Aulas sin sombrilla
Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales.
Recuerdo infantil. Antonio Machado.
Recuerdo infantil. Antonio Machado.
Finalmente,
a los 23 años, me convertí en profesor titular de la facultad de
Ciencias de la UNAM. Ahí di clases, de manera interrumpida, durante
unos 6 años sobre teoría evolutiva, filosofía, epistemología
informal para biólogos e historia. De manera paralela a mi cátedra,
trabajé en preparatorias de barrios pobres y conflictivos. Tenía
estudiantes que vivían en terrenos invadidos; otros que habían
salido del Tribilín o el reclusorio; algunos que eran incapaces de
leer un párrafo en voz alta sin tropezarse. Nunca me ha gustado que
me digan “profe” o “maestro”, pero para entonces, tanto en la
universidad como en otros lados, me había hecho fama de “profe”
mal hablado, peor vestido, algo rudo, y con un talento para la
diplomacia propio de un rinoceronte ciego practicando una cirugía.
En todo caso, aunque siempre rechacé cualquier receta pedagógica,
he creído en la educación ─tanto dentro como fuera de las aulas─
como se cree en los placeres llenos de rigor. Algo que para que sea
real debe trascender totalmente la desidia, el victimismo, la abulia,
y sobre todo la idea neoliberal de que la educación “debe servir
para insertar a los estudiantes en el mercado de trabajo”. Una
especie de obsesión apegada sin concesiones a la voluntad: alérgica
a toda demagogia, a toda crueldad y a todo utilitarismo. “Demasiado
Schopenhauer”, dirían los escépticos; “una estupidez idealista
o bolchevique”, diría algún funcionario de esos que hacen y
deshacen reformas educativas sin entender qué es el idealismo o cuál
es la diferencia entre bolcheviques y mencheviques (¡para qué te
sirve eso!).
No
siempre me fue bien durante esos años. Una colega algo entrada en
años me acusó ante la coordinación de la carrera de usar palabras
“altisonantes” y excedidas de confianza en mi clase. Más de un
estudiante quiso negociar su calificación con amenazas de cadenero.
Alguno intentó romperme la cara de un cabezazo; otro saboteó los
frenos de mi bicicleta para que me divirtiera en la pendiente mortal
del regreso; una tercera huyó de mi clase y me acusó de tener una
mirada tan perturbadora que la obligó a ir al psicólogo. A veces
creo que es el piropo más sincero que me han hecho. A veces pienso
que alguien me acecha con ímpetus vengativos en la obscuridad.

Pero
la vida da muchas vueltas. Después de años de deambular entre
países, provincias, y sobre todo proyectos bellos, imposibles y
agotadores, decidí darme otra oportunidad en la academia; sin
abandonar, por supuesto, los proyectos bellos, imposibles y
agotadores. Recientemente, acabé en la UAM un seminario de
sustentabilidad que transformé en un curso intensivo de ecología
política. Como siempre, no todos acreditaron y los que lo hicieron
no fue con poco esfuerzo; pero la verdad es que para mi fue una
prueba en la que el placer se reivindicó. Fue gozoso trabajar con
compas llenos de entusiasmo y verificar que el pensamiento crítico,
aún doloroso y para nada obvio, puede dar significados a una vida
esencialmente absurda, como diría mi admirado Albert Camus.
En
todo caso, no sé si Michel Foucalt, Iván Ilich y compañía tengan
razón; pero si un estudiante que, quiere ser administrador de
empresas, puede escribir una reflexión que critica la idea del
crecimiento económico detrás del tren maya; si algún futuro
ingeniero biotecnólogo es capaz de deducir que su tendencia a buscar
“estrategias óptimas para solucionar problemas” puede ser parte
del problema; y si un grupo de estudiantes entrega un ensayo
inobjetable con un epílogo con consignas para mi harto deslavadas,
pero totalmente vibrantes para ellos (¡estudiar, aprender para el
pueblo defender!); entonces, puede ser que la casualidad que somos la
educación escolarizada y yo mismo no esté del todo perdida.
Aprender para pensar; pensar para actuar; actuar para resistir;
resistir para ser algo más que un mero reproductor de ese conjunto
de apatías que en nuestros descuidos llamamos vida.
La
lluvia en los cristales puede ser aún monótona; pero su forma de
mojar ―como bien sabía Machado― quizá pueda enseñarnos a no
tener miedo de vivir empapados.
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