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lunes, 28 de octubre de 2019

Alberti: el marinero en tierra


Alberti: el marinero en tierra

Por Luis RT (Homo vespa)
Rafael Alberti murió un 28 de octubre de 1999. Fue un poeta que escribió en una generación, la del 27, que incluye a nombres como Federico García Lorca, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, o Dámaso Alonso. Una generación que desplegó una de las poesías más brillantes de toda la historia de nuestra lengua.

Alberti era un anciano de voz como salmo profético, llena de pasión y, como todas, quizá de pecados. Comunista de corazón arrebatado, Alberti luchó contra el dictador Franco para defender la luz de la república española en tiempos de penumbra fascista; también le escribió a Stalin como se le escribe a un santo o a un asesino. Yo leo la poesía de Alberti y a ella no tengo nada que perdonarle.


 



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sábado, 19 de octubre de 2019

Culiacán: la vergüenza sin sorpresa


Culiacán: la vergüenza sin sorpresa


Por Luis RT (Homo vespa)

Honremos la precisión de una de las seis versiones de nuestras autoridades. Hechos:
1. El 17 de octubre en Culiacán, Sinaloa, se capturó de pura chiripa a Ovidio Guzmán López, uno de los hijos del Chapo Guzmán. Ovidio es acusado por el gobierno estadounidense por distribución de droga.
2. Los efectivos que participaron en la acción fueron rodeados y superados en número y poder de fuego.
3. Se iniciaron balaceras en todo Culiacán a raíz de esa detención.
4. Se soltó al tal Ovidio.
5. Hasta la fecha no estamos seguros del saldo de este “operativo”. Las autoridades admitieron el 18 de octubre la muerte de 8 personas, 16 heridos, y 51 reos fugados del penal de Aguarutoi.

El presidente Andrés Manuel López Obrador argumentó en su mañanera del 18 de octubre que se soltó al delincuente, según nos dice, para evitar sufrimientos y muertes innecesarias en las escaramuzas y ataques del crimen organizado ante la detención del capo. Después de eso, México se convirtió en una comedia de carcajada propia de Jorge Ibargüengoitia. Abogados, familia y amigos de Ovidio agradecieron graciosamente el gesto del gobierno de Méxicoii. Estamos esperando si todos deciden comer juntos y sonrientes en Palacio Nacional.

No es necesario explicarlo: cualquiera prefiere o debe preferir liberar a un criminal si con ello evita la muerte de inocentes. Sin embargo, AMLO desvía la atención: ese no es el punto.

Las acciones del gobierno no tienen justificación y tienen que ser descritas, sin reservas, como un ejemplo emblemático de la necedad e ineptitud de su dirigencia. Decenas de especialistas le dijeron a AMLO por meses que impulsar la Guardia Nacional era continuar la misma estrategia de militarización de la seguridad pública de Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto: continuar la técnica de golpear el avispero. También le advirtieron que los resultados no serían distintos: un rotundo fracaso.

AMLO se supone que negoció una salida consensuada con varias de las organizaciones que levantaron la voz en contra de esta estrategia, pero al final la propuesta conservó las bases de centralización, uso del ejército y disciplina castrense para llevar a cabo labores de seguridad pública. AMLO también se escudó en que prefería “atender las razones estructurales”de la violencia y ofreció becas y crecimiento económico para que los jóvenes dejaran de unirse a las filas del crimen organizado. Como si una beca de alrededor de 3,500 pesos mensuales fuera un atractivo suficiente para un joven cuyo futuro laboral, como el de casi todos, es casi inexistente. Como si no fuera cierto que muchos de los estados del norte --que tienen unas de las mayores tasas de crecimiento económico-- no exhibieran al mismo tiempo los incrementos más alarmantes de criminalidad. En efecto, al presidente no se le da el pensamiento complejo.

En todo caso, desde el inicio fue claro que uno no cambia un narco-Estado poniendo gafetes de Guardia Nacional a los soldados; vendiendo humo sobra una estructura militar en que los soldados reciben poca capacitación, deficiente infraestructura, menos información de inteligencia, y acaso una embarrada de cursitos sobre derechos humanos. Se lo advirtieron; se lo dijeron. La institución militar tiene otra vocación. Ahí están las objeciones y los reclamos públicos de Alejandro Madrazo, Catalina Pérez Correa o Edgardo Buscaglia, sólo para nombrar a los que de golpe recuerdo. En el video de abajo se puede ver a Alejandro Madrazo del CIDE acusando al presidente de mentir acerca de esta propuesta.


Si uno se pone a buscar en el Internet o en la bibliografía especializada encontrará seguramente muchos otros objetores, desde varias ONG hasta académicos y periodistas especializados en esta masacre que es México. De hecho, si se busca lo suficiente se encontrará al mismo AMLO que hace unos años rechazaba lo que ahora apoya.

Si AMLO no quiso escuchar los gritos de alerta o los militares le impusieron una continuación del modelo militarista, ya no importa. Los resultados son y serán los que se esperaban: el crimen seguirá creciendo a la misma tasa o mayor que en los últimos doce años; habrá peleas entre narcos asediados por el ejército para apoderarse de las plazas disponibles; tendremos improvisación, violencia y muertes colaterales por falta de preparación de los efectivos; crecerá, ahí donde no la haya, la corrupción entre narcos, ejército y la policía (¿se acuerdan de que los Zetas salieron de cuerpos militares de élite entrenados en los Estados Unidos?).

En fin, si no se atacan las estructuras de la impunidad y del crimen y sus contubernios con el gran capital y el Estado, no hay otro resultado posible: más violencia.

A ello debemos agregar que hoy en día una buena parte de la Guardia Nacional está en lugares dónde se piensa implementar megaproyectos en el sureste: como en Oaxaca o Chiapas, justamente donde hay comunidades indígenas que se resisten a esos megaproyectos. ¿Ahí los soldados también luchan contra el crimen organizado? Además, no lo olvidemos: quizá la tercera o cuarta parte de la Guardia Nacional está persiguiendo migrantes en la frontera norte o en la sur. En efecto, con sus impuestos y con los míos se paga a efectivos del ejército para ser el muro antimigratorio que Trump tanto anheló. AMLO es la mejor carta del repulsivo pelirrojo.

El presidente dijo que se liberó a Ovidio Guzmán porque la prioridad era la vida de las personas. El presidente mintió de nuevo. No fue prioridad la vida de las personas inocentes que viven en Culiacán. Al menos no lo fue lo suficiente como para planear mejor una acción a todas luces inepta. ¿No era mejor evitar un operativo que puso en peligro justo la vida de cientos, quizá miles, de personas en todo Culiacán? ¿No hubo trabajo de inteligencia previo al operativo? Por otro lado, es claro que la vida de los migrantes y de las comunidades que rechazan los megaproyectos tampoco son una prioridad para este gobierno. Necropolítica le llamó el influyente filósofo camerunés Achille Mbembe al desdén mortífero hacia poblaciones enteras para justificar nuestros afanes de progreso. No creo que sea muy difícil mostrar que la estrategia amolísta de seguridad está inserta en una necropolítica de ese tipo.

Las estructuras de la muerte no se han cambiado ni existe una estrategia para cambiarlas en la 4T: ahí siguen con todo su poder de fuego y corrupción. A pesar del fuchi y del guácala, la continuidad calderonista en manos de AMLO está fraguando su Ayotzinapa, su Tlatlaya, su Tanhuato. Alguno de ellos está a la vuelta de la esquina. ¡Y no! La responsabilidad no será únicamente de la herencia maldita de regímenes anteriores. La administración amloísta sera la responsable; sus defensores a ultranza serán, en todo caso, cómplices de esa catástrofe.

Lo sucedido en Culiacán es sólo un ejemplo y debe darle vergüenza a quien dirige el Estado mexicano; sin embargo, sólo una forma de ingenuidad o ceguera produciría sorpresa entre nosotros. Hay vergüenza en el Estado, pero no puede haber sorpresa en quienes vivimos la violencia todos los días.

  1. ihttps://www.eluniversal.com.mx/estados/el-saldo-del-terror-en-culiacan-8-muertos-16-heridos-y-51-reos-evadidos
iihttps://www.youtube.com/watch?v=kzNP6BOAPwE



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martes, 15 de octubre de 2019

Aniversario 96 del nacimiento de Italo Calvino


Aniversario 96 del nacimiento de Italo Calvino.


Italo Calvino fue un escritor que como pocos entendía de ciencia; que como menos sabía que la ciencia es nada sin la imaginación y que, como nadie, hizo de esta certeza la fuente de fábulas, cuentos y novelas llenas de teorías gravitatorias, evolutivas y cosmológicas. Hijo de botánicos con corazón revolucionario, Calvino nació de causalidad, en la provincia de la Habana en Cuba, el 15 de octubre de 1923. Vivió casi toda su vida en Italia. En su momento luchó contra el fascismo como militante partisano y denunció su decepción por el comunismo soviético. 

Hoy cumpliría 96 años. La distancia de la Luna es un bellísimo cuento con el que vale la pena recordarlo.


La distancia de la Luna

Por Italo Calvino

Hubo un tiempo, según Sir George H Darwin, en que la Luna estaba muy cerca de la Tierra. Las mareas fueron poco a poco empujándola lejos, esas mareas que ella, la Luna, provoca en las aguas terrestres y en las cuales la Tierra pierde lentamente energía.

¡Claro que lo sé!, exclamó el viejo Qfwfq, ustedes no pueden acordarse, pero yo sí. La teníamos siempre encima, a la Luna, desmesurada; en plenilunio noches claras como de día, pero con una luz color manteca, parecía que iba a aplastarnos; en novilunio rodaba por el cielo como un paraguas negro llevado por el viento, y en cuarto creciente se acercaba con los cuernos tan bajos que parecía a punto de ensartar la cresta de un promontorio y quedarse allí anclada. Pero todo el mecanismo de las fases marchaba de una manera diferente de la de hoy, porque las distancias del Sol eran distintas, y las órbitas, y la inclinación de no recuerdo qué; además, eclipses, con Tierra y Luna tan pegadas, los había a cada rato, imagínense si esas dos bestias no iban a encontrar manera de hacerse continuamente sombra una a la otra.
¿La órbita? Elíptica, naturalmente, elíptica; por momentos se nos echaba encima, por momentos remontaba vuelo. Las mareas, cuando la Luna estaba más baja, subían que no había quien las sujetara. Eran noches de plenilunio bajo bajo y de marea alta alta y si la Luna no se mojaba en el mar era por un pelo, digamos, por pocos metros. ¿Si nunca habíamos tratado de subirnos? ¡Cómo no! Bastaba llegar justo debajo con la barca, apoyar una escalera y arriba.

El punto donde la Luna pasaba más bajo estaba en mar abierto, en los Escollos de Zinc. Íbamos en esas barquitas de remos que se usaban entonces, redondas y chatas, de corcho. Éramos varios: yo, el capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces la pequeña Xlthlx, que entonces tendría doce años. El agua estaba aquellas noches tranquilísima, plateada que parecía mercurio, y los peces, adentro, violetas, que no podían resistir a la atracción de la Luna y salían todos a la superficie, y también pulpos y medusas de color azafrán. Había siempre un vuelo de animalitos menudos -pequeños cangrejos, calamares y también algas livianas y diáfanas y plantitas de coral- que se despegaban del mar y terminaban en la Luna, colgando de aquel techo calcáreo, o se quedaban allí en mitad del aire, en un enjambre fosforescente que ahuyentábamos agitando hojas de banano.

Nuestro trabajo era así: en la barca llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna; por eso teníamos que ser tantos (sólo he nombrado a los principales). El que estaba en la cima de la escalera, cuando la barca se acercaba a la Luna gritaba espantado: "¡Alto! ¡Alto! ¡Me voy a pegar un cabezazo!" Era la impresión que daba viéndola encima tan inmensa, tan erizada de espinas filosas y bordes mellados y dentados. Ahora quizá sea distinto, pero entonces la Luna, o mejor dicho el fondo, el vientre de la Luna, en fin, la parte que pasaba más arrimada a la Tierra hasta casi rozarla, estaba cubierta de una costra de escamas puntiagudas. Al vientre de un pez se parecía y también el olor, por lo que recuerdo, era si no exactamente de pescado, apenas más leve, como de salmón ahumado.

En realidad, desde lo alto de la escalera se llegaba justo a tocarla extendiendo los brazos, de pie, en equilibrio sobre el último peldaño. Habíamos tomado bien las medidas (todavía no sospechábamos que se estaba alejando); en lo único que había que fijarse bien era en la forma de poner las manos. Yo elegía una escama que pareciera sólida (nos tocaba subir a todos, por turno, en tandas de cinco o seis), me agarraba con una mano, después con la otra e inmediatamente sentía que escalera y barca se me escapaban y el movimiento de la Luna me arrancaba a la atracción terrestre. Sí, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel momento de paso entre una y otra; había que incorporarse de repente, con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las piernas para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde la Tierra parecías colgado cabeza abajo, pero para ti era la misma posición de siempre, y lo único extraño era, al alzar los ojos, verte encima la capa del mar luciente con la barca y los amigos patas arriba, balanceándose como un racimo de sarmiento.
En aquellos saltos el que desplegaba un gran talento era mi primo el sordo. Sus toscas manos, apenas tocaban la superficie lunar (era siempre el primero que saltaba la escalera), se volvían de pronto suaves y seguras. Encontraban en seguida el punto a que debían agarrarse para izarse, y parecía que le bastaba la presión de las palmas para adherirse a la corteza del satélite. Una vez tuve realmente la impresión de que la Luna se le acercaba cuando él le tendía las manos.

Igualmente hábil era en el descenso a Tierra, operación más difícil todavía. Para nosotros consistía en un salto en alto, lo más alto posible, con los brazos levantados (visto desde la Luna, porque visto desde la Tierra en cambio se parecía más a una zambullida, o a nadar en profundidad, con los brazos colgando), en fin, igual al salto desde la Tierra, sólo que ahora faltaba la escalera porque en la Luna no había nada donde apoyarla. Pero mi primo, en vez de echarse con los brazos adelante, se inclinaba sobre la superficie lunar con la cabeza hacia abajo como para una cabriola, y se ponía a dar saltos haciendo fuerza con las manos. Desde la barca lo veíamos de pie en el aire como si sostuviera la enorme pelota de la Luna y la hiciera rebotar golpeándola con las manos, hasta que sus piernas quedaban a nuestro alcance y conseguíamos atraparlo por los tobillos y bajarlo a bordo.

Ahora me preguntarán ustedes qué diablos íbamos a hacer en la Luna, y les explico. Íbamos a recoger leche, con una gran cuchara y un balde. La leche lunar era muy densa, como una especie de requesón. Se formaba en los intersticios entre escama y escama por la fermentación de diversos cuerpos y sustancias de origen terrestre, procedentes de los prados y montes y lagunas que el satélite sobrevolaba. Se componía esencialmente de: jugos vegetales, renacuajos, asfalto, lentejas, miel de abejas, cristales de almidón, huevos de esturión, hongos, pollitos, sustancias gelatinosas, gusanos, resinas, pimienta, sales minerales, material de combustión. Bastaba meter la cuchara debajo de las escamas que cubrían el suelo costroso de la Luna para retirarla llena de aquel precioso lodo. No en estado puro, claro; las escorias eran muchas: en la fermentación (la Luna atravesaba extensiones de aire tórrido sobre los desiertos) no todos los cuerpos se fundían; algunos permanecían hincados allí: uñas y cartílagos, clavos, hipocampos, carozos y pedúnculos, pedazos de loza, anzuelos de pescar, a veces hasta un peine. De modo que ese puré, después de recogido, había que descremarlo, pasarlo por un colador. Pero la dificultad no era ésa, sino cómo enviarlo a la Tierra. Se hacía así: cada cucharada se disparaba hacia arriba manejando la cuchara como una catapulta, con las dos manos. El requesón volaba y si el tiro era bastante fuerte iba a estrellarse en el techo, es decir, en la superficie marina. Una vez allí quedaba flotando y recogerlo desde la barca era fácil. También en estos lanzamientos mi primo el sordo, desplegaba una particular habilidad; tenía pulso y puntería; con un golpe decidido conseguía centrar su tiro en un balde que le tendíamos desde la barca. En cambio yo a veces erraba el tiro; la cucharada no conseguía vencer la atracción lunar y me caía en un ojo.

Todavía no les he dicho todo sobre las operaciones en que mi primo se destacaba. Aquel trabajo de exprimir leche lunar de las escamas era para él una especie de juego; en lugar de la cuchara a veces le bastaba meter debajo de las escamas la mano desnuda o sólo un dedo. No procedía con orden sino en puntos aislados, yendo de uno a otro a saltos, como si quisiera hacer bromas a la Luna, darle sorpresas o directamente hacerle cosquillas. Y donde él metía la mano saltaba el chorro de leche como de las ubres de una cabra. Tanto que nos bastaba ir detrás y recoger con las cucharas la sustancia que aquí y allá hacía rezumar, pero siempre como por casualidad, porque los itinerarios del sordo no parecían responder a ningún propósito práctico definido. Había puntos, por ejemplo, que tocaba solamente por el gusto de tocarlos: intersticios entre escama y escama, pliegues desnudos y tiernos de la pulpa lunar. A veces mi primo apretaba, no con los dedos de la mano, sino -en un impulso bien calculado de sus saltos- con el dedo gordo del pie (subía a la Luna descalzo) y parecía que aquello fuera para él el colmo de la diversión, a juzgar por el gañido que emitía su úvula, y los nuevos saltos que seguían.

El suelo de la Luna no era uniformemente escamoso, sino que mostraba zonas desnudas irregulares de una resbalosa arcilla pálida. Al sordo esos espacios suaves le daban antojos de cabriolas o de vuelos casi de pájaro, como si quisiera incrustarse en la pasta lunar con toda su persona. Como se iba alejando, en cierto momento lo perdíamos de vista. En la Luna se extendían regiones que nunca habíamos tenido motivo o curiosidad de explorar, y allí desaparecía mi primo; y a mí se me había ocurrido que todas aquellas cabriolas y pellizcos en que se desahogaba delante de nuestros ojos sólo eran una preparación, un preludio a algo secreto que debía desarrollarse en las zonas ocultas.

Un humor especial era el nuestro, en aquellas noches de los Escollos de Zinc, alegre pero un poco expectante, como si dentro del cráneo sintiéramos, en lugar del cerebro, un pez que flotara atraído por la Luna. Y así navegábamos haciendo música y cantando. La mujer del capitán tocaba el arpa; tenía brazos larguísimos, plateados, aquellas noches, como anguilas, y axilas oscuras y misteriosas como erizos marinos; y el sonido del arpa era tan dulce y agudo, tan dulce y agudo, que casi no se podía soportar, y teníamos que lanzar grandes gritos, no tanto para acompañar la música como para protegernos el oído.

Medusas transparentes afloraban a la superficie marina, vibraban un poco, echaban a volar hacia la Luna ondulando. La pequeña Xlthlx se divertía atrapándolas en el aire, pero no era fácil. Una vez, al tender los bracitos para alcanzar una, dio un pequeño salto y se encontró también flotando. Como era flaquita le faltaban algunos kilos para que la gravedad la devolviera a la Tierra venciendo la atracción lunar, así que volaba entre las medusas colgando sobre el mar. De pronto se asustó, se echó a llorar, después se rió y se puso a jugar atrapando al vuelo crustáceos y pececitos, llevándose algunos a la boca y mordisqueándolos. Nosotros navegábamos siguiéndola; la Luna corría por su elipse arrastrando aquel enjambre de fauna marina por el cielo, y una cola de algas ensortijadas, y la niña suspendida en el medio. Xlthlx tenía dos trencitas finas que parecían volar por su cuenta, tendidas hacia la Luna; pero entre tanto pataleaba, daba puntapiés al aire como si quisiera combatir aquel influjo, y los calcetines -había perdido las sandalias en el vuelo- se le escurrían de los pies y colgaban atraídos por la fuerza terrestre. Nosotros subidos a la escalera tratábamos de agarrarlos.

Aquello de ponerse a comer los animalitos suspendidos había sido una buena idea; cuanto más aumentaba el peso de Xlthlx, más bajaba hacia la Tierra; además, como entre aquellos cuerpos suspendidos el suyo era el de mayor masa, moluscos y algas y plancton empezaron a gravitar sobre ella y en seguida la niña quedó cubierta de minúsculas cáscaras silíceas, caparazones quitinosos, carapachos y filamentos de hierbas marinas. Y cuanto más se perdía en esa maraña, más iba librándose del influjo lunar, hasta que rozó la superficie del agua y se zambulló.

Remamos rápido para recogerla y socorrerla; su cuerpo estaba imantado y tuvimos que esmerarnos para quitarle todo lo que se le había incrustado. Corales tiernos le envolvían la cabeza, y del pelo, cada vez que pasaba el peine, llovían anchoas y camarones; los ojos estaban tapados por caparazones de lapas que se pegaban a los párpados con sus ventosas; tentáculos de sepias se enroscaban alrededor de los brazos y el cuello; la chaquetita parecía ahora entretejida sólo con algas y esponjas. Le quitamos lo más gordo; y durante semanas ella siguió despegándose mejillones y conchitas, pero le quedó para siempre la piel salpicada por menudísimas diatomeas, bajo la apariencia -para quien no lo observaba bien- de un fino polvillo de lunares.

Así de disputado era el intersticio entre Tierra y Luna por los dos influjos que se equilibraban. Diré más: un cuerpo que bajaba a Tierra desde el satélite permanecía por algún tiempo cargado de fuerza lunar y se negaba a la atracción de nuestro mundo. Incluso yo, a pesar de ser alto y grueso, cada vez que había estado allí tardaba en acostumbrarme de nuevo al arriba y al abajo terrestres, y los amigos tenían que atraparme por los brazos y retenerme a la fuerza, colgados en racimo de la barca oscilante mientras yo, cabeza abajo, seguía estirando las piernas hacia el cielo.
¡Agárrate! ¡Agárrate fuerte a nosotros! me gritaban, y yo en aquel braceo a veces terminaba por aferrar un pecho de la señora Vhd Vhd, que los tenía redondos y duros, y el contacto era bueno y seguro; ejercía una atracción igual o más fuerte que la de la Luna, sobre todo si en mi bajada de cabeza conseguía con el otro brazo ceñirle las caderas; y así pasaba de nuevo a este mundo y caía de golpe en el fondo de la barca, y el capitán Vhd Vhd para reanimarme me arrojaba encima un cubo de agua.

Así empezó la historia de mi enamoramiento de la mujer del capitán, y de mis sufrimientos. Porque no tardé en notar a quién se dirigían las miradas más tercas de la señora: cuando las manos de mi primo se posaban seguras en el satélite, yo le clavaba la vista y en su mirada leía los pensamientos que aquella confianza entre el sordo y la Luna le iba suscitando, y cuando él desaparecía en sus misteriosas exploraciones lunares veía que se inquietaba, estaba como sobre ascuas y entonces todo me resultaba claro: cómo la señora Vhd Vhd se iba poniendo celosa de la Luna y yo celoso de mi primo. Tenía ojos de diamante la señora Vhd Vhd, llameaban cuando miraba la Luna, casi en desafío, como si dijera: "¡No lo conseguirás!" Y yo me sentía excluido.
De todo esto el que menos se daba por enterado era el sordo. Cuando le ayudábamos a bajar tirándole como ya les he explicado de las piernas, la señora Vhd Vhd perdía todo recato prodigándose, echándole encima el peso de su persona, envolviéndolo en sus largos brazos plateados; yo sentía una punzada en el corazón (las veces que yo me agarraba a ella, su cuerpo era dócil y amable, pero no se echaba hacia adelante como con mi primo), mientras él parecía indiferente, perdido todavía en su arrobamiento lunar.

Yo miraba al capitán, preguntándome si también él notaba el comportamiento de su mujer; pero ninguna expresión pasaba jamás por aquella cara roja de salitre, surcada de arrugas embreadas. Como el sordo era siempre el último en despegarse de la Luna, su descenso era la señal de partida para las barcas. Entonces, con un gesto insólitamente amable, Vhd Vhd recogía el arpa del fondo de la barca y la tendía a su mujer. Ella estaba obligada a tomarla y a sacar algunas notas. Nada podía separarla más del sordo que el sonido del arpa. Yo empezaba a entonar aquella canción melancólica que dice: "Flotan flotan los peces lucientes y los oscuros se van al fondo..." y todos, menos mi primo, me hacían coro.

Todos los meses, apenas había pasado el satélite, el sordo volvía a su aislado desapego de las cosas del mundo; sólo la cercanía del plenilunio lo despertaba. Aquella vez yo me las había ingeniado para no formar parte de los que subían y quedarme en la barca, junto a la mujer del capitán. Y apenas mi primo había trepado a la escalera, la señora Vhd Vhd dijo: ¡Hoy quiero ir yo también allá arriba!
Nunca había ocurrido que la mujer del capitán subiera a la Luna. Pero Vhd Vhd no se opuso, al contrario, casi la levantó en vilo poniéndola en la escalera, exclamando: ¡Pues anda! y todos empezamos a ayudarla y yo la sostenía de atrás, y la sentía en mis brazos redonda y suave, y para empujarla apretaba contra ella las palmas y la cara, y cuando la sentí subirse a la esfera lunar me dio tanta congoja aquel contacto perdido, que traté de irme tras ella diciendo:¡Yo también voy un rato arriba a echar una mano!

Algo como una morsa me detuvo.Tú te quedas aquí, que también hay que hacer me ordenó, sin levantar la voz, el capitán Vhd Vhd.

Las intenciones de cada uno ya eran claras en aquel momento. Y sin embargo yo no entendía, y todavía hoy no estoy seguro de haber interpretado todo exactamente. Claro que la mujer del capitán había alimentado largamente el deseo de apartarse allá arriba con mi primo (o por lo menos, de no dejar que él se apartase solo con la Luna), pero probablemente su plan tenía un objetivo más ambicioso, que debía de haber sido urdido en inteligencia con el sordo: esconderse juntos allá arriba y quedarse en la Luna un mes. Pero puede ser que mi primo, como era sordo, no hubiese entendido nada de lo que ella había tratado de explicarle, o que directamente no se hubiera dado cuenta siquiera de ser objeto de los deseos de la señora. ¿Y el capitán? No esperaba más que liberarse de su mujer, tanto que apenas ella quedó confinada allá arriba, vimos que se abandonaba a sus inclinaciones y se hundía en el vicio, y entonces comprendimos por qué no había hecho nada por retenerla. ¿Pero sabía él desde el principio que la órbita de la Luna se iba agrandando?
Ninguno de nosotros podía sospecharlo. El sordo, quizá únicamente el sordo: de la manera larval en que sabía las cosas, había presentido que aquella noche le tocaba despedirse de la Luna. Por eso se escondió en sus lugares secretos y sólo reapareció para volver a bordo. Y fue inútil que la mujer del capitán lo siguiera: vimos que atravesaba la extensión escamosa varias veces, a lo largo y a lo ancho, y de golpe se detuvo mirando a los que habíamos permanecido en la barca, casi a punto de preguntarnos si lo habíamos visto.
Claro que había algo insólito aquella noche. La superficie del mar, aunque tensa como siempre que había plenilunio y hasta casi arqueada hacia el cielo, ahora parecía relajarse, floja, como si el imán lunar no ejerciera toda su fuerza. Y sin embargo no se hubiera dicho que la luz era la misma de los otros plenilunios, como por un espesarse de la tiniebla nocturna. Hasta los compañeros, arriba, debieron de darse cuenta de lo que estaba sucediendo, pues alzaron hacia nosotros ojos despavoridos. Y de sus bocas y las nuestras, en el mismo momento, salió un grito: ¡La Luna se aleja!

Todavía no se había apagado este grito cuando en la Luna apareció mi primo corriendo. No parecía asustado, ni siquiera sorprendido; posó las manos en el suelo para la cabriola de siempre, pero esta vez después de lanzarse al aire se quedó allí, suspendido, como ya le había sucedido a la pequeña Xlthlx, dio volteretas por un momento entre Luna y Tierra, se puso cabeza abajo y con un esfuerzo de los brazos como el que nadando debe vencer una corriente, se dirigió, con insólita lentitud, hacia nuestro planeta.

Desde la Luna los otros marineros se apresuraron a seguir su ejemplo. Ninguno pensaba en hacer llegar a la barca la leche recogida, ni el capitán los amonestaba por eso. Ya habían esperado demasiado, la distancia era ahora difícil de atravesar; por más que trataban de imitar el vuelo o la natación de mi primo, se quedaron gesticulando, suspendidos en medio del cielo.

¡Aprieten filas, imbéciles, aprieten filas! gritó el capitán. A su orden, los marineros trataron de reagruparse, de juntarse, de empujar todos juntos para llegar a la zona de atracción terrestre, hasta que de pronto una cascada de cuerpos se zambulló en el mar.
Ahora las barcas remaban para recogerlos. ¡Esperen! ¡Falta la señora! grité. La mujer del capitán también había intentado el salto pero había quedado suspendida a pocos metros de la Luna y movía como aspas los brazos plateados en el aire. Me trepé a la escalerilla y en el vano intento de ofrecerle un asidero le tendía el arpa. ¡No llego! ¡Hay que ir a buscarla! y traté de lanzarme blandiendo el arpa. Sobre mí, el enorme disco lunar no parecía ya el mismo de antes, tanto se había achicado, y ahora se iba contrayendo cada vez más como si fuese mi morada la que lo alejaba, y el cielo desocupado se abría como un abismo en cuyo fondo las estrellas se iban multiplicando y la noche se volcaba sobre mí como un río de vacío, que me inundaba de zozobra y de vértigo.

"¡Tengo miedo! pensé. ¡Tengo demasiado miedo para tirarme! ¡Soy un cobarde!" y en aquel momento me tiré. Nadaba por el cielo furiosamente, tendía el arpa hacia ella, y ella en vez de venir a mi encuentro se volvía sobre sí misma mostrándome ya la cara, ya el trasero.
¡Unámonos! grité, y ya la alcanzaba y la aferraba por la cintura y enlazaba mis miembros con los suyos. ¡Unámonos y caigamos juntos! y concentraba mis fuerzas en unirme más estrechamente a ella, y mis sensaciones en gustar la plenitud de aquel abrazo. Tanto que tardé en darme cuenta de que estaba arrancándola de su estado de suspensión, pero para hacerla caer en la Luna. ¿No me di cuenta? ¿O ésta había sido desde el principio mi intención? Todavía no había conseguido formular un pensamiento y ya un grito irrumpía de mi garganta: ¡Yo soy el que se quedará contigo un mes! y ¡Sobre ti! gritaba en mi excitación: ¡Yo sobre ti un mes! y en aquel momento la caída en el cielo lunar había disuelto nuestro abrazo, nos había hecho rodar a mí aquí y a ella allá entre las frías escamas.

Alcé los ojos como cada vez que tocaba la corteza de la Luna, seguro de encontrar encima de mí el nativo mar como un techo desmesurado, y lo vi, sí, lo vi esta vez, ¡pero cuánto más alto, y cuán exiguamente limitado por sus contornos de costas y escollos y promontorios, y qué pequeñas parecían las barcas e irreconocibles las caras de los compañeros y débiles sus gritos! Me llegó un sonido poco distante: la señora Vhd Vhd había encontrado su arpa y la acariciaba insinuando un acorde apesadumbrado como un llanto.
Comenzó un largo mes. La Luna giraba lenta en torno a la Tierra. En el globo suspendido veíamos no ya nuestra orilla familiar sino el transcurrir de océanos profundos como abismos, y desiertos de lapilli incandescentes, y continentes de hielo, y selvas serpenteantes de reptiles, y las paredes de roca de las cadenas montañosas cortadas por el filo de los ríos impetuosos, y ciudades palustres, y necrópolis de tosca, y reinos de arcilla y fango. La lejanía untaba todas las cosas del mismo color; manadas de elefantes y mangas de langosta recorrían las llanuras tan igualmente vastas y densas y tupidas que no se diferenciaban.

Debía haber sido feliz: como en mis sueños estaba solo con ella, la intimidad con la Luna tantas veces envidiada a mi primo y la de la señora Vhd Vhd eran ahora mi exclusivo privilegio, un mes de días y noches lunares se extendía ininterrumpido delante de nosotros, la corteza del satélite nos nutría con su leche de sabor ácido y familiar, nuestra mirada se alzaba hacia el mundo donde habíamos nacido, finalmente recorrido en toda su multiforme extensión, explorado en paisajes jamás vistos por ningún terráqueo, o contemplaba las estrellas más allá de la Luna, grandes como frutas de luz maduras en los curvos ramos del cielo, y todo superaba las esperanzas más luminosas, y en cambio, en cambio era el exilio.
No pensaba más que en la Tierra. La Tierra era la que hacía que cada uno fuera ése y no otro; aquí arriba, arrancado de la Tierra, era como si yo no fuese yo, ni ella para mí ella. Estaba ansioso por volver a la Tierra, y temblaba de miedo de haberla perdido. El cumplimiento de mi sueño de amor había durado sólo el instante en que nos habíamos unido rodando entre Tierra y Luna; privado de su suelo terrestre, mi enamoramiento sólo conocía ahora la nostalgia desgarradora de aquello que nos faltaba: un dónde, un alrededor, un antes, un después. Esto era lo que yo sentía. ¿Y ella? Al preguntárselo estaba dividido en mis temores. Porque si también ella sólo pensaba en la Tierra, podía ser una buena señal, señal de que había llegado finalmente a un entendimiento conmigo, pero podía ser también señal de que todo había sido inútil, de que únicamente al sordo seguían apuntando sus deseos. En cambio, nada. No alzaba jamás la mirada al viejo planeta, andaba pálida por aquel espacio murmurando cantinelas y acariciando el arpa, como ensimismada en su provisional (así creía yo) condición lunar. ¿Era señal de que había vencido a mi rival? No; había perdido; una derrota desesperada. Porque ella había comprendido que el amor de mi primo era sólo para la Luna, y lo único que quería ahora era convertirse en Luna, asimilarse al objeto de aquel amor extrahumano.

Cumplido que hubo la Luna su vuelta del planeta, nos encontramos de nuevo sobre los Escollos de Zinc. Con estupor los reconocí: ni siquiera en mis más negras previsiones me había esperado verlos tan empequeñecidos por la distancia. En aquel mar como un charco los compañeros habían vuelto a navegar sin la escalera ahora inútil, pero desde las barcas se alzó como una selva de largas lanzas; cada uno blandía la suya, provista en la punta de un arpón o garfio, quizá con la esperanza de raspar todavía un poco del último requesón lunar y quizá de tendernos a nosotros, pobres desgraciados de aquí arriba, alguna ayuda. Pero en seguida se vio claramente que no había pértiga bastante larga para alcanzar la Luna, y cayeron, ridículamente cortas, humilladas, para flotar en el mar; y alguna barca en aquel desbarajuste perdió el equilibrio y se volcó. Pero justo entonces desde otra embarcación empezó a levantarse una más larga, arrastrada hasta allí al ras del agua; debía de ser de bambú, de muchas y muchas cañas de bambú encajadas una en otra, y para levantarla había que andar despacio a fin de que -fina como era- las oscilaciones no la despedazaran, y manejarla con gran fuerza y destreza para que el peso totalmente vertical no hiciera perder el equilibrio a la barquita.

Y sí: era evidente que la punta de aquella asta tocaría la Luna, y la vimos rozar y hacer presión en su suelo escamoso, apoyarse allí un momento, dar casi un pequeño empujón, incluso un fuerte empujón que la hacía alejarse de nuevo, y después volver a golpear en aquel punto como de rebote, y de nuevo alejarse. Y entonces lo reconocí, más aún, los dos —la señora y yo— reconocimos a mi primo, no podía ser sino él, él que jugaba su último juego con la Luna, una artimaña de las suyas, con la Luna en la punta de la caña como si la sostuviera en equilibrio. Y comprendimos que su destreza no apuntaba a nada, no pretendía alcanzar ningún resultado práctico, incluso se hubiera dicho que iba empujando a la Luna, que favorecía su alejamiento, que la quería acompañar en su órbita más distante. Y también esto era de él, de él que no sabía concebir deseos contrarios a la naturaleza de la Luna y a su curso y su destino, y si la Luna ahora tendía a alejarse, pues él gozaba de este alejamiento como había gozado hasta entonces de su cercanía.

¿Qué debía hacer, frente a esto, la señora Vhd Vhd? Sólo en aquel instante mostró hasta qué punto su enamoramiento del sordo no había sido un capricho frívolo sino un voto sin recompensa. Si lo que mi primo amaba ahora era la Luna lejana, ella permanecería lejana, en la Luna. Lo intuí viendo que no daba un paso hacia el bambú, sino que sólo dirigía el arpa hacia la Tierra alta en el cielo, pellizcando las cuerdas. Digo que la vi, pero en realidad sólo de reojo apresé su imagen, porque apenas el asta tocó la corteza lunar, yo salté para aferrarme a ella, y ya, rápido como una serpiente, trepaba por los nudos del bambú, bajaba a fuerza de rodillas, liviano en el espacio enrarecido, impulsado como por una fuerza de la naturaleza que me ordenaba volver a la Tierra, olvidando el motivo que me había llevado arriba, o quizá más consciente que nunca de él y de su final desafortunado, y en el asimiento de la pértiga ondulante había llegado ya al punto en que no necesitaba hacer esfuerzo alguno sino sólo dejarme deslizar cabeza abajo atraído por la Tierra, hasta que en esa carrera la caña se rompió en mil pedazos y yo caí al mar entre las barcas.

Era el dulce retorno, la patria recobrada, pero mi pensamiento sólo era de dolor por haberla perdido, y mis ojos apuntaban a la Luna por siempre inalcanzable, buscándola. Y la vi. Estaba allí donde la había dejado, tendida en una playa justo sobre nuestras cabezas, y no decía nada. Era del color de la Luna; apoyaba el arpa en su costado, y movía una mano en arpegios lentos y espaciados. Se distinguía bien la forma del pecho, de los brazos, de las caderas, así como la recuerdo todavía, como aún ahora que la Luna se ha convertido en ese circulito chato y lejano, sigo buscándola siempre con la mirada, apenas asoma el primer gajo en el cielo, y cuanto más crece más me imagino que la veo, ella o algo de ella pero sólo ella, en cien, en mil posturas diversas, ella por la que es Luna la Luna y que en cada plenilunio hace aullar a los perros toda la noche y a mí con ellos.

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jueves, 3 de octubre de 2019

Anti-monumento 68: la necesidad de la memoria


Anti-monumento 68: la necesidad de la memoria


Si alguien quiere modificar cualquier historia decretada por el gobierno mexicano, quizá necesite no sólo de sus dedos; sino de cincel, martillo y un juego de explosivos que se dediquen a desordenar el tiempo sin miramientos. 

El anti-monumento 68 es un artefacto dedicado a esa inmovilidad: un ariete para horadar la historia que no es verdad, sino infamia. Metido en una axila del Zócalo, con su inesperada presencia en una de las esquinas de la plaza pública más importante del país, el anti-monumento transgrede el espacio y la historia oficial. Nadie previno que un anti-monumento naciera en el Zócalo. Su cuerpo de metal no estuvo incluído en ninguno de los planos y no hay quien encuentre el programa de desfiles para honrarlo.  

No se instauró desde las alturas de las oficinas gubernamentales; sino desde la acción de un grupo de mexicanos que, como miles, indagan una herida; acaso una cicatriz mal cuidada. No es cicatriz si no cierra, dicen los médicos y quizá tengan razón; quizá nunca comenzó a sanar.  
  
El olvido como mentira 
Las “verdades históricas”, como bien se sabe, postulan como único antídoto del dolor al olvido. Pero el olvido de los crímenes es más bien una forma perversa de la mentira. El anti-monumento contesta a esa mentira con el dolor de su paloma de la paz acribillada por la crueldad de un gobierno que nadie está seguro de que se haya ido totalmente. Es entendible: cuando la sangre no ha dejado de manar, el dolor es la única forma de verdad posible.  

Como una denuncia de ese malestar, el anti-monumento sube en un remolino sediento desde el vientre atormentado de nuestra memoria. Tiene vocación de alarido; grita con claridad: fue el ejército, fue el Estado. 

Esa memoria no se queda anclada al dolor de nuestro pasado; sino que interrumpe nuestro presente y condiciona nuestro futuro. Mientras no seamos capaces de señalar, en el presente, con todos los dedos, con todos los puños y con todas las palabras a los culpables de la masacre de 1968, no podremos conseguir justicia para Aguas Blancas, la Guerra sucia, Tlatlaya o Ayotzinapa. Si no somos capaces de exigir el castigo a la represión de 1968, el tiempo de la impunidad seguirá triunfando.  
  
Sin memoria no hay justicia 
El 26 de septiembre de 2014, 43 estudiantes de la escuela rural Isidro Burgos de Ayotzinapa fueron desaparecidos, después de ser detenidos por agentes de la policía de Iguala y, presuntamente, entregados al crimen organizado. Esa misma noche tres estudiantes más fueron asesinados por la policía en enfrentamientos previos a esa desaparición. La noche de Ayotzinapa es, sobre todo, una noche de oscuridad que una investigación dirigida por el gobierno de Enrique Peña Nieto intentó clausurar. Según esa investigación, los estudiantes desaparecidos fueron asesinados e incinerados por integrantes del grupo criminal Guerreros Unidos en un basurero cercano de Cocula. El ex-procurador Jesús Murillo Karam defendió, con un gesto definitivo, esa “verdad histórica” en cadena nacional el 27 de enero de 2015. 
  
No es casualidad. El 26 de septiembre de 2014, los estudiantes de Ayotzinapa fueron desaparecidos en medio de las acciones para asistir a la marcha del dos de octubre que conmemora cada año la represión del movimiento estudiantil de 1968. Después de más de 45 años, el tiempo de la impunidad con su enorme e insaciable boca alcanzaría a Ayotzinapa. Nadie lo ha detenido: el tiempo de la impunidad sigue corriendo detrás de todos. El anti-monumento nos recuerda: para vencerlo no necesitamos perdón ni olvido; sino memoria y justicia. 

Foto Vicente Arista
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