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domingo, 2 de septiembre de 2012

La política de lo posible, Alain Badiou y el fraude a la democracia Parte III

Texto publicado originalmente en Replicante el 17 de agosto del 2012:

http://revistareplicante.com/la-politica-de-lo-posible/

Badiou o la política como verdad


Todo esto termina por asquear tanto al ciudadano atento a los tinglados del poder como al desencantado y desdeñoso de la política electoral. A la larga los integrantes de la comunidad acaban absolutamente hartos de un discurso que sienten igual de relevante que las discusiones entre las porras de diferentes equipos de futbol. Catarsis de fin de semana que poco tienen que ver con el agobio de la vida cotidiana. Pasadas las elecciones o eventos similares se regresa al trabajo, a la escuela, al parque y a la vida precaria a la que estamos destinados más allá del ejercicio de poder que se nos impone desde las instancias gubernamentales.
Por fortuna, la política electoral no es necesariamente la única y por supuesto no es la mejor forma de entender la política. De hecho, para algunas de las mentes más lúcidas de este siglo renunciar a la democracia electoral no es cerrar los caminos de la política, sino un requisito indispensable para abrir un horizonte de verdadera política. Una de esas mentes es Alain Badiou, uno de los filósofos más importantes de la actualidad. Para este filósofo francés la política debe entenderse como un proceso en el que, a diferencia de un simulacro, se crean verdades que le dan sentido a palabras como justicia o democracia en una comunidad concreta. Las elecciones en esta perspectiva no son política sino mecanismos de gestión de puestos de poder entre algunos privilegiados; el gobierno no es otra cosa que la institución que asume el ejercicio de poder pero no de la política. Así que la idea de que renunciar a la democracia electoral es autocastigarse o marginarse de la vida política —como muchas veces han argumentado los críticos del abstencionismo electoral y el voto nulo— pierde sentido: la abstención no es autocastigo porqu
 no se espera nada de la política electoral independientemente del partido ganador; no hay automarginación porque los sujetos se concentran en formas de política que sí ofrecen un horizonte de justicia, igualdad y libertad.

La política para Badiou es un caso particular de varios tipos de procesos de verdad que nos dan sentido como “sujetos”. Sin embargo, en esta filosofía el mero individuo no es un “sujeto”. Un individuo es un “alguien” con un potencial no desplegado hasta no verse inmerso en un cambio que modifica radicalmente la estructura de su vida. A este tipo de transformaciones Badiou las llama “acontecimientos”. Algunos ejemplos de acontecimientos son: cuando el evento del amor transgrede enteramente la vida de alguien, cuando un grupo de militantes genera un movimiento de emancipación contra una situación inaguantable, cuando un científico percibe en su trabajo la inminencia de una nueva teoría o cuando un artista sospecha en su obra la fuerza que quebranta y sublima a los seres humanos. Como es evidente para Badiou, la política, como todo proceso de verdad, es esencialmente un acto creativo y comparte muchas características con el amor, el arte y la ciencia. Un hombre o una mujer sin esos procesos no son más que su materialidad animal, absolutamente equiparables a un escarabajo o un canario. Esto no significa que todos debamos ser políticos, científicos o artistas; el placer de la experiencia artística, la portentosa inquietud del conocimiento adquirido, el ardor del amor, la audacia de una acción colectiva, la creación en suma es accesible para todos. Sólo a través de los acontecimientos los individuos se configuran en sujetos, crean verdades y se alejan de su continuidad animal, de su cotidianidad anodina, de su parsimonia vacuna.

Durante el acontecimiento se crean verdades que dependen absolutamente de los afectos, empeños y aficiones del sujeto en la situación concreta en la que se encuentra. Sin embargo, la “verdad” —un concepto clave en la filosofía de Badiou— debe entenderse apropiadamente. Una verdad no es un conjunto de conceptos abstractos y definidos idealmente de antemano que permite discriminar lo real y lo irreal; sancionar lo correcto y lo errado; estipular lo bueno y lo malo. Una verdad, en el sentido badiouano, no existe más que en el proceso en que se recrea en enunciados, en símbolos, en imágenes y en dinámicas que emergen cuando el ser humano se atreve a transformar el curso cotidiano de su existencia. Los sujetos al estar inmersos en un acontecimiento político no sólo crean continuamente verdades, sino que se conducen con un “interés desinteresado” radicalmente alejado del pragmatismo y la utilidad realista tan frecuente en el ambiente de la negociación del poder establecido. Los sujetos, manifestantes por ejemplo, están dispuestos a marchar por horas, aunque todo mundo les diga que es inútil o estúpido hacerlo; los obreros se aferran a sus peticiones y sus barricadas aunque la junta de conciliación y arbitraje declare ilegal su huelga; las mujeres se niegan a prostituir su sexualidad en el trabajo o en el hogar aunque se les insista, amenace o presione bajo el argumento “realista” de las ventajas de hacerlo; las prostitutas se niegan a ser consideradas escoria social que puede ser desechada a voluntad aunque sus clientes, la autoridad o las sociedades de la decencia les escupan a la cara la “realidad innoble” de su profesión; los pueblos indígenas defienden —de la ambición de la industria minera, por ejemplo— el lugar que por siglos le ha dado sentido a su comunidad, aunque el mundo se burle de sus dioses y tradiciones; las víctimas, los hombres, las mujeres, los inmigrantes se niegan a ser objeto de una violencia instrumentada por la criminalidad y el Estado, aunque les recuerden en todo momento la irreparable realidad de sus muertos y la supuesta necesidad de los “daños colaterales”.

La política que nos ofrece Badiou está cimentada en la realidad de las situaciones concretas de cada sujeto. Depende de la realidad, es cierto, pero al mismo tiempo trasciende la propia realidad para anclarse en un ideal que se expresa en tantas formas como políticas de emancipación existan. En esta política no hay un universo cerrado que prescriba las formas “adecuadas” o “correctas” de hacer política, sino que cada colectivo de sujetos decide sus propias estrategias de creación de verdad, y la consistencia de su política depende únicamente de la capacidad que tengan de ser fieles a la política que ellos mismos crean. Pero la fidelidad de la que habla Badiou nada tiene que ver con la adhesión acrítica e inflexible. Si la esencia misma de la política es su capacidad de permanente transformación, la política como verdad debe asumir el acontecimiento y, al mismo tiempo, rechazar la ortodoxia y la burocratización. No hay nada que descalifique de antemano alguna forma específica de hacer política en la medida en que ésta se mantiene como un permanente proceso de creación, y que responde a las situaciones particulares de cada colectivo, y no a la voluntad estática e impuesta de algún candidato, de las instituciones, del Estado o de alguna burocracia partidaria.

El resultado es que para Badiou la política posible es accesible para todos; no se circunscribe a un grupo de privilegiados ni a la acción en un grupo de instituciones que la mayor parte de las veces se encargan de diluir u obstaculizar cualquier intento de política. Para Badiou, más allá de la realidad objetiva, lo que importa en política es cómo los sujetos a partir de las arenas de la imposibilidad prueban nuevos caminos de posibilidad.

 

La política de lo posible

Los defensores de la política electoral, independientemente de sus tendencias ideológicas, comparten un grito de batalla: “Hay que ser realistas”. La mayor parte de ellos argumentan que la lucha por el poder entre distintos actores políticos responde a la objetiva necesidad de administrar la sociedad. Los científicos sociales de corte liberal argumentan que esas luchas generan los equilibrios de poder necesarios para exorcizar cualquier tentativa de totalitarismo. Los cínicos, de uno u otro gremio, aducen que la política electoral en México es un exacto reflejo de la realidad de su pueblo: ¡Cada pueblo tiene el gobierno que se merece! El pueblo mexicano, dada su idiosincrasia, su mediocre realidad espiritual y ética, merece la política lamentable que vive. Nada de esto es verdad. Como veremos, el hombre admite el propio asesinato de la política en cuanto acepta como ley natural la imposición de lo estrictamente real y posible, del juicio de lo necesario, de la gestión de poderes y el devenir reglado como única forma de política.

La política electoral en México ha derivado en un sistema en el cual una élite, lejos de administrar el poder y los recursos para bien de la comunidad misma, los explota para beneficiar los intereses de una minoría. En este sentido la idea de que la “democracia es un mal necesario” para administrar la sociedad está más cerca de un discurso interesado en la perpetuación del sistema que en su defensa instrumental para desplegar políticas verdaderas.

Por otro lado, como apunta correctamente Marcuse, el totalitarismo no sólo es “una coordinación política terrorista de la sociedad, sino también una coordinación técnico-económica no-terrorista que opera a través de la manipulación de las necesidades por intereses creados, impidiendo por lo tanto el surgimiento de una oposición efectiva contra el todo”. De manera más concreta Marcuse nos aclara: “No sólo una forma específica de gobierno o gobierno de partido hace posible el totalitarismo, sino también un sistema específico de producción y distribución que puede muy bien ser compatible con un ‘pluralismo’ de partidos, periódicos, ‘poderes compensatorios’, etc.”6 Como vemos, el totalitarismo puede convivir perfectamente codo a codo con la democracia electoral.

Finalmente, el argumento de que el pueblo mexicano tiene el gobierno que se merece es absolutamente insostenible. La política nunca ha podido basarse en la mera verificación de la realidad —sea ésta buena o mala— de una comunidad, pueblo o sociedad, porque al hacerlo se queda anclada al ámbito de lo real. Toda política, incluso todo simulacro de política, apela a enunciados de potencialidad: al futuro que —aunque no se pueda verificar en el momento en que se propone la política— se vislumbra o promete mejor que el presente.


En efecto, una verdadera política apunta potencialmente a la justicia, a la erradicación de la violencia, a la emancipación de los individuos de su condición de opresión. Sin embargo, la simple verificación de la realidad no arroja en sí misma ninguna luz o espacio en el cual desplegar la política de cualquier sociedad. En el caso particular, la realidad mexicana es precisamente la imposibilidad de la política como justicia o libertad. Evidencias de esa imposibilidad sobran. Baste echar un ojo a nuestro sistema de justicia, a nuestra podredumbre educativa o a la ortodoxia y corrupción de nuestros partidos políticos para darnos cuenta de que poco hay en esa realidad que pueda articular una política de libertad y justicia. Además, es claro que no existe política en el simple hecho de acumular las realidades de los individuos, ponerlos bajo un mismo techo y propiciar que intercambien opiniones y puestos de poder. Ahí tenemos nuestras cámaras legislativas y nuestros partidos políticos: lugares en donde es más fácil encontrar un convenio para explotar injustamente amplias poblaciones de México que un principio de justicia. La política posible no está ahí. Esa política parlamentaria no es más que el reino de la rapiña y el consenso comercial, la gestión de poder, la repartición de las agrupaciones y las instituciones desde las que se administra la violencia laboral, militar y social.

¿Significa esto que la política es imposible? No precisamente. Lo que significa es que la política no puede fundamentarse en una supuesta realidad objetiva que podemos estudiar con la neutralidad del discurso científico. Esa objetividad que tecnócratas y marxistas se han empeñado tanto en medir para justificar la evolución de las sociedades por las fuerzas macroeconómicas o la lucha de clases. Argumentos igualmente olvidadizos de que la política se centra en los sujetos que la hacen; en cómo se comprenden esos sujetos en situaciones concretas e inéditas y en qué elementos intervienen para que esos sujetos decidan organizarse con una fuerza que reside en ellos, pero también en un exceso de ellos. De esta forma, ninguna pretensión de cuantificar o medir la realidad científicamente es capaz de dar cuenta de la política. En vano se empeñan los economistas para determinar las condiciones de acción de los individuos por medio de una objetividad siempre engañosa. Una dimensión basada en los ideales compartidos de los sujetos y que se sustrae a las dinámicas económicas es lo que da cuenta de sus acciones políticas. Consecuentemente, la política sólo es posible una vez que es liberada de la tiranía de los números, de la opresión de los sujetos por lo numerable: número de votantes, número de manifestantes, número de huelguistas, número de encuestas, etcétera.

Igualmente, es claro que entender la política a partir de lo cuantificable, de la numeralia de la realidad objetiva convertida en institución, promueve un discurso en que todo continúa en el mismo estado de injusticia y opresión. Si se sigue esa lógica de la realidad se tendría que afirmar, por ejemplo, que Peña Nieto, al ganar en unas elecciones llenas de irregularidades pero finalmente amparadas por el sistema jurídico que las produce, llegaría al gobierno bajo el amparo de un proceso “políticamente democrático”. Es necesario rechazar las falacias de un simulacro de política por más que se les defienda con el argumento de una realidad objetiva y cuantificable: no hay nada de político ni de democrático en la victoria de Enrique Peña Nieto, aunque los votos se hallan contado minuciosa y correctamente.

La verdad es que la única política posible es ese espacio desplegado más allá del reparto de las opresiones reales y de los poderes objetivos. Para la política de lo posible la imposibilidad objetiva es absolutamente irrelevante, como para los enamorados es absolutamente irrelevante que se puedan verificar decenas o miles de objeciones que cuestionen la posibilidad misma del amor. Por supuesto, este tipo de política es utópica. Empero, como diría Oscar Wilde,7 “Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece ni mirarse pues deja fuera el país en el que la Humanidad está siempre desembarcando”. Como hemos visto, también se puede argumentar que esta política es imposible. Imposibilidad que, por otro lado, no ha impedido que los zapatistas, los wixárikas, las mujeres, los estudiantes, los trabajadores y muchos más hagan la política posible en nuestro país. En ese sentido quizá sea mejor decir que la política de lo posible se basa precisamente en el hecho mismo de su imposibilidad. O mejor dicho, que la política de lo posible es aquella que afirma infinitos posibles a partir de los despojos de la imposibilidad.

Un corolario necesario del presente ensayo es que en el caso particular de México, el fraude no nació el 2 de julio de 2012, ni siquiera el día que comenzaron las campañas. La verdad es que el fraude siempre estuvo ahí. De él participaron no sólo la realidad objetiva del descaro de la compra y coacción de votos en marcha desde hace meses, sino la complicidad de todos los partidos que negociaron el consejo ejecutivo del instituto federal y la legislación electoral para privilegiar sus parcelas de poder sobre la equidad de las elecciones. Si bien es cierto que quizá el propio ejercicio electoral nunca fue una alternativa real de lucha democrática, su impugnación y rechazo sí que lo puede ser: no como la defensa de un partido cómplice, sino como una expresión de rechazo por parte de los sujetos a un simulacro de democracia que se escuda en los procedimientos efectivos para esconder su grotesca cara de inoperancia y corrupción. México no tiene lugar para el desánimo: la política posible está y siempre ha estado en los pasos de quienes la crean. Esperemos que a nadie le falte el aliento, a nadie le falten los ojos, a nadie le falten los huesos para hacer política. 
Bibliografía
Alain Badiou, Manifiesto por la filosofía, Madrid: Cátedra. 1989.
———————, El ser y el acontecimiento, Buenos Aires: Manantial. 1999.
——————— y Peter Hallward, “Politics and philosophy”, Angelaki, vol. 3, no. 3, 1998.
———————, San Pablo, Barcelona: Anthropos, 1999.
———————, Condiciones, México: Siglo XXI, 2003.
———————, La ética. Ensayo sobre la conciencia del Mal, México: DF, 2004.
———————, Lógicas de los mundos: el ser y el acontecimiento, 2, Buenos Aires: Manantial, 2008.
———————, Filosofía del presente, Buenos Aires: Capital Intelectual, 2010.
Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”, sitio web consultado el 5 de agosto del 2012.
Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona: Seix Barral, 1972.
Oscar Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo, sitio web con versión en fichero consultado el 12 de agosto del 2012.
 
Notas
1 Augusto Monterroso (1921-2003) fue un escritor guatemalteco que le cobró un enorme cariño a nuestro país. Maestro del relato breve escribió lo que hoy con frecuencia se conoce como el cuento más corto del mundo. Éste es el cuento de talante profético al que se hace referencia en este ensayo y que se puede consultar en sus Obras completas, p. 75.
2 Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, capítulos 2 y 4.
3 Las evaluaciones globales obtenidas por Arena Electoral en más de treinta áreas específicas por candidato son: Enrique Peña Nieto, 5.4; Andrés Manuel López Obrador, 5.9; Josefina Vázquez Mota, 5.2; Gabriel Quadri de la Torre, 4.0. Aunque se observan discretas diferencias, es evidente que un análisis de varianza de las evaluaciones emitidas por los expertos pondría en evidencia que las propuestas, consideradas de manera global o por áreas, son estadísticamente indistinguibles al menos entre los candidatos con evaluaciones más cercanas (es decir, probablemente con excepción de Quadri). Más información aquí.
4 Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”; se puede consultar aquí.
5 Véase.
6 Herbert Marcuse, idem, p. 33.
7 Oscar Wilde en “El alma del hombre bajo el socialismo”.

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La política de lo posible, Alain Badiou y el fraude a la democracia Parte II

Texto publicado originalmente en Replicante el 17 de agosto del 2012:

http://revistareplicante.com/la-politica-de-lo-posible/


Medir el mundo de la necesidad y negociar el mundo de la realidad


La política y la democracia quedan así reducidas a la dinámica electoral con que los partidos confeccionan sus estrategias y los gobiernos gestionan los puestos de poder. En este contexto se vuelven vitales los actos de determinar cuantitativamente la realidad y consolidar alianzas estratégicas. En el reino de la numerología y la estadística se nos dice directa o indirectamente que para la política lo único que existe es la economía: índices cuantificables como los de pobreza, inflación o desarrollo económico deben normar cualquier idea de política. La obsesión por la cuantificación lleva a los partidos y gobiernos a elaborar sofisticadas encuestas y estudios para saber de qué forma satisfacer a los gobernados. Así la tiranía de la cuantificación trasciende en mucho el conteo de los votos y abarca todos los aspectos de la política. La sociedad se concibe bajo fundamentos de una supuesta objetividad científica que en su neutralidad describe las dinámicas del mercado. La política a lo sumo se limita a definir de manera objetiva si ese mercado debe autorregularse o debe ser sujeto de regulación estatal. Por otro lado, los políticos dedican enormes esfuerzos a consolidar las alianzas necesarias que les permitan acceder al poder por medio del triunfo electoral. Las operaciones políticas caen indefectiblemente en el reino de la negociación de cuotas de poder, la cooptación económica o el acuerdo con actores sociales que hasta el momento se les describía como acérrimos antagonistas.

La política y la democracia se convierten así en actividades, en última instancia, pragmáticas y no conocen de compromisos con ideas de justicia o libertad. Estas palabras se vuelven sólo lejanos referentes que se subordinan al imperativo de la ganancia de votos y la aprobación de los gobernados. Lo que importa en este tipo de política es que esté apegada a lo que podemos medir en la realidad y a la ejecución puntual de las medidas necesarias para llegar o mantenerse en el poder: los discursos, los compromisos políticos, los postulados ideológicos salen sobrando. La ética se concibe como ese ornamento que permite el ejercicio del poder “haiga sido como haiga sido” y sin pensar demasiado si los medios son absolutamente contrarios a los fines que se persiguen.

El simulacro

El resultado es un fraude en el que las instituciones se llenan la boca con la defensa de valores que sólo se conciben formal o jurídicamente, pero que no tienen significado concreto en la vida de la comunidad. De esta forma el Estado de derecho, la libertad, la democracia o la justicia no pasan de ser bonitas abstracciones por las cuales luchar, aunque rara vez se les viva en la vida diaria. De hecho cuando se invoca estos conceptos normalmente se hace para censurar o reprimir a todo aquel que se proponga un nuevo significado no contemplado en este aparato ideológico.
Sin embargo, más allá de su impostura jurídica, con una legislación electoral hecha para beneficiar no a la democracia sino a los bolsillos de las burocracias partidarias, unas instituciones determinadas por la misma clase política cuya acción pretenden regular, y unos medios de comunicación con la capacidad de manipular, crear o demoler a políticos e instituciones por igual, el fraude de la democracia mexicana es un ejemplo de perfección difícilmente superable. No está de más recordar que en este contexto de simulación ninguno de los partidos políticos está exento del corporativismo, el clientelismo, el borreguismo, el oscuro tráfico de influencias y dinero, el autoritarismo, el poco compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas, el acarreo permanente de personas para llenar las plazas públicas, el uso de los recursos gubernamentales para incidir en las elecciones y los acuerdos impensables basados en intereses nunca declarados. En el fondo y también en la superficie la democracia mexicana no pasa de ser un simulacro grotesco de política.

 

Campañas políticas: un caso para Borges


La calidad discursiva de las campañas políticas en México asemeja más a la materia prima de una “historia universal de la fetidez” si algún émulo de Borges tuviera el estómago para emprenderla. Muestras de lo anterior se encuentran por doquier. Por ejemplo, los medios de información, las autoridades electorales, los grupos de apoyo de todos los candidatos e incluso el movimiento #YoSoy132 insistieron durante meses en que los votantes deberían concentrar su atención en las propuestas y evaluar las diferencias en las plataformas políticas. Denominaron a esta acción de masoquismo “voto razonado”. Todos aquellos cuya obsesión enfermiza llevó a leer las propuestas con un mínimo de actitud crítica saben que enunciados tan originales y detallados como “mejorar la educación”, “erradicar la violencia y la pobreza” compitieron en sofisticación, especificidad y coherencia con propuestas tan realistas como colocar el primer mexicano en nuestra galaxia vecina Andrómeda. Baste mencionar que Arena Electoral, una asociación que se empeñó en agrupar a más de 150 expertos de diversas áreas para dar una evaluación cuantitativa y detallada de las denominadas propuestas, arrojó un resultado que no por ser esperable resultó menos desesperante. En una escala del 0 al 10 todas las propuestas evaluadas de manera global rondaban el umbral de reprobación, y lo que es más importante, un análisis estadístico mínimo muestra que las propuestas de los candidatos eran indistinguibles unas de otras; es decir, todas eran igual de malas.3 En concreto, pedir a los votantes que examinaran las propuestas para emitir un “voto razonado” era equivalente a pedir que distinguieran la consistencia y grado de fluidez entre las flatulencias etéreas de catorce niños bajo un ataque agudo de diarrea.


Además, a estas alturas queda claro cuál es la función de ese discurso de supuesta objetividad y devoción a la realidad cuantificable. Queda claro, por ejemplo, que con las apropiadas herramientas científicas la tecnocracia gubernamental puede “demostrar” que problemas como la pobreza y la violencia disminuyen gracias a su gestión política. Nunca ha sido difícil encontrar un modelo estadístico que “demuestre” que millones de personas ganan unos cuantos centavos de dólar más y, con ello, saltan milagrosamente de la categoría de pobreza extrema a la de la pobreza a secas, aunque una y otra sean igualmente miserables. Con respecto a las campañas políticas, es evidente que el valor que tuvieron todas las encuestas es fundamentalmente propagandístico y lejano a cualquier narrativa seria de la preferencia electoral. En efecto, no hay que equivocarnos: pretender describir una variable tan compleja como la preferencia electoral es un objetivo ambicioso y controvertido desde el punto de vista metodológico y epistemológico; pero ese objetivo nada tiene que ver con la importancia que se les da a las encuestas en los medios. 
Como Pierre Bourdieu ya lo señalaba,4 la atención que se les dedica a las encuestas en los medios sólo se explica por el valor que tienen para imponer la idea de que la opinión publica apoya la problemática expresada en las encuestas y en última instancia sostenida por el grupo particular que realiza la encuesta. De lo que podemos concluir que el verdadero uso de las encuestas electorales es consolidar la idea de que la opinión pública apoya a la democracia electoral, y en casos particulares que un porcentaje determinado de esa opinión pública apoya a tal o cual candidato. Esto último tiene como objetivo incidir en la voluntad de los electores indecisos. Bourdieu lo dice explícitamente, todo esto es un artificio: no hay nada más inadecuado para expresar el parecer de la sociedad con respecto a un tema político que un porcentaje. Así que el verdadero uso de las encuestas es legitimar los discursos de las instituciones electorales y los partidos políticos que son, por supuesto, los más interesados en hacer encuestas.

Pero quizá la mayor muestra de temple y coherencia de nuestro sistema democrático la dieron nuestros partidos políticos el mismo día de las pasadas elecciones. La añeja práctica de la coacción y la compra del voto invadió como marea varios estados de la república. Según los números de Alianza Cívica,5 este ejercicio heterodoxo de proselitismo político no fue prerrogativa de un partido en especial: un poco menos de la tercera parte de los votantes (28.4%) fueron presionados para que votaran a favor del PRI-PVEM (71%), PAN (17%), PRD (9%) y Panal (3%). Parece que en éste y muchos otros casos arrojar la primera piedra sería la mejor garantía para morir lapidado.

Desafortunadamente la precariedad de esta cultura política no se encuentra sólo en las instituciones. Como fue evidente en las pasadas elecciones, la discusión política ―no sólo la patrocinada por los partidos políticos, sino la ejercida por la mayor parte de los ciudadanos― no razona por análisis y rigurosidad intelectual sino por generalidades relacionadas con su fin proselitista. El resultado es que durante los procesos electorales abundaron las ponderaciones hagiográficas de los candidatos, los videos en YouTube con generalidades de una elementalidad vergonzante, los artículos de defensa a ultranza, los documentos falsos circulando en internet, las ofensas e insultos sin ingenio, las mentiras francas, las imprecisiones calculadas, las maniobras hechas provocación y la eterna estrategia de utilizar raseros distintos para criticar a los otros candidatos y hacerse de la vista gorda con las inconsecuencias del propio. El resultado es una suerte de ortodoxia en la que cualquier crítica a alguno de los candidatos se convirtió con premura en causa inmediata de linchamiento; cualquier duda fue callada por el estruendo de los aplausos o los abucheos; cualquier intento de profundidad intelectual fue castigado con el descrédito o, en el mejor de los casos, con una tolerancia y respeto que cristaliza no otra cosa que el aislamiento y la indiferencia instrumentada desde las esferas del autoritarismo partidario. Al final, esta forma de entender la política se basa en un principio de profunda exclusión y de hecho termina por excluir no sólo a sus oponentes electorales, sino que incluso condena y descalifica automáticamente a todo aquel que con algún gesto se niega a participar en la política electoral: ¡O votas o te callas!¡Voto nulo; protesta nula!¡Abstenerse es votar por el PRI!

Amén. ¡Bendita seas democracia! ¡Siempre trabajando por el bien de México!


En conclusión, la democracia electoral que se vive en México no es ni si quiera el lindo ornamento espiritual de bajo calibre con que presumen los países ricos su avance civilizador, en medio de la crisis mundial producida por esa misma democracia. En el caso particular de México esa democracia, además de ser tanto o mucho más ineficaz que en el resto de los países, susstituye la discusión política por el griterío, la batahola, el sinsentido y el vómito de opiniones con que se reviste el simulacro de política.

Notas
3 Las evaluaciones globales obtenidas por Arena Electoral en más de treinta áreas específicas por candidato son: Enrique Peña Nieto, 5.4; Andrés Manuel López Obrador, 5.9; Josefina Vázquez Mota, 5.2; Gabriel Quadri de la Torre, 4.0. Aunque se observan discretas diferencias, es evidente que un análisis de varianza de las evaluaciones emitidas por los expertos pondría en evidencia que las propuestas, consideradas de manera global o por áreas, son estadísticamente indistinguibles al menos entre los candidatos con evaluaciones más cercanas (es decir, probablemente con excepción de Quadri). Más información aquí.
4 Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”; se puede consultar aquí.
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La política de lo posible, Alain Badiou y el fraude a la democracia Parte I

Texto publicado originalmente en Replicante el 17 de agosto del 2012:

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Y volver, volver, voooooolver, a tus labios otra vez…
—Fernando Z. Maldonado

 

2 de julio del 2012: El despertar

Los mexicanos se despertaron el 2 de julio de este año con la buena nueva de que el famoso cuento de Tito Monterroso1 se reencarnaba con la vigencia de los oráculos incontestables: en efecto, el obstinado dinosaurio no sólo estaba ahí, sino que tranquilamente empolvaba su nariz para sonreír a las cámaras. Al parecer nuestra excelsa democracia nos devuelve, después de un entremés, un gobierno con los colores y virtudes del partido que durante siete décadas nos enseñó que “políticas públicas” y “justicia social” son conceptos equiparables a los de corrupción, cinismo y complicidad. Por lo demás, pese al dramatismo, el cambio no es tan radical. Durante los doce años de gobierno del partido que consumó la “alternancia” los mexicanos aprendimos que más allá de su tono conservador y reaccionario, el Partido Acción nacional (PAN) tiene talento para alternar sobre todo la banalidad, la irresponsabilidad y el autoritarismo de cuño propio. Por otro lado, en el momento de escribir esto se encuentra en proceso la impugnación de las elecciones presidenciales por parte de una coalición auto-denominada “las izquierdas”. Interesante apelativo para resaltar el pluralismo. Es una lástima que la principal estrategia de pluralidad en estas corrientes “progresistas” consistiera en la plural exclusión de cualquiera cuya perspectiva implicara criticar la candidatura de Andrés Manuel López Obrador. Es decir, sólo se es plural y democrático en la medida en que se coincide con la misma pluralidad que postula al candidato; de otra forma se puede ser fascista, reaccionario, extremista, purista, sectario, pero jamás democrático o plural.


Democracia mexicana: democracia virginal

Así pues, el panorama político de México parece estar signado por el eterno retorno de los mexicanos a los labios del autoritarismo. En un golpe de boomerang las virtudes de nuestra democracia nos han llevado a un punto que muchos consideran una regresión en nuestro avance democrático. Sin embargo, la democracia mexicana —sus árbitros, sus jueces, sus partidos, sus gobiernos locales y federales, sus ámbitos de deliberación social― no carecen de defensores. El consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), Leonardo Valdés Zurita, haciendo gala de una fina dosis de humor e ironía, nos espetaba el mismo 1 de julio del 2012: “México tuvo una jornada electoral ejemplar, participativa, pacífica y realmente excepcional. Hoy vivimos la democracia con absoluta normalidad y tranquilidad; hemos consolidado nuestra democracia electoral”. Como vemos, nuestras autoridades están empeñadas en convencernos de que aunque la democracia mexicana no es un sistema perfecto (pues la modestia es una virtud que no debemos perder), ddfsí que es un sistema loable y efectivo en su capacidad para efectuar elecciones impolutas, de limpidez equiparable a las almas de los neonatos y perfectamente capaces de llevar la voluntad política del pueblo a los órganos de gobierno.

 

La política del universo cerrado

Aunque menos explícitas, existen muchas más muestras de defensa de esta cultura política y democrática. La propaganda con que se inunda a la sociedad mexicana en el periodo anterior a las elecciones, las campañas de educación cívica en las escuelas y la defensa a ultranza en los medios de comunicación de los valores democráticos ―tolerancia, pluralidad, respeto a las instituciones jurídicas y al Estado de derecho― forman parte de un esquema de adoctrinación que lleva varias décadas de campaña no sólo en nuestro país sino en el mundo entero. En este discurso la “política” no sólo indica los mecanismos para llevar a cabo procedimientos electorales funcionales, sino que, como sugiere Marcuse,2 define y cierra el significado del concepto de democracia y de política a esos procedimientos y valores funcionales, que se imponen desde un sistema capitalista que incluye al mismo aparato electoral.
El resultado es que esta doctrina termina por no circunscribirse a las dinámicas de las instituciones encargadas de hacer funcionar los procedimientos de elección de los representantes, a los anuncios del IFE y a las propagandas de los partidos, sino que se expande a lo que la gente piensa sobre la idea misma de política y democracia. En este universo cerrado amplias capas de la sociedad terminan por excluir a cualquier otro tipo de política que se aleje de ese patrón. De hecho cualquier otro significado de política se vuelve no sólo objetable sino impensable; acaso, con suerte, censurable.

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Notas
1 Augusto Monterroso (1921-2003) fue un escritor guatemalteco que le cobró un enorme cariño a nuestro país. Maestro del relato breve escribió lo que hoy con frecuencia se conoce como el cuento más corto del mundo. Éste es el cuento de talante profético al que se hace referencia en este ensayo y que se puede consultar en sus Obras completas, p. 75.
2 Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, capítulos 2 y 4

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lunes, 30 de julio de 2012

Destellos de una toma: Televisa sitiada

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Fotografía: Christian Palma Montaño
Textos: Luis Ramírez Trejo (Homo vespa)

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La valla

Los policías enfundados en sus casacas fosforescentes soportan el sol en una línea que rodea a Televisa. Se ven cansados, aburridos, acalorados y silenciosos. Miran con hastío y resignación al activista que desde una noche anterior levanta un playera roja frente a ellos. Es una playera de esas que se usaron en la campaña de Peña Nieto. Está rediseñada con una consigna que difícilmente aprobaría el equipo del priista. Un estudiante da flores a los policías; algunos lo miran con un sonrisa de simpatía.




Las triquis

Vienen de lejos de un lugar que el gobierno se niega a saber que existe. Bellas como sus atuendos cargan el dolor hecho convicción de San Juan Copala. Las personas las miran asombradas. No las entienden pero saben que su lucha también es suya. Desde lo alto los Loret de Mola, los Burak, los Alarcón prefieren no mirarlas. En realidad prefieren no mirar a nadie.



Doña Rosa

Doña Rosa es una triqui de 74 años. Vino desde San Juan Copala a participar en la toma de Televisa. Su huipil es rojo intenso. Su pecho está atravesado por una banda tricolor con un logo de Televisa que reemplaza el escudo nacional. Sus manos sostienen recias una bandera con el mismo logo. Sus pies, acostumbrados a caminar sobre el piso pelado, enfrentan con un par de huaraches desgastados los ardores del asfalto en el medio día capitalino. Doña Rosa es callada, quizá un poco tímida. Alrededor de su boca un paliacate con el Che Guevara como insignia le da voz a esta boca cerrada pero no muda.


El harapo

Pedro tiene 22 años. Su cuerpo espigado y juvenil sostiene con la mano derecha una pancarta. De sus espaldas cae un manto lleno de colores que le envuelve el cuerpo: el viejo pantalón , la playera abandonada, el babero mutilado, la cortina desgarrada y los restos de una falda vueltos denuncia. Pedro mira con coraje a Televisa; mientras tanto, un trapo en su boca grita en silencio: “Hicieron de la cultura un harapo; un harapo amordazado”.


El espejo 
La gente amanece. El sol se comparte como en las fiestas en que la gente recupera la risa. Una chica en pleno desayuno de latas; alguna otra reparte fruta; un niño aprende un canto, y la voz de un megáfono suena en los rincones de la calle. El puño, el canto, el baile, las carpas, el cigarro cercan a Televisa. Una nube gris y el agua son testigos de sus pasos.

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miércoles, 20 de junio de 2012

Peña Nieto o la política pin-up

La huida de la Ibero y #132
Texto publicado originalmente en Replicante el 14 de junio del 2012:
http://revistareplicante.com/pena-nieto-o-la-politica-pin-up/

  
Brillante imagen de los spots televisivos, Peña Nieto pavonea su copete de muñeco play mobil, su bronceado sin defectos, su columna vertebral almidonada, su manicure impecable, su mirada de galán de telenovela en papel secundario, sus hombros de elegante geometría euclidiana.
 

A los estudiantes

Cuenta el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky que durante el siglo XX una de las transformaciones más significativas en el ideal de belleza femenina se manufacturó en las trincheras de la propaganda y los medios de comunicación masiva.1 Desde entonces la chica pin-up forma parte de nuestra iconografía diaria. Con sus pantaloncitos ceñidos a las nalgas; con sus labios intensos como una rendija coloreada; con sus dientes blanquísimos alineados como niños en tabla gimnástica; con sus muslos plenos como neumáticos último modelo; con su top push-up como barra de contención del desbordante relieve mamario y, sobre todo, con la travesura de su sonrisa y sus provocativas poses, la chica pin-up se aloja en encendedores, broches, revistas, libretas, anuncios, calendarios, cajas de cerillos y cualquier anuncio con el suficiente espacio para acomodar sus caderas. La pin-up se antoja fácil, superficial y atrevida: nada más alejado de su erotismo que los sinsabores de los amores tormentosos, nada más inoportuno para su sonrisa que una propuesta de matrimonio. Lejos de cualquier fatalidad, la pin-up promete despreocupación, complacencia y jugueteos sin límite. La pin-up es más divertida que romántica, más pícara que pornográfica, más provocativa que seductora, más trivial que peligrosa. En resumen, con toda su juvenil pujanza de colegiala, la pin-up reina en los espacios de la trivialidad y la intrascendencia erótica con la misma comodidad con que los políticos priistas se pavonean en los noticieros de Televisa.

La comparación no es gratuita. No es casualidad que en más de un taller mecánico ―ese imperio casi exclusivo de la pin-up― el calendario con la conejita en turno conviva codo a codo con la propaganda de Enrique Peña Nieto. Mirándose el uno al otro con la lujuria insólita de los hermanos de sangre, la pin-up y el candidato priista comparten un origen común: el nacimiento de ambos no se debe a los esfuerzos de una madre sino a los del poderoso útero de la industria de la propaganda. La gestación en estos casos no dura nueve meses, sino el tiempo necesario para que operen los especialistas de la seducción mediática y televisiva.

En el caso de la pin-up, los astutos empresarios del entretenimiento introdujeron en el mercado, durante la primera mitad del siglo XX, representaciones eróticas de mujeres cada vez más osadas. Con el tiempo esas representaciones atrajeron no sólo a los varones, sino a un público femenino que veía con simpatía los inofensivos dibujos que sus prometidos cargaban en las billeteras. A despecho de las protestas de grupos defensores de la decencia y algunos feministas, la pin-up se ganó un espacio de respetabilidad: se le concibió más como un artículo de diversión y esparcimiento que como una ofensa a la dignidad de las mujeres.2 De hecho, durante la II Guerra Mundial las pin-up fueron dignificadas al grado de heroísmo, pues se pensó que las postales con dibujos pin-up eran elementos imprescindibles para mantener el ánimo de los soldados estadounidenses en el frente de batalla. Así pues, a lo largo del siglo XX, dibujantes como Alberto Vargas, Peter Driben, Gil Elvgren y fotógrafas como Bunny Yeager explotaron la belleza de jóvenes modelos para crear una imagen de belleza erotizada y lúdica en los medios publicitarios. Los elementos de fabricación no son difíciles de enumerar: un arsenal de encantadoras muchachitas, ejércitos de especialistas en imagen, cantidades a destajo de cosméticos, diseñadores de vestuario, y mucho, mucho dinero en propaganda. La fórmula no sólo resultó exitosa, sino fácilmente repetible. La materia prima estaba disponible y la maquinaria de la industria de la propaganda perfectamente aceitada.

La imagen política de Enrique Peña Nieto, el hermano gemelo de la pin-up, apeló a ingredientes en principio muy similares: un ejemplar con aceptables dotes estéticas para el promedio de belleza en los políticos mexicanos, cantidades de cosméticos a discreción, suma dedicación de especialistas en vestuario, pericia de creativos fotógrafos y ríos de dinero destinados a la propaganda. El resultado está a la vista: un galán de galanes con porte, elegancia y distinción. Brillante imagen de los spots televisivos, Peña Nieto pavonea su copete de muñeco play mobil, su bronceado sin defectos, su columna vertebral almidonada, su manicure impecable, su mirada de galán de telenovela en papel secundario, sus hombros de elegante geometría euclidiana. Su mentón amable y sus quijadas perfectamente recortadas agradecen en los mítines a centenas de mujeres que lo aclaman con la conciencia política del ¡Enrique, bombón, te quiero en mi colchón! Él contesta sonriente y agradecido. Provocativo pero respetuoso; incitador pero caballero; lúbrico pero decente; los afeites de Peña Nieto están lejos del romanticismo de Humprey Bogart o la deliciosa perversión de Marlon Brando. Su erotismo reproduce más bien la seducción facilona de una modelo pin-up bien portada y enfundada en traje y corbata. De discurso articulado como los rompecabezas y reflexivo como las disputas de los talk shows, la imagen de Peña Nieto está destinada a las masturbaciones inocuas y a los amoríos sin consecuencia (con excepción de uno que otro hijo extra marital, clandestina pero elegantemente concebido, como puede atestiguar Maritza Díaz Hernández).

Sin embargo, para vanagloria del equipo de producción, la imagen política de Enrique Peña Nieto implicó vencer un desafío no contemplado en el caso de la pin-up: lograr un mínimo de coherencia discursiva y agilidad mental. En efecto, seguramente hubo que bregar a contracorriente. Puede sospecharse que bajo la nómina debieron incluirse onerosos gastos de entrenamiento. Las clases seguramente fueron variadas e instructivas, con títulos como: curso intensivo de gesticulación, dicción pausada en cuatro pasos, curso de desacartonamiento elemental, lógica de primer grado, mnemotecnia de escritores mexicanos y nociones de sentido común (Niveles 1-3).

Tomando en cuenta la calidad de la arcilla primigenia, el resultado a este respecto no es del todo desalentador: un ejemplar con un grado mínimo de operatividad ante escenarios dispuestos a todo detalle y públicos perfectamente controlados. De hecho, casi no se nota cuando se le olvidan el nombre de Carlos Fuentes, la enfermedad de que murió su esposa, o cuando se mueve con la parsimonia de un robot medianamente aceitado. Es posible que su condición posea un inédito encanto. Fruto de una mezcla única, Peña Nieto ostenta una belleza híbrida: es la insólita combinación de una pin-up y la capacidad discursiva de un dinosaurio del cretácico.

Pero la política pin-up no se limita a la imagen del candidato. Peña Nieto vende un ideal de vida para las masas. A despecho de sus seguidoras se casó con una estrella de la farándula. Tartamudos intelectuales y protagonistas de pasiones de teleprompter, la pareja es bella, buena, sofisticada y comprensiva. En videos de YouTube se muestran complacientes y preocupados por mimar a sus hijas. Ellas son accesibles y simpáticas hasta que les mencionan a la prole. En la prensa rosa la pareja vende su boda, su familia, su sexualidad, su recato y su decencia ante un país ávido de felicidades de pixel y telenovela. Es un ideal de pareja respetada, admirada y aplaudida por las masas en reconocimiento de su fotogenia, de su virtud mediática, de su éxito profesional y material. Alejada de cualquier complejidad emocional y cimentada en el sentimentalismo de TVNotas, la familia forma parte del producto Peña Nieto. El paquete es “all inclusive”: además del erotismo de vodevil y el coqueteo de bambalinas, se le vende al público una decencia familiar de maquillaje, una moral de antifaz y mascarilla, un decoro y dignidad de propaganda, un ideal cuya profundidad se equipara a la de las pantallas planas.

Pese a las múltiples semejanzas entre la pin-up y Peña Nieto, hay diferencias considerables. En contraste con el estereotipo pin-up cuya erotización no entraña ningún peligro, Peña Nieto encarna no el peligro imaginario, sino el corroborado ejercicio de las prácticas priistas y autoritarias que desde siempre han atentado contra la democracia. La política pin-up de Peña Nieto aspira a esconder el saldo deplorable de su gestión al frente del Estado de México en el sex appeal del melodrama: ocultar el horror de la sangre de la represión de Atenco en el destello de las uñas perfectamente cuidadas; disimular la muerte de cientos de mujeres asesinadas en la corbata bien escogida; justificar el rezago educativo en el brillo de las mancuernillas doradas; defender la fatuidad de un gobierno de privilegios en el discurso ribeteado de dudosas cifras oficiales perfectamente memorizadas. A diferencia de la pin-up, Peña Nieto está lejos del seductor inofensivo; cerca está la ambición del que pretende devorar con un manotazo de autoritarismo y la ayuda de la industria informativa a un país entero.

Por ello no es de extrañar que el candidato haya reaccionado con patente insensibilidad y mentira ante los cuestionamientos de los estudiantes de la Universidad Iberoamericana sobre la represión en Atenco. A la letra Enrique Peña Nieto contestó: “Voy a responder a este cuestionamiento sobre el tema de Atenco, hecho que ustedes conocieron y que sin duda dejó muy en claro la firme determinación del gobierno de hacer respetar los derechos de la población del Estado de México, que cuando se vieron afectados por intereses particulares tomé la decisión de emplear el uso de la fuerza pública para restablecer el orden y la paz, y que en el tema, lamentablemente hubo incidentes que fueron debidamente sancionados y que los responsables de los hechos fueron consignados ante el poder judicial. Pero reitero, reitero (sic), fue una acción determinada que asumo personalmente para restablecer el orden y la paz en el legítimo derecho que tiene el Estado mexicano de hacer uso de la fuerza pública. Como además, debo decir, fue validado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación”. Sin embargo, el dictamen de la Suprema Corte de Justicia señaló no sólo las violaciones graves a las garantías individuales, sino a los derechos fundamentales de los manifestantes por parte de las autoridades policiacas durante el operativo en Atenco. Además, la Comisión Nacional de Derechos Humanos documentó centenas de manifestantes torturados y golpeados, decenas de mujeres sexualmente ultrajadas, el impune asesinato de Javier Cortés Santiago, de catorce años, y de Ollín Alexis Benhumea, de veinte años, además de la violación generalizada de los derechos humanos de 209 personas.
A todo esto Peña Nieto respondió con una supuesta “validación” de parte de las autoridades judiciales mexicanas y una defensa del uso de la fuerza del Estado para reprimir a una población inerme. Su respuesta, oronda y suficiente, está preñada de un autoritarismo que emparenta a Peña Nieto con Gustavo Díaz Ordaz, quien a propósito de su gestión y del movimiento estudiantil contestó en una entrevista en 1977: “Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años, es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país, ¡les guste o no les guste!” Asimismo, como en su momento Díaz Ordaz, la política de Peña Nieto se concentró en crear una realidad por medio de la exhibición mediática. Prueba de ello son los spots patrocinados por el PRI y el tratamiento informativo por parte de varios medios, entre los más cínicos los diarios de la Organización Editorial Mexicana, para tergiversar lo que aconteció en la Ibero.
Pero hasta las farsas mejor planeadas tienen su némesis. A partir de lo sucedido en la Ibero el movimiento “Yo soy #132” irrumpió con ímpetu para intervenir la podredumbre del tinglado político mexicano. Su frescura y energía se extendió con rapidez por los campus universitarios. Ante la presión, los expertos diseñadores de la política pin-up de Peña Nieto asistieron de emergencia al prototipo en desgracia. La pin-up, acosada y señalada por su herencia autoritaria, es entonces obligada a recular. En la comodidad del hogar, en el programa de Televisa Tercer Grado se echa a andar el plan de control de daños. Peña Nieto se deslinda de Carlos Salinas, de Ulises Ruiz, de Mario Marín, de Tomás Yarrington, de Pedro Joaquín Coldwell, de todo rastro de autoritarismo y corrupción proveniente de su estirpe partidaria. Peña Nieto abunda en respeto a todos; magnánimo, reserva los juicios para los tribunales. Al mismo tiempo, la pin-up clama, con una mueca a los reflectores, su respeto y tolerancia a las expresiones de enojo y oposición. Ante las objeciones en la reunión con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad la audiencia es la primera sorprendida. Iluminado por un rayo de origen desconocido, parece que Peña Nieto se entera de repente de muchas cosas: aclara que la Suprema Corte de Justicia no validó el operativo en Atenco, sino que deslindó responsabilidades (luego Peña Nieto intuye que “validar” y “deslindar” no son sinónimos); que la policía atentó contra los derechos humanos de los manifestantes (luego, Peña Nieto sospecha que los manifestantes son humanos y más aún tienen derechos); que los operativos de este tipo deben ser cuidadosamente planeados y seguir protocolos específicos (luego, Peña Nieto columbra que los policías no pueden golpear manifestantes cuando les plazca). En concreto, Peña Nieto acepta, en un acto de contrición, que la experiencia en Atenco le dejó muchas lecciones (luego, el candidato tiene capacidad de aprendizaje). Peña Nieto concluye que lo sucedido en Atenco conforma una pedagógica experiencia aleccionadora del legítimo uso de la fuerza del Estado (luego, la represión es parte necesaria de la maduración democrática).

Frente a las cámaras, el ejercicio de reflexión de Enrique Peña Nieto se extiende. Humilde y repetitivo, la pin-up insiste que por desgracia algunos integrantes de las fuerzas policiales incurrieron en excesos. Ahora para todos es claro. Si un grupo de amigos una tarde deciden violar a una mujer entonces cometen un exceso; si asesinan a un adolescente incurren en otro exceso; si torturan y arrastran a un tipo bañado en sangre perpetran un exceso. Un amargo sabor se asoma a la boca de los interlocutores. Saben que el frío lenguaje de la pin-up oculta otro drama. Después de todo, la palabra exceso se utiliza con frecuencia para decir, por ejemplo, que uno tiene exceso de peso; no para referirse a un crimen. Aún más, Enrique Peña Nieto adorna sus labios de cinismo y en un acto conciliatorio recurre a Mahatma Gandhi: “No hay camino para la paz, la paz es el camino”. No hay cita más oportuna. Seguramente Gandhi habría ordenado los excesos de Atenco.

En realidad, en el mea culpa de Peña Nieto asistimos a un espectáculo mediático en el que, amparado por la terminología legaloide, el eufemismo se transforma en mascarada de la impunidad y el totalitarismo. En los labios de la política pin-up el lenguaje de la democracia se envilece: la tolerancia es el escudo del desdén y la indiferencia, esa acumulación que un buen día repara que “hemos sido tolerantes hasta extremos criticables” y para remediarlo decide jalar el gatillo; el respeto es el recurso hipócrita de la complicidad, esa simbiosis tácita en la que se aseguran las impunidades presentes y futuras; el exceso, esa palabra de nutriólogo y gimnasio, es por fin la trasmutación del terrorismo de Estado en jerga de régimen alimenticio y anuncio de yogur bajo en calorías. George Orwell lo sentenció hace décadas: Ante la ignominia lo primero que sucumbe es el lenguaje.

Más allá de la política pin-up, la verdadera reacción de los estudiantes ante la actitud del candidato en la Universidad Iberoamericana fue el rechazo de un público mucho más avezado que las escenografías de mala comedia a las que está acostumbrado Peña Nieto. Desde su enclave de privilegios los jóvenes de la Ibero le espetaron en una cartulina de claridad inobjetable: ¡Somos fresas no pendejos! Durante su accidentada escapatoria de esa casa de estudios Peña Nieto tuvo que soportar la auténtica rechifla de una juventud que le echó en cara su mentira, hipocresía y banalidad. Casi de inmediato decenas de miles de ciudadanos y estudiantes de diversas escuelas y universidades empezaron a coordinarse en el movimiento “Yo soy #132” para persiguir con sus gritos de repudio, desaprobación y reclamo a Peña Nieto y a una clase política que no se entiende sin la complicidad perversa de la propaganda televisiva. Desde entonces la pin-up sonríe cada vez menos; se ha dedicado a correr. ®

[1] Lipovetsky, Gilles (1999). La tercera mujer : permanencia y revolucion de lo femenino. Barcelona : Editorial Anagrama, pp 157-163.
[2] Meyerowitz , J. (1996) Women, Cheesecake, and Borderline Material: Responses to Girlie Pictures in the Mid-Twentieth-Century U.S. Journal of Women’s History, Volume 8, Number 3,pp. 9-35.

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viernes, 9 de marzo de 2012

Nierika


Nierika son los rombos multicolores que se consagran en las ofrendas; pero un Nierika también puede estar en el manantial que se encuentra en el desierto; en el sol que como un ojo de dios se asoma al universo; en el gesto del cantador que en los rituales se comunica con los ancestros; en cualquier lugar donde se abra una ventana, una puerta, un umbral en el que lo divino y lo humano dialoguen para reconocerse el uno al otro. 

Dicen los wixaritari que el Nierika es el ojo del conocimiento y lo invisible, el de los ancestros y sus entrañas, el de la sangre y el universo.

Cuando un hombre se calla y acaricia con cuidado las caderas de una mujer, el Nierika de las caderas se acuesta como un cachorro entre las manos.

El hombre entonces se asoma: puede morder en ellas el júbilo, encender la risa quieta, tranquilizar la piel.

Las caderas se vuelven pozos, jícaras, ventanas: se vuelven el Nierika con que los hombres miran la madrugada.







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