos seguros del saldo de este “operativo”.
Las autoridades admitieron el 18 de octubre la muerte de 8 personas,
16 heridos, y 51 reos fugados del penal de Aguarutoi.
El
presidente Andrés Manuel López Obrador argumentó en su mañanera
del 18 de octubre que se soltó al delincuente, según nos dice, para
evitar sufrimientos y muertes innecesarias en las escaramuzas y
ataques del crimen organizado ante la detención del capo. Después
de eso, México se convirtió en una comedia de carcajada propia de
Jorge Ibargüengoitia. Abogados, familia y amigos de Ovidio
agradecieron graciosamente el gesto del gobierno de Méxicoii.
Estamos esperando si todos deciden comer juntos y sonrientes en
Palacio Nacional.
No
es necesario explicarlo: cualquiera prefiere o debe preferir liberar
a un criminal si con ello evita la muerte de inocentes. Sin embargo,
AMLO desvía la atención: ese no es el punto.
Las
acciones del gobierno no tienen justificación y tienen que ser
descritas, sin reservas, como un ejemplo emblemático de la necedad e
ineptitud de su dirigencia. Decenas de especialistas le dijeron a
AMLO por meses que impulsar la Guardia Nacional era continuar la
misma estrategia de militarización de la seguridad pública de
Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto: continuar la técnica
de golpear el avispero. También le advirtieron que los resultados no
serían distintos: un rotundo fracaso.
AMLO
se supone que negoció una salida consensuada con varias de las
organizaciones que levantaron la voz en contra de esta estrategia,
pero al final la propuesta conservó las bases de centralización,
uso del ejército y disciplina castrense para llevar a cabo labores
de seguridad pública. AMLO también se escudó en que prefería
“atender las razones estructurales”de la violencia y ofreció
becas y crecimiento económico para que los jóvenes dejaran de
unirse a las filas del crimen organizado. Como si una beca de
alrededor de 3,500 pesos mensuales fuera un atractivo suficiente para
un joven cuyo futuro laboral, como el de casi todos, es casi
inexistente. Como si no fuera cierto que muchos de los estados del
norte --que tienen unas de las mayores tasas de crecimiento
económico-- no exhibieran al mismo tiempo los incrementos más
alarmantes de criminalidad. En efecto, al presidente no se le da el
pensamiento complejo.
En
todo caso, desde el inicio fue claro que uno no cambia un
narco-Estado poniendo gafetes de Guardia Nacional a los soldados;
vendiendo humo sobra una estructura militar en que los soldados
reciben poca capacitación, deficiente infraestructura, menos
información de inteligencia, y acaso una embarrada de cursitos sobre
derechos humanos. Se lo advirtieron; se lo dijeron. La institución
militar tiene otra vocación. Ahí están las objeciones y los
reclamos públicos de Alejandro Madrazo, Catalina Pérez Correa o
Edgardo Buscaglia, sólo para nombrar a los que de golpe recuerdo. En
el video de abajo se puede ver a Alejandro Madrazo del CIDE acusando
al presidente de mentir acerca de esta propuesta.
Si
uno se pone a buscar en el Internet o en la bibliografía
especializada encontrará seguramente muchos otros objetores, desde
varias ONG hasta académicos y periodistas especializados en esta
masacre que es México. De hecho, si se busca lo suficiente se
encontrará al mismo AMLO que hace unos años rechazaba lo que ahora
apoya.
Si
AMLO no quiso escuchar los gritos de alerta o los militares le
impusieron una continuación del modelo militarista, ya no importa.
Los resultados son y serán los que se esperaban: el crimen seguirá
creciendo a la misma tasa o mayor que en los últimos doce años;
habrá peleas entre narcos asediados por el ejército para apoderarse
de las plazas disponibles; tendremos improvisación, violencia y
muertes colaterales por falta de preparación de los efectivos;
crecerá, ahí donde no la haya, la corrupción entre narcos,
ejército y la policía (¿se acuerdan de que los Zetas salieron de
cuerpos militares de élite entrenados en los Estados Unidos?).
En
fin, si no se atacan las estructuras de la impunidad y del crimen y
sus contubernios con el gran capital y el Estado, no hay otro
resultado posible: más violencia.
A
ello debemos agregar que hoy en día una buena parte de la Guardia
Nacional está en lugares dónde se piensa implementar megaproyectos
en el sureste: como en Oaxaca o Chiapas, justamente donde hay
comunidades indígenas que se resisten a esos megaproyectos. ¿Ahí
los soldados también luchan contra el crimen organizado? Además, no
lo olvidemos: quizá la tercera o cuarta parte de la Guardia Nacional
está persiguiendo migrantes en la frontera norte o en la sur. En
efecto, con sus impuestos y con los míos se paga a efectivos del
ejército para ser el muro antimigratorio que Trump tanto anheló.
AMLO es la mejor carta del repulsivo pelirrojo.
El
presidente dijo que se liberó a Ovidio Guzmán porque la prioridad
era la vida de las personas. El presidente mintió de nuevo. No fue
prioridad la vida de las personas inocentes que viven en Culiacán.
Al menos no lo fue lo suficiente como para planear mejor una acción
a todas luces inepta. ¿No era mejor evitar un operativo que puso en
peligro justo la vida de cientos, quizá miles, de personas en todo Culiacán? ¿No hubo trabajo de
inteligencia previo al operativo? Por otro lado, es claro que la vida
de los migrantes y de las comunidades que rechazan los megaproyectos
tampoco son una prioridad para este gobierno. Necropolítica le llamó
el influyente filósofo camerunés Achille Mbembe al desdén
mortífero hacia poblaciones enteras para justificar nuestros afanes
de progreso. No creo que sea muy difícil mostrar que la estrategia
amolísta de seguridad está inserta en una necropolítica de ese
tipo.
Las
estructuras de la muerte no se han cambiado ni existe una estrategia
para cambiarlas en la 4T: ahí siguen con todo su poder de fuego y
corrupción. A pesar del fuchi y del guácala, la continuidad
calderonista en manos de AMLO está fraguando su Ayotzinapa, su
Tlatlaya, su Tanhuato. Alguno de ellos está a la vuelta de la
esquina. ¡Y no! La responsabilidad no será únicamente de la
herencia maldita de regímenes anteriores. La administración
amloísta sera la responsable; sus defensores a ultranza serán, en
todo caso, cómplices de esa catástrofe.
Lo
sucedido en Culiacán es sólo un ejemplo y debe darle vergüenza a
quien dirige el Estado mexicano; sin embargo, sólo una forma de
ingenuidad o ceguera produciría sorpresa entre nosotros. Hay
vergüenza en el Estado, pero no puede haber sorpresa en quienes
vivimos la violencia todos los días.
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Italo
Calvino fue
un escritor que como pocos entendía de ciencia; que como menos sabía
que la ciencia es nada sin la imaginación y que, como nadie, hizo de
esta certeza la fuente de fábulas, cuentos y novelas llenas de
teorías gravitatorias, evolutivas y cosmológicas. Hijo de botánicos
con corazón revolucionario, Calvino nació de causalidad, en la
provincia
de la Habana
en
Cuba, el 15 de octubre de 1923.Vivió
casi toda su vida en Italia. En su momento luchó contra el fascismo
como militante partisano y denunció su decepción por el comunismo
soviético.
Hoy
cumpliría 96 años. La distancia de la Luna es un bellísimo cuento
con el que vale la pena recordarlo.
La
distancia de la Luna
Por Italo Calvino
Hubo
un tiempo, según Sir George H Darwin, en que la Luna estaba muy
cerca de la Tierra. Las mareas fueron poco a poco empujándola lejos,
esas mareas que ella, la Luna, provoca en las aguas terrestres y en
las cuales la Tierra pierde lentamente energía.
¡Claro
que lo sé!, exclamó el viejo Qfwfq, ustedes no pueden acordarse,
pero yo sí. La teníamos siempre encima, a la Luna, desmesurada; en
plenilunio noches claras como de día, pero con una luz color
manteca, parecía que iba a aplastarnos; en novilunio rodaba por el
cielo como un paraguas negro llevado por el viento, y en cuarto
creciente se acercaba con los cuernos tan bajos que parecía a punto
de ensartar la cresta de un promontorio y quedarse allí anclada.
Pero todo el mecanismo de las fases marchaba de una manera diferente
de la de hoy, porque las distancias del Sol eran distintas, y las
órbitas, y la inclinación de no recuerdo qué; además, eclipses,
con Tierra y Luna tan pegadas, los había a cada rato, imagínense si
esas dos bestias no iban a encontrar manera de hacerse continuamente
sombra una a la otra.
¿La
órbita? Elíptica, naturalmente, elíptica; por momentos se nos
echaba encima, por momentos remontaba vuelo. Las mareas, cuando la
Luna estaba más baja, subían que no había quien las sujetara. Eran
noches de plenilunio bajo bajo y de marea alta alta y si la Luna no
se mojaba en el mar era por un pelo, digamos, por pocos metros. ¿Si
nunca habíamos tratado de subirnos? ¡Cómo no! Bastaba llegar justo
debajo con la barca, apoyar una escalera y arriba.
El
punto donde la Luna pasaba más bajo estaba en mar abierto, en los
Escollos de Zinc. Íbamos en esas barquitas de remos que se usaban
entonces, redondas y chatas, de corcho. Éramos varios: yo, el
capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces la pequeña
Xlthlx, que entonces tendría doce años. El agua estaba aquellas
noches tranquilísima, plateada que parecía mercurio, y los peces,
adentro, violetas, que no podían resistir a la atracción de la Luna
y salían todos a la superficie, y también pulpos y medusas de color
azafrán. Había siempre un vuelo de animalitos menudos -pequeños
cangrejos, calamares y también algas livianas y diáfanas y
plantitas de coral- que se despegaban del mar y terminaban en la
Luna, colgando de aquel techo calcáreo, o se quedaban allí en mitad
del aire, en un enjambre fosforescente que ahuyentábamos agitando
hojas de banano.
Nuestro
trabajo era así: en la barca llevábamos una escalera; uno la
sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo
de la Luna; por eso teníamos que ser tantos (sólo he nombrado a los
principales). El que estaba en la cima de la escalera, cuando la
barca se acercaba a la Luna gritaba espantado: "¡Alto! ¡Alto!
¡Me voy a pegar un cabezazo!" Era la impresión que daba
viéndola encima tan inmensa, tan erizada de espinas filosas y bordes
mellados y dentados. Ahora quizá sea distinto, pero entonces la
Luna, o mejor dicho el fondo, el vientre de la Luna, en fin, la parte
que pasaba más arrimada a la Tierra hasta casi rozarla, estaba
cubierta de una costra de escamas puntiagudas. Al vientre de un pez
se parecía y también el olor, por lo que recuerdo, era si no
exactamente de pescado, apenas más leve, como de salmón ahumado.
En
realidad, desde lo alto de la escalera se llegaba justo a tocarla
extendiendo los brazos, de pie, en equilibrio sobre el último
peldaño. Habíamos tomado bien las medidas (todavía no
sospechábamos que se estaba alejando); en lo único que había que
fijarse bien era en la forma de poner las manos. Yo elegía una
escama que pareciera sólida (nos tocaba subir a todos, por turno, en
tandas de cinco o seis), me agarraba con una mano, después con la
otra e inmediatamente sentía que escalera y barca se me escapaban y
el movimiento de la Luna me arrancaba a la atracción terrestre. Sí,
la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel
momento de paso entre una y otra; había que incorporarse de repente,
con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las
piernas para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde la
Tierra parecías colgado cabeza abajo, pero para ti era la misma
posición de siempre, y lo único extraño era, al alzar los ojos,
verte encima la capa del mar luciente con la barca y los amigos patas
arriba, balanceándose como un racimo de sarmiento.
En
aquellos saltos el que desplegaba un gran talento era mi primo el
sordo. Sus toscas manos, apenas tocaban la superficie lunar (era
siempre el primero que saltaba la escalera), se volvían de pronto
suaves y seguras. Encontraban en seguida el punto a que debían
agarrarse para izarse, y parecía que le bastaba la presión de las
palmas para adherirse a la corteza del satélite. Una vez tuve
realmente la impresión de que la Luna se le acercaba cuando él le
tendía las manos.
Igualmente
hábil era en el descenso a Tierra, operación más difícil todavía.
Para nosotros consistía en un salto en alto, lo más alto posible,
con los brazos levantados (visto desde la Luna, porque visto desde la
Tierra en cambio se parecía más a una zambullida, o a nadar en
profundidad, con los brazos colgando), en fin, igual al salto desde
la Tierra, sólo que ahora faltaba la escalera porque en la Luna no
había nada donde apoyarla. Pero mi primo, en vez de echarse con los
brazos adelante, se inclinaba sobre la superficie lunar con la cabeza
hacia abajo como para una cabriola, y se ponía a dar saltos haciendo
fuerza con las manos. Desde la barca lo veíamos de pie en el aire
como si sostuviera la enorme pelota de la Luna y la hiciera rebotar
golpeándola con las manos, hasta que sus piernas quedaban a nuestro
alcance y conseguíamos atraparlo por los tobillos y bajarlo a bordo.
Ahora
me preguntarán ustedes qué diablos íbamos a hacer en la Luna, y
les explico. Íbamos a recoger leche, con una gran cuchara y un
balde. La leche lunar era muy densa, como una especie de requesón.
Se formaba en los intersticios entre escama y escama por la
fermentación de diversos cuerpos y sustancias de origen terrestre,
procedentes de los prados y montes y lagunas que el satélite
sobrevolaba. Se componía esencialmente de: jugos vegetales,
renacuajos, asfalto, lentejas, miel de abejas, cristales de almidón,
huevos de esturión, hongos, pollitos, sustancias gelatinosas,
gusanos, resinas, pimienta, sales minerales, material de combustión.
Bastaba meter la cuchara debajo de las escamas que cubrían el suelo
costroso de la Luna para retirarla llena de aquel precioso lodo. No
en estado puro, claro; las escorias eran muchas: en la fermentación
(la Luna atravesaba extensiones de aire tórrido sobre los desiertos)
no todos los cuerpos se fundían; algunos permanecían hincados allí:
uñas y cartílagos, clavos, hipocampos, carozos y pedúnculos,
pedazos de loza, anzuelos de pescar, a veces hasta un peine. De modo
que ese puré, después de recogido, había que descremarlo, pasarlo
por un colador. Pero la dificultad no era ésa, sino cómo enviarlo a
la Tierra. Se hacía así: cada cucharada se disparaba hacia arriba
manejando la cuchara como una catapulta, con las dos manos. El
requesón volaba y si el tiro era bastante fuerte iba a estrellarse
en el techo, es decir, en la superficie marina. Una vez allí quedaba
flotando y recogerlo desde la barca era fácil. También en estos
lanzamientos mi primo el sordo, desplegaba una particular habilidad;
tenía pulso y puntería; con un golpe decidido conseguía centrar su
tiro en un balde que le tendíamos desde la barca. En cambio yo a
veces erraba el tiro; la cucharada no conseguía vencer la atracción
lunar y me caía en un ojo.
Todavía
no les he dicho todo sobre las operaciones en que mi primo se
destacaba. Aquel trabajo de exprimir leche lunar de las escamas era
para él una especie de juego; en lugar de la cuchara a veces le
bastaba meter debajo de las escamas la mano desnuda o sólo un dedo.
No procedía con orden sino en puntos aislados, yendo de uno a otro a
saltos, como si quisiera hacer bromas a la Luna, darle sorpresas o
directamente hacerle cosquillas. Y donde él metía la mano saltaba
el chorro de leche como de las ubres de una cabra. Tanto que nos
bastaba ir detrás y recoger con las cucharas la sustancia que aquí
y allá hacía rezumar, pero siempre como por casualidad, porque los
itinerarios del sordo no parecían responder a ningún propósito
práctico definido. Había puntos, por ejemplo, que tocaba solamente
por el gusto de tocarlos: intersticios entre escama y escama,
pliegues desnudos y tiernos de la pulpa lunar. A veces mi primo
apretaba, no con los dedos de la mano, sino -en un impulso bien
calculado de sus saltos- con el dedo gordo del pie (subía a la Luna
descalzo) y parecía que aquello fuera para él el colmo de la
diversión, a juzgar por el gañido que emitía su úvula, y los
nuevos saltos que seguían.
El
suelo de la Luna no era uniformemente escamoso, sino que mostraba
zonas desnudas irregulares de una resbalosa arcilla pálida. Al sordo
esos espacios suaves le daban antojos de cabriolas o de vuelos casi
de pájaro, como si quisiera incrustarse en la pasta lunar con toda
su persona. Como se iba alejando, en cierto momento lo perdíamos de
vista. En la Luna se extendían regiones que nunca habíamos tenido
motivo o curiosidad de explorar, y allí desaparecía mi primo; y a
mí se me había ocurrido que todas aquellas cabriolas y pellizcos en
que se desahogaba delante de nuestros ojos sólo eran una
preparación, un preludio a algo secreto que debía desarrollarse en
las zonas ocultas.
Un
humor especial era el nuestro, en aquellas noches de los Escollos de
Zinc, alegre pero un poco expectante, como si dentro del cráneo
sintiéramos, en lugar del cerebro, un pez que flotara atraído por
la Luna. Y así navegábamos haciendo música y cantando. La mujer
del capitán tocaba el arpa; tenía brazos larguísimos, plateados,
aquellas noches, como anguilas, y axilas oscuras y misteriosas como
erizos marinos; y el sonido del arpa era tan dulce y agudo, tan dulce
y agudo, que casi no se podía soportar, y teníamos que lanzar
grandes gritos, no tanto para acompañar la música como para
protegernos el oído.
Medusas
transparentes afloraban a la superficie marina, vibraban un poco,
echaban a volar hacia la Luna ondulando. La pequeña Xlthlx se
divertía atrapándolas en el aire, pero no era fácil. Una vez, al
tender los bracitos para alcanzar una, dio un pequeño salto y se
encontró también flotando. Como era flaquita le faltaban algunos
kilos para que la gravedad la devolviera a la Tierra venciendo la
atracción lunar, así que volaba entre las medusas colgando sobre el
mar. De pronto se asustó, se echó a llorar, después se rió y se
puso a jugar atrapando al vuelo crustáceos y pececitos, llevándose
algunos a la boca y mordisqueándolos. Nosotros navegábamos
siguiéndola; la Luna corría por su elipse arrastrando aquel
enjambre de fauna marina por el cielo, y una cola de algas
ensortijadas, y la niña suspendida en el medio. Xlthlx tenía dos
trencitas finas que parecían volar por su cuenta, tendidas hacia la
Luna; pero entre tanto pataleaba, daba puntapiés al aire como si
quisiera combatir aquel influjo, y los calcetines -había perdido las
sandalias en el vuelo- se le escurrían de los pies y colgaban
atraídos por la fuerza terrestre. Nosotros subidos a la escalera
tratábamos de agarrarlos.
Aquello
de ponerse a comer los animalitos suspendidos había sido una buena
idea; cuanto más aumentaba el peso de Xlthlx, más bajaba hacia la
Tierra; además, como entre aquellos cuerpos suspendidos el suyo era
el de mayor masa, moluscos y algas y plancton empezaron a gravitar
sobre ella y en seguida la niña quedó cubierta de minúsculas
cáscaras silíceas, caparazones quitinosos, carapachos y filamentos
de hierbas marinas. Y cuanto más se perdía en esa maraña, más iba
librándose del influjo lunar, hasta que rozó la superficie del agua
y se zambulló.
Remamos
rápido para recogerla y socorrerla; su cuerpo estaba imantado y
tuvimos que esmerarnos para quitarle todo lo que se le había
incrustado. Corales tiernos le envolvían la cabeza, y del pelo, cada
vez que pasaba el peine, llovían anchoas y camarones; los ojos
estaban tapados por caparazones de lapas que se pegaban a los
párpados con sus ventosas; tentáculos de sepias se enroscaban
alrededor de los brazos y el cuello; la chaquetita parecía ahora
entretejida sólo con algas y esponjas. Le quitamos lo más gordo; y
durante semanas ella siguió despegándose mejillones y conchitas,
pero le quedó para siempre la piel salpicada por menudísimas
diatomeas, bajo la apariencia -para quien no lo observaba bien- de un
fino polvillo de lunares.
Así
de disputado era el intersticio entre Tierra y Luna por los dos
influjos que se equilibraban. Diré más: un cuerpo que bajaba a
Tierra desde el satélite permanecía por algún tiempo cargado de
fuerza lunar y se negaba a la atracción de nuestro mundo. Incluso
yo, a pesar de ser alto y grueso, cada vez que había estado allí
tardaba en acostumbrarme de nuevo al arriba y al abajo terrestres, y
los amigos tenían que atraparme por los brazos y retenerme a la
fuerza, colgados en racimo de la barca oscilante mientras yo, cabeza
abajo, seguía estirando las piernas hacia el cielo.
¡Agárrate!
¡Agárrate fuerte a nosotros! me gritaban, y yo en aquel braceo a
veces terminaba por aferrar un pecho de la señora Vhd Vhd, que los
tenía redondos y duros, y el contacto era bueno y seguro; ejercía
una atracción igual o más fuerte que la de la Luna, sobre todo si
en mi bajada de cabeza conseguía con el otro brazo ceñirle las
caderas; y así pasaba de nuevo a este mundo y caía de golpe en el
fondo de la barca, y el capitán Vhd Vhd para reanimarme me arrojaba
encima un cubo de agua.
Así empezó la historia de mi
enamoramiento de la mujer del capitán, y de mis sufrimientos. Porque
no tardé en notar a quién se dirigían las miradas más tercas de
la señora: cuando las manos de mi primo se posaban seguras en el
satélite, yo le clavaba la vista y en su mirada leía los
pensamientos que aquella confianza entre el sordo y la Luna le iba
suscitando, y cuando él desaparecía en sus misteriosas
exploraciones lunares veía que se inquietaba, estaba como sobre
ascuas y entonces todo me resultaba claro: cómo la señora Vhd Vhd
se iba poniendo celosa de la Luna y yo celoso de mi primo. Tenía
ojos de diamante la señora Vhd Vhd, llameaban cuando miraba la Luna,
casi en desafío, como si dijera: "¡No lo conseguirás!" Y
yo me sentía excluido.
De
todo esto el que menos se daba por enterado era el sordo. Cuando le
ayudábamos a bajar tirándole como ya les he explicado de las
piernas, la señora Vhd Vhd perdía todo recato prodigándose,
echándole encima el peso de su persona, envolviéndolo en sus largos
brazos plateados; yo sentía una punzada en el corazón (las veces
que yo me agarraba a ella, su cuerpo era dócil y amable, pero no se
echaba hacia adelante como con mi primo), mientras él parecía
indiferente, perdido todavía en su arrobamiento lunar.
Yo
miraba al capitán, preguntándome si también él notaba el
comportamiento de su mujer; pero ninguna expresión pasaba jamás por
aquella cara roja de salitre, surcada de arrugas embreadas. Como el
sordo era siempre el último en despegarse de la Luna, su descenso
era la señal de partida para las barcas. Entonces, con un gesto
insólitamente amable, Vhd Vhd recogía el arpa del fondo de la barca
y la tendía a su mujer. Ella estaba obligada a tomarla y a sacar
algunas notas. Nada podía separarla más del sordo que el sonido del
arpa. Yo empezaba a entonar aquella canción melancólica que dice:
"Flotan flotan los peces lucientes y los oscuros se van al
fondo..." y todos, menos mi primo, me hacían coro.
Todos
los meses, apenas había pasado el satélite, el sordo volvía a su
aislado desapego de las cosas del mundo; sólo la cercanía del
plenilunio lo despertaba. Aquella vez yo me las había ingeniado para
no formar parte de los que subían y quedarme en la barca, junto a la
mujer del capitán. Y apenas mi primo había trepado a la escalera,
la señora Vhd Vhd dijo: ¡Hoy quiero ir yo también allá arriba!
Nunca había ocurrido que la mujer del capitán subiera a la
Luna. Pero Vhd Vhd no se opuso, al contrario, casi la levantó en
vilo poniéndola en la escalera, exclamando: ¡Pues anda! y todos
empezamos a ayudarla y yo la sostenía de atrás, y la sentía en mis
brazos redonda y suave, y para empujarla apretaba contra ella las
palmas y la cara, y cuando la sentí subirse a la esfera lunar me dio
tanta congoja aquel contacto perdido, que traté de irme tras ella
diciendo:¡Yo también voy un rato arriba a echar una mano!
Algo
como una morsa me detuvo.Tú te quedas aquí, que también hay que
hacer me ordenó, sin levantar la voz, el capitán Vhd Vhd.
Las
intenciones de cada uno ya eran claras en aquel momento. Y sin
embargo yo no entendía, y todavía hoy no estoy seguro de haber
interpretado todo exactamente. Claro que la mujer del capitán había
alimentado largamente el deseo de apartarse allá arriba con mi primo
(o por lo menos, de no dejar que él se apartase solo con la Luna),
pero probablemente su plan tenía un objetivo más ambicioso, que
debía de haber sido urdido en inteligencia con el sordo: esconderse
juntos allá arriba y quedarse en la Luna un mes. Pero puede ser que
mi primo, como era sordo, no hubiese entendido nada de lo que ella
había tratado de explicarle, o que directamente no se hubiera dado
cuenta siquiera de ser objeto de los deseos de la señora. ¿Y el
capitán? No esperaba más que liberarse de su mujer, tanto que
apenas ella quedó confinada allá arriba, vimos que se abandonaba a
sus inclinaciones y se hundía en el vicio, y entonces comprendimos
por qué no había hecho nada por retenerla. ¿Pero sabía él desde
el principio que la órbita de la Luna se iba agrandando?
Ninguno
de nosotros podía sospecharlo. El sordo, quizá únicamente el
sordo: de la manera larval en que sabía las cosas, había presentido
que aquella noche le tocaba despedirse de la Luna. Por eso se
escondió en sus lugares secretos y sólo reapareció para volver a
bordo. Y fue inútil que la mujer del capitán lo siguiera: vimos que
atravesaba la extensión escamosa varias veces, a lo largo y a lo
ancho, y de golpe se detuvo mirando a los que habíamos permanecido
en la barca, casi a punto de preguntarnos si lo habíamos visto.
Claro
que había algo insólito aquella noche. La superficie del mar,
aunque tensa como siempre que había plenilunio y hasta casi arqueada
hacia el cielo, ahora parecía relajarse, floja, como si el imán
lunar no ejerciera toda su fuerza. Y sin embargo no se hubiera dicho
que la luz era la misma de los otros plenilunios, como por un
espesarse de la tiniebla nocturna. Hasta los compañeros, arriba,
debieron de darse cuenta de lo que estaba sucediendo, pues alzaron
hacia nosotros ojos despavoridos. Y de sus bocas y las nuestras, en
el mismo momento, salió un grito: ¡La Luna se aleja!
Todavía
no se había apagado este grito cuando en la Luna apareció mi primo
corriendo. No parecía asustado, ni siquiera sorprendido; posó las
manos en el suelo para la cabriola de siempre, pero esta vez después
de lanzarse al aire se quedó allí, suspendido, como ya le había
sucedido a la pequeña Xlthlx, dio volteretas por un momento entre
Luna y Tierra, se puso cabeza abajo y con un esfuerzo de los brazos
como el que nadando debe vencer una corriente, se dirigió, con
insólita lentitud, hacia nuestro planeta.
Desde
la Luna los otros marineros se apresuraron a seguir su ejemplo.
Ninguno pensaba en hacer llegar a la barca la leche recogida, ni el
capitán los amonestaba por eso. Ya habían esperado demasiado, la
distancia era ahora difícil de atravesar; por más que trataban de
imitar el vuelo o la natación de mi primo, se quedaron gesticulando,
suspendidos en medio del cielo.
¡Aprieten
filas, imbéciles, aprieten filas! gritó el capitán. A su orden,
los marineros trataron de reagruparse, de juntarse, de empujar todos
juntos para llegar a la zona de atracción terrestre, hasta que de
pronto una cascada de cuerpos se zambulló en el mar.
Ahora
las barcas remaban para recogerlos. ¡Esperen! ¡Falta la señora!
grité. La mujer del capitán también había intentado el salto pero
había quedado suspendida a pocos metros de la Luna y movía como
aspas los brazos plateados en el aire. Me trepé a la escalerilla y
en el vano intento de ofrecerle un asidero le tendía el arpa. ¡No
llego! ¡Hay que ir a buscarla! y traté de lanzarme blandiendo el
arpa. Sobre mí, el enorme disco lunar no parecía ya el mismo de
antes, tanto se había achicado, y ahora se iba contrayendo cada vez
más como si fuese mi morada la que lo alejaba, y el cielo desocupado
se abría como un abismo en cuyo fondo las estrellas se iban
multiplicando y la noche se volcaba sobre mí como un río de vacío,
que me inundaba de zozobra y de vértigo.
"¡Tengo
miedo! pensé. ¡Tengo demasiado miedo para tirarme! ¡Soy un
cobarde!" y en aquel momento me tiré. Nadaba por el cielo
furiosamente, tendía el arpa hacia ella, y ella en vez de venir a mi
encuentro se volvía sobre sí misma mostrándome ya la cara, ya el
trasero.
¡Unámonos! grité, y ya la alcanzaba y la aferraba
por la cintura y enlazaba mis miembros con los suyos. ¡Unámonos y
caigamos juntos! y concentraba mis fuerzas en unirme más
estrechamente a ella, y mis sensaciones en gustar la plenitud de
aquel abrazo. Tanto que tardé en darme cuenta de que estaba
arrancándola de su estado de suspensión, pero para hacerla caer en
la Luna. ¿No me di cuenta? ¿O ésta había sido desde el principio
mi intención? Todavía no había conseguido formular un pensamiento
y ya un grito irrumpía de mi garganta: ¡Yo soy el que se quedará
contigo un mes! y ¡Sobre ti! gritaba en mi excitación: ¡Yo sobre
ti un mes! y en aquel momento la caída en el cielo lunar había
disuelto nuestro abrazo, nos había hecho rodar a mí aquí y a ella
allá entre las frías escamas.
Alcé
los ojos como cada vez que tocaba la corteza de la Luna, seguro de
encontrar encima de mí el nativo mar como un techo desmesurado, y lo
vi, sí, lo vi esta vez, ¡pero cuánto más alto, y cuán
exiguamente limitado por sus contornos de costas y escollos y
promontorios, y qué pequeñas parecían las barcas e irreconocibles
las caras de los compañeros y débiles sus gritos! Me llegó un
sonido poco distante: la señora Vhd Vhd había encontrado su arpa y
la acariciaba insinuando un acorde apesadumbrado como un llanto.
Comenzó
un largo mes. La Luna giraba lenta en torno a la Tierra. En el globo
suspendido veíamos no ya nuestra orilla familiar sino el transcurrir
de océanos profundos como abismos, y desiertos de lapilli
incandescentes, y continentes de hielo, y selvas serpenteantes de
reptiles, y las paredes de roca de las cadenas montañosas cortadas
por el filo de los ríos impetuosos, y ciudades palustres, y
necrópolis de tosca, y reinos de arcilla y fango. La lejanía untaba
todas las cosas del mismo color; manadas de elefantes y mangas de
langosta recorrían las llanuras tan igualmente vastas y densas y
tupidas que no se diferenciaban.
Debía haber sido feliz:
como en mis sueños estaba solo con ella, la intimidad con la Luna
tantas veces envidiada a mi primo y la de la señora Vhd Vhd eran
ahora mi exclusivo privilegio, un mes de días y noches lunares se
extendía ininterrumpido delante de nosotros, la corteza del satélite
nos nutría con su leche de sabor ácido y familiar, nuestra mirada
se alzaba hacia el mundo donde habíamos nacido, finalmente recorrido
en toda su multiforme extensión, explorado en paisajes jamás vistos
por ningún terráqueo, o contemplaba las estrellas más allá de la
Luna, grandes como frutas de luz maduras en los curvos ramos del
cielo, y todo superaba las esperanzas más luminosas, y en cambio, en
cambio era el exilio.
No pensaba más que en la Tierra. La
Tierra era la que hacía que cada uno fuera ése y no otro; aquí
arriba, arrancado de la Tierra, era como si yo no fuese yo, ni ella
para mí ella. Estaba ansioso por volver a la Tierra, y temblaba de
miedo de haberla perdido. El cumplimiento de mi sueño de amor había
durado sólo el instante en que nos habíamos unido rodando entre
Tierra y Luna; privado de su suelo terrestre, mi enamoramiento sólo
conocía ahora la nostalgia desgarradora de aquello que nos faltaba:
un dónde, un alrededor, un antes, un después. Esto era lo que yo
sentía. ¿Y ella? Al preguntárselo estaba dividido en mis temores.
Porque si también ella sólo pensaba en la Tierra, podía ser una
buena señal, señal de que había llegado finalmente a un
entendimiento conmigo, pero podía ser también señal de que todo
había sido inútil, de que únicamente al sordo seguían apuntando
sus deseos. En cambio, nada. No alzaba jamás la mirada al viejo
planeta, andaba pálida por aquel espacio murmurando cantinelas y
acariciando el arpa, como ensimismada en su provisional (así creía
yo) condición lunar. ¿Era señal de que había vencido a mi rival?
No; había perdido; una derrota desesperada. Porque ella había
comprendido que el amor de mi primo era sólo para la Luna, y lo
único que quería ahora era convertirse en Luna, asimilarse al
objeto de aquel amor extrahumano.
Cumplido
que hubo la Luna su vuelta del planeta, nos encontramos de nuevo
sobre los Escollos de Zinc. Con estupor los reconocí: ni siquiera en
mis más negras previsiones me había esperado verlos tan
empequeñecidos por la distancia. En aquel mar como un charco los
compañeros habían vuelto a navegar sin la escalera ahora inútil,
pero desde las barcas se alzó como una selva de largas lanzas; cada
uno blandía la suya, provista en la punta de un arpón o garfio,
quizá con la esperanza de raspar todavía un poco del último
requesón lunar y quizá de tendernos a nosotros, pobres desgraciados
de aquí arriba, alguna ayuda. Pero en seguida se vio claramente que
no había pértiga bastante larga para alcanzar la Luna, y cayeron,
ridículamente cortas, humilladas, para flotar en el mar; y alguna
barca en aquel desbarajuste perdió el equilibrio y se volcó. Pero
justo entonces desde otra embarcación empezó a levantarse una más
larga, arrastrada hasta allí al ras del agua; debía de ser de
bambú, de muchas y muchas cañas de bambú encajadas una en otra, y
para levantarla había que andar despacio a fin de que -fina como
era- las oscilaciones no la despedazaran, y manejarla con gran fuerza
y destreza para que el peso totalmente vertical no hiciera perder el
equilibrio a la barquita.
Y
sí: era evidente que la punta de aquella asta tocaría la Luna, y la
vimos rozar y hacer presión en su suelo escamoso, apoyarse allí un
momento, dar casi un pequeño empujón, incluso un fuerte empujón
que la hacía alejarse de nuevo, y después volver a golpear en aquel
punto como de rebote, y de nuevo alejarse. Y entonces lo reconocí,
más aún, los dos —la señora y yo— reconocimos a mi primo, no
podía ser sino él, él que jugaba su último juego con la Luna, una
artimaña de las suyas, con la Luna en la punta de la caña como si
la sostuviera en equilibrio. Y comprendimos que su destreza no
apuntaba a nada, no pretendía alcanzar ningún resultado práctico,
incluso se hubiera dicho que iba empujando a la Luna, que favorecía
su alejamiento, que la quería acompañar en su órbita más
distante. Y también esto era de él, de él que no sabía concebir
deseos contrarios a la naturaleza de la Luna y a su curso y su
destino, y si la Luna ahora tendía a alejarse, pues él gozaba de
este alejamiento como había gozado hasta entonces de su cercanía.
¿Qué
debía hacer, frente a esto, la señora Vhd Vhd? Sólo en aquel
instante mostró hasta qué punto su enamoramiento del sordo no había
sido un capricho frívolo sino un voto sin recompensa. Si lo que mi
primo amaba ahora era la Luna lejana, ella permanecería lejana, en
la Luna. Lo intuí viendo que no daba un paso hacia el bambú, sino
que sólo dirigía el arpa hacia la Tierra alta en el cielo,
pellizcando las cuerdas. Digo que la vi, pero en realidad sólo de
reojo apresé su imagen, porque apenas el asta tocó la corteza
lunar, yo salté para aferrarme a ella, y ya, rápido como una
serpiente, trepaba por los nudos del bambú, bajaba a fuerza de
rodillas, liviano en el espacio enrarecido, impulsado como por una
fuerza de la naturaleza que me ordenaba volver a la Tierra, olvidando
el motivo que me había llevado arriba, o quizá más consciente que
nunca de él y de su final desafortunado, y en el asimiento de la
pértiga ondulante había llegado ya al punto en que no necesitaba
hacer esfuerzo alguno sino sólo dejarme deslizar cabeza abajo
atraído por la Tierra, hasta que en esa carrera la caña se rompió
en mil pedazos y yo caí al mar entre las barcas.
Era
el dulce retorno, la patria recobrada, pero mi pensamiento sólo era
de dolor por haberla perdido, y mis ojos apuntaban a la Luna por
siempre inalcanzable, buscándola. Y la vi. Estaba allí donde la
había dejado, tendida en una playa justo sobre nuestras cabezas, y
no decía nada. Era del color de la Luna; apoyaba el arpa en su
costado, y movía una mano en arpegios lentos y espaciados. Se
distinguía bien la forma del pecho, de los brazos, de las caderas,
así como la recuerdo todavía, como aún ahora que la Luna se ha
convertido en ese circulito chato y lejano, sigo buscándola siempre
con la mirada, apenas asoma el primer gajo en el cielo, y cuanto más
crece más me imagino que la veo, ella o algo de ella pero sólo
ella, en cien, en mil posturas diversas, ella por la que es Luna la
Luna y que en cada plenilunio hace aullar a los perros toda la noche
y a mí con ellos.
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Si
alguien quiere modificar cualquier historia decretada por el gobierno
mexicano, quizá necesite no sólo de sus dedos; sino de cincel, martillo y
un juego de explosivos que se dediquen a desordenar el tiempo sin
miramientos.
El anti-monumento
68 es un artefacto dedicado a esa inmovilidad: un ariete para horadar
la historia que no es verdad, sino infamia. Metido en una axila del
Zócalo, con su inesperada presencia en una de las esquinas de la plaza
pública más importante del país, el anti-monumento transgrede el espacio y la historia oficial. Nadie previno que un anti-monumento naciera en el Zócalo. Su cuerpo de metal no estuvo incluído en ninguno de los planos y no hay quien encuentre el programa de desfiles para honrarlo.
No
se instauró desde las alturas de las oficinas gubernamentales; sino
desde la acción de un grupo de mexicanos que, como miles, indagan una
herida; acaso una cicatriz mal cuidada. No es cicatriz si no cierra,
dicen los médicos y quizá tengan razón; quizá nunca comenzó a sanar.
El olvido como mentira
Las
“verdades históricas”, como bien se sabe, postulan como único antídoto
del dolor al olvido. Pero el olvido de los crímenes es más bien una
forma perversa de la mentira. El anti-monumento
contesta a esa mentira con el dolor de su paloma de la paz acribillada
por la crueldad de un gobierno que nadie está seguro de que se haya ido
totalmente. Es entendible: cuando la sangre no ha dejado de manar, el
dolor es la única forma de verdad posible.
Como una denuncia de ese malestar, el anti-monumento
sube en un remolino sediento desde el vientre atormentado de nuestra
memoria. Tiene vocación de alarido; grita con claridad: fue el ejército,
fue el Estado.
Esa
memoria no se queda anclada al dolor de nuestro pasado; sino que
interrumpe nuestro presente y condiciona nuestro futuro. Mientras no
seamos capaces de señalar, en el presente, con todos los dedos, con
todos los puños y con todas las palabras a los culpables de la masacre
de 1968, no podremos conseguir justicia para Aguas Blancas, la Guerra
sucia, Tlatlaya o Ayotzinapa. Si no somos capaces de exigir el castigo a
la represión de 1968, el tiempo de la impunidad seguirá triunfando.
Sin memoria no hay justicia
El
26 de septiembre de 2014, 43 estudiantes de la escuela rural Isidro
Burgos de Ayotzinapa fueron desaparecidos, después de ser detenidos por
agentes de la policía de Iguala y, presuntamente, entregados al crimen
organizado. Esa misma noche tres estudiantes más fueron asesinados por
la policía en enfrentamientos previos a esa desaparición. La noche de
Ayotzinapa es, sobre todo, una noche de oscuridad que una investigación
dirigida por el gobierno de Enrique Peña Nieto intentó clausurar. Según
esa investigación, los estudiantes desaparecidos fueron asesinados e
incinerados por integrantes del grupo criminal Guerreros Unidos en un
basurero cercano de Cocula. El ex-procurador Jesús Murillo Karam defendió, con un gesto definitivo, esa “verdad histórica” en cadena nacional el 27 de enero de 2015.
No
es casualidad. El 26 de septiembre de 2014, los estudiantes de
Ayotzinapa fueron desaparecidos en medio de las acciones para asistir a
la marcha del dos de octubre que conmemora cada año la represión del
movimiento estudiantil de 1968. Después de más de 45 años, el tiempo de
la impunidad con su enorme e insaciable boca alcanzaría a Ayotzinapa.
Nadie lo ha detenido: el tiempo de la impunidad sigue corriendo detrás
de todos. El anti-monumento nos recuerda: para vencerlo no necesitamos perdón ni olvido; sino memoria y justicia.
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