Cusicanqui y Federici: feminismo imprescindible
Recuento insospechado de daños del Zócalo al Metrobús
Dos Silvias, una Cusicanqui
y otra Federici, ofrecieron una plática el pasado domingo 14 de octubre
en el Zócalo de la Ciudad de México. Dijo, ante un nutrido auditorio,
la Cusicanqui:
[Necesitamos
valorar] “La propuesta más altamente filosófica de la lucha de las
mujeres. Es decir que lo de las mujeres no es una cosa de mujeres; ni
vamos a hablar, con Silvia Federici, de cosas de mujeres; sino que vamos
a hablar de cosas del mundo, de cosas del planeta" (...) [en el que es
necesario establecer] “alianzas entre mujeres, pueblos indígenas, y
pobladores urbanos empobrecidos, sobre todo el mundo juvenil urbano que
es el que está siendo convertido en desechable”.
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Dale click a la foto para ver la plática completa. |
Federici agregó en su simpático español de angloparlante: [Así es], “No somos (sic)
aquí para hablar solamente de la vida de las mujeres o de que la lucha
de las mujeres es una lucha para elevar las condiciones de las mujeres.
Tan importante que esto es.” (...) “Cuando hemos empezado a mirar
pasado-presente (...) desde una perspectiva que llamo feminista, vimos
que cambiaba toda la mirada, cambiaba la concepción de qué es el
capitalismo”.
Rita Segato, citada en esa charla, de manera quizá más enfática, insiste desde hace tiempo en que el feminismo no es una cuestión de mujeres contra
hombres. También insiste, de una forma mucho más profunda que una mera
provocación, que los hombres no somos monstruos depredadores y crueles;
sino sobre todo “las primeras víctimas del patriarcado”. Lo afirma
incluso en los casos de violadores confesos y sentenciados. Yo le creo,
sobre todo porque cuando lo dice no lo hace con el ánimo de decretar una
competencia por el “primer premio de las víctimas del patriarcado”.
Nadie debería querer ganar ese concurso.
Me retiro del Zócalo. Escucho en mis sienes a Cusicanqui y a Federici, recuerdo los textos de Segato, y me siento fiel a mi primera militancia: la de hombre feminista.
Me
pregunto qué tan cerca están de ellas las decenas o centenas de chicas
que he visto perseguir a hombres con los gritos de “verga violadora a la
licuadora” o denunciarlos por acoso en las paredes de Ciudad
Universitaria, por ejemplo. Casi nunca supe por qué se perseguía a esos
hombres y no a otros: la batahola nunca permitió entender demasiado. Sé,
porque me hice cargo de preguntar a mis amigas, que al menos en algunos
casos ellas y otras no sabían si los gritos tenían justificación o no.
Eso no impidió que, como muchas, igual persiguieran, igual gritaran,
igual denunciaran: “Yo te creo hermana”. Y a veces nadie supo quién era;
en dónde estaba la hermana a la que había que creer.
No
me malentiendan: ninguna mujer debe ser molestada en la calle; ni
humillada en el trabajo ni presionada sexualmente en la escuela, el
antro o las oficinas. ¡Ni madres hombres: no hay excusa que valga!
Ninguna
mujer debe ser violada o asesinada mientras está consciente o
inconsciente, borracha o sobria, drogada o lúcida, casada o soltera,
lujuriosa o recatada, violenta o pacífica. Ninguna mujer debe ser
violada o asesinada: punto. ¡Ni madres Estado: no hay excusa que valga!
Como no la hay para justificar la impunidad en el 99% de los crímenes
hacia hombres y mujeres de este país.
Además,
estoy consciente de que la estructura de justicia estatal y la
sociedad, en sí mismas, están acomodadas de forma tal que la primera
juzgada en una denuncia jurídica casi siempre es la mujer que denuncia.
No necesita llegar a los tribunales. Los políticos, la policía, el
ministerio público, los funcionarios, la familia, las amigas y las redes
sociales finiquitan el juicio con la misma presteza con que se juzgaba a
las brujas hace siglos. Una red de complicidad protege a los agresores
con prácticas que van desde el sutil silencio hasta la más cínica
corrupción jurídica o la descalificación de las denunciantes de las
mujeres por putas o por busconas.
Pero
quiero en estas líneas ir más allá porque ante todo no se puede
consentir que se prohíba el pensamiento por incómodo que sea. ¿Por qué
muchas feministas reclaman algo de lo que en muchos casos no tienen
elementos para juzgar? Repito la pregunta a la luz de lo que recién
escuché: ¿qué tan cerca estarán esas chicas persecutoras de ese
feminismo que escuché en el Zócalo? Rita Segato
diría, al menos, que aún en el caso de que los hombres en cuestión
resultaran responsables de lo que se les incrimina, el castigo de un
feminismo punitivo no da soluciones. Yo agrego que, en el mejor de los
casos, da salida a la rabia contra la opresión patriarcal. No es poca
cosa. Ahora, ello no garantiza que la propia forma de esa rabia no sea,
en sí misma, patriarcal. “El violador es sobre todo un aleccionador
moralista”, sentencia la antropóloga argentina. Yo sospecho que mis
amigas nunca quisieron alcanzar a esos hombres que perseguían, que
denunciaban, que acusaban, que linchaban en las redes con la misma
presteza con la que ellas mismas han sido juzgadas. ¿Qué harían si los
alcanzaran? ¿Los patearían? ¿Los arrastrarían? ¿Los encarcelarían? ¿Los
violarían o los acosarían siguiendo el dictamen del “ojo por ojo”? La
verdad es que no creo que hicieran nada de eso. Lo que persiguen esas
feministas es más bien aleccionar a una sociedad indiferente ante el
sufrimiento de las mujeres. Quieren dar un escarmiento, poner un
ejemplo, moralizarnos a todos.
Si a algo se parecen aquellas persecuciones, y buena parte de las
expresiones feministas de hoy en día, es a actos aleccionadores y
moralistas. Sin embargo, ¿en qué momento un acto aleccionador es un
reclamo ético legítimo y en qué momento es una mera reproducción
resentida de la violencia patriarcal? ¿Qué tan efectivo es un acto
moralizador si no ataca radicalmente las razones del crimen? Después de
todo, Segato señala al carácter aleccionador del violador como la seña por excelencia del patriarcado [1].
Camino por avenida Madero frente a Bellas Artes. Me pregunto: ¿qué tan cerca estará de Segato, Federici o Cusicanqui
aquella chica que el 8 de marzo de 2017, justo en un templete aquí
frente al Hemiciclo a Juárez, nos corrió a todos los hombres que
apoyábamos la marcha de conmemoración del día de la mujer porque “los
hombres no pueden ser aliados”? Desde el templete, nos recetó una
retahíla de mentadas, ofensas y agresiones en mi opinión bastante
patriarcales. No encuentro de qué forma ser un “hijo de la chingada”
puede no ser patriarcal. Habría que preguntarle a un patriarca por
excelencia: Octavio Paz. Todo hay que decirlo: la arenga de esa chica se
dio entre muchas que la abucheaban y otras que la aplaudían.
Tomo
el Metrobús; respeto la división del espacio exclusivo para mujeres.
Nunca he estado de acuerdo con estas divisiones. Me parece que la
convivencia respetuosa entre hombres y mujeres no se promueve
poniéndolos en distintos cajones. Sé, sin embargo, que ninguna mujer
merece bajar del autobús ni de ningún lado con los pechos manoseados,
con la espalda escarceada, con la cintura sobada, con la vulva
estrujada, con las nalgas restregadas por penes erectos. ¿Por qué
demonios cualquiera debería soportar ese tráfico no deseado de su
cuerpo? Si la división evita en alguna medida ese abuso, vale la pena
―sólo en ese sentido pragmático― esa división.
No obstante, pienso en Cusicanqui
y Federici y rechazo con ellas el feminismo que sólo se concentra en
crear leyes de protección a las mujeres como las normas del Metrobús o
las leyes pro-aborto.
Para mí el resultado de dicho feminismo es previsible: con frecuencia
termina en una política que no cuestiona la opresión; sino que confunde
paliativos con soluciones parciales y ensaya, con el tiempo, el arte tan
excelsamente perfeccionado en México de dar atole con el dedo. De
nuevo, no me malentiendan: el acceso al aborto debe ser un derecho
garantizado, sin reparo alguno, para cualquier mujer que lo desee. Un
derecho tan relevante como la atención médica que debe ser garantizada,
sin reparo alguno, para cualquiera cuya condición clínica lo demande. El
que en México ni en uno ni en otro caso estén garantizados esos
derechos señala la urgencia de postularlos permanentemente; de luchar
por ellos.
Dije
que el feminismo fue mi primera militancia. Es cierto. Aunque nací en
un hogar iletrado, pero marxista; fue el abuso de género el que me
convocó a la política apenas salí de la niñez. Sin embargo, aunque muy
importante sea, no me volví feminista sólo porque tuve una madre
oprimida (como todas las madres de mi entorno) ni porque por años haya
rechazado con dolor a esa madre por dejarse humillar. Asimismo, no me
volví feminista porque tenga hermanas a las que algún imbécil les haya
arrojado semen mientras se masturbaba en el transporte público. Tampoco
me volví feminista solamente porque con el tiempo acumulé amigas, ex-novias
o amantes que han sido abusadas o violadas por conocidos. Ni siquiera
soy feminista porque tuve ―ya no tengo― a mi amiga E. que fue maniatada,
violada y asesinada en Ecatepec con una crueldad carnicera, de esas que
producen titulares en el espectáculo terrorífico de los medios.
Aunque todo ello bastara, no me volví feminista sólo por eso.
Soy feminista, en buena medida, porque el puto [2] patriarcado a mí también me jodió y me sigue jodiendo. Fue el puto
patriarcado el que me obligó a defenderme, con herramientas que nunca
dominé, en un barrio en que te rompían la madre como parte de tu
entrenamiento cotidiano. Gané pocas peleas; en un par de ellas, me
venció mi prima. Yo tuve suerte: a algunos de mis amigos de la infancia
dicho entrenamiento los condujo a ser asesinados en la juventud.
Fue también el puto
patriarcado el que me obligó a pelear con mi mejor amigo a los 8 años
bajo la mirada complaciente de nuestros padres que se veían todas las
semanas para discutir a gritos de futbol, de política, de la vida
diaria. Lo hacían de tal forma que ―aunque nunca se dieran cuenta―
discutían todo el tiempo sobre quien tenía el pene más largo y más
gordo. Aquella tarde, como eran un par de pendejos aburridos, en lugar
de discutir decidieron medirse el pene poniendo a pelear a sus hijos.
Nos compraron guantes de box y nos obligaron a golpearnos en el patio de
la casa. Después de la excitación inicial y unos veinte minutos de
reyerta, mi amigo y yo acabamos llorando en aquel patio. Es la única
pelea que hemos tenido en más de 30 años de conocernos y también la
perdí.
Soy feminista porque fue el puto
patriarcado el que ya adulto me mandó al hospital con traumatismo
cráneo-encefálico y la nariz rota en cinco pedazos por oponerme a la
opresión de un macho alfa, ese sí de a de veras, no como otros... Acabé “poliputeado”, bromeó un amigo de toda la vida. Soy feminista porque en buena medida es por el puto
patriarcado por el que no pocas veces se me ha dedicado sobre todo
desdén y discriminación por no querer fundar una familia, tener una
esposa y una amante, comprar una casa grande y una casa chica, pagar un
coche para ser un hombre de verdad, un iPhone de última generación e
invitar las putas para cerrar tratos con mis socios los fines de semana.
Para el puto patriarcado soy casi un parásito: un loser descartable.
Soy feminista porque a pesar de que desde muy joven soy un experto en las palabras, por el puto
patriarcado no he podido contar esto con la extensión, detalle y vigor
que se merece. Hace años que le doy vueltas a un proyecto llamado
“Tribulaciones de un feminista insumiso”. Es un fracaso: cada vez que lo
intento cavo un pozo de llanto; avanzo un párrafo cada medio año. Hay
prosas que cuestan tanto que es algo menos doloroso escribirlas sin
palabras.
El
feminismo no sólo llegó como mi primera militancia: se quedó para
inscribir otras con él. No entiendo ninguna lucha de emancipación sin
ser feminista. No entiendo ningún feminismo sin ser una lucha de
emancipación en todas sus dimensiones. Según yo, es simple: no sólo hay
que abrazar la complejidad, hay que ser las palabras de la complejidad
misma. Quien dice género, debe decir clase, debe decir raza, debe decir
ecología, debe decir anticapitalismo: debe estar alerta para nombrar a
la crueldad sin fragmentarla. Ello no tiene nada que ver con el lenguaje
inclusivo: ese maquillaje de la corrección política que no toma en
serio ni al lenguaje ni al pensamiento ni a la política. Se engañan
quienes creen que hay palabras culpables; lo que hay son significados
crueles que nunca son sólo palabras. En todo caso, quien dice sólo
género; sin decir clase, sin decir raza, sin decir anticapitalismo, no
persigue la liberación. Más bien acaba casi siempre en un narcisismo
victimista: una política de identidad por “ser esencialmente mujer”. Y
como dice Cusicanqui,
hay que rechazar todas las políticas de identidad basadas en la
“esencia de la mujer”. Agrego que al menos habría que preguntarse, como
lo haría Alain Badiou, uno de mis autores antiesencialistas de cabecera: ¿qué es una mujer? Y, sobre todo: ¿de qué género es?
Soy
feminista. Me bajo del Metrobús después de dos estaciones y recuerdo
todas las veces en que mujeres feministas me han dicho que tener pene
entre las piernas y ser feminista es imposible. No me importa. Soy
feminista. Debe tener algo de solidaridad; pero no soy buena onda, ni
una víctima, ni una perita en dulce; como no lo es ningún hombre ni
ninguna mujer. El árbol de las frutas azucaradas hace mucho tiempo que
se secó, si es que alguna vez existió. Por el puto patriarcado he dañado a mujeres y, por el puto
patriarcado, algunas mujeres me han dañado a mí. Por el puto
patriarcado me he cebado con sevicia sobre otros hombres y otros hombres
han abusado de mí por el puto patriarcado.
No
soy un aliado: soy feminista y no es una concesión hacia nadie. No soy
homosexual; no soy impotente; no soy amanerado; no soy un fracasado; no
soy un mediocre: soy feminista. Es una lucha de sobrevivencia con todos
los que quieren luchar con todas y con todas las que quieren luchar con
todos. Estoy en la lucha, aún sin esperanza, como dice Cusicanqui. Soy feminista: quizá sin talento, quizá a lo pendejo. Soy feminista. Yo, como todas, a nadie necesito pedirle permiso.
[1] Además de los escritos de Rita Segato,
nunca está de más recomendar la siguiente entrevista que ilustra su
feminismo enriquecido por un largo trabajo con violadores: Rita Segato explica qué pasa por la cabeza de un violador (https://www.youtube.com/watch?v=GwK0Mw9EITA
[2] Aunque este no es el lugar para explicarlo a detalle, defiendo que ni puto ni ninguna otra palabra es ofensiva o discriminatoria en sí misma. En todo este escrito, la palabra puto
no es usada como un insulto homofóbico. El lenguaje inclusivo, en mi
opinión, es altamente susceptible de caer en un pensamiento simplista en
que no se valora el contexto de significado de las palabras; sino que
se asume que dicho significado se reduce a priori a la historia de las crueldades humanas. Una forma mucho más divertida de explicar porque decir puto sol o puto coche no es homofóbico, se puede encontrar en el magistral artículo: Todos somos putos de Mauricio Cabrera: (http://juanfutbol.com/articulo/maca/todos-somos-putos).
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