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miércoles, 31 de agosto de 2016

Una rosa de chatarra para una ciudad de miseria y de concreto.


No hay demasiado que agregar cuando la pluma inteligente de alguien como José Joaquín Blanco ha escrito con lucidez una crítica de este calibre. Tanto para los que formamos parte de esa minoría que nunca disfrutó del sentimentalismo ramplón de Juan Gabriel, como para los que coronaron por décadas sus borracheras cantando al divo de Juárez, este texto ofrece una mirada aguda que supera la insulsa defensa y el desprecio, sin reservas, del ídolo popular.


Una rosa de chatarra para una ciudad de miseria y de concreto.
José Joaquín Blanco

Juan Gabriel admite la frase con que Alfonso Reyes definió a Pita Amor: "es un caso mitológico", de una facilidad interminable para refundir toda la tradición de la canción mexicana y colocar éxito tras éxito durante dos décadas. No es tan "moderno" ni tan "procaz" como otros compositores, y precisamente en su sencillez radica su estilo, una sencillez provinciana que tiene que recurrir a todo tipo de manierismos para seguir insistiendo en los tres o cuatro temas decentes del sentimentalismo: el abandono, el encuentro, el regreso, el recuerdo. Lo hace con mariachis o con coristas, con orquestas o con acordeones. Sus letras resultan humildísimas: dos o tres frases coloquiales, de sentimentalismo naif a la hora del noviazgo y rumbo a la panadería. A veces construye toda una canción con garigoleos de una sola frase: como bailar en el Noa-Noa o querer ir a Ciudad Juárez. Se apoya en una rica tradición —mencionemos nada más a José Alfredo Jiménez— en la que insiste una y otra vez, con inagotables recursos de gesticulación y colorido que las vuelven involuntariamente camp, aunque lo que intentan es la cursilería en serio: sus excesos payos, su humor no buscado, sin embargo, a veces las redimen un tanto, y su mal gusto se airea con algún perfil humorístico: melodramas que resultan chistes. Así conmueve y hace sonreír, incluso reír con carcajadas no exentas siempre de nerviosismo ni de albur. Jamás se aparta de los más comunes de los lugares comunes, ni de los ritmos más acentuados y pegajosos; resultado: toda la ciudad canta todas sus canciones con una facilidad para la memorización que merecería más nobles empeños y que ningún otro compositor reciente ha conseguido. Prácticamente todo cantante famoso ha recurrido a las canciones de Juan Gabriel (dicen que sólo se salva, macho y tradicionalista, Vicente Fernández). Acaso en ninguna voz suene mejor que en Rocío Dúrcal, a la que de hecho resucitó: ese prototipo de "una buena chica pero nada más" de los años sesenta, la de "Los piropos de mi barrio" y "Todo es mío".

Rocío Dúrcal añade cierta gracia, con su mala dicción madrileña, a las ranchera inspiraciones de Juan Gabriel; y su voz, siempre hermosa, atenúa las simplezas más evidentes. En realidad, la mayor parte de los éxitos de Juan Gabriel, aunque hayan sido estrenados o retomados por otros cantantes, o por él mismo, ya no se pueden oír sin el tono durcalesco. Se cuenta que Marlene Dietrich y Judy Garland huían de las canciones de letras complicadas y buscaban las más sencillas, de modo que la letra no compitiera con la voz. Distancias respetadas, la Dúrcal gana mucho con la sencillez juangabrielesca, ajena a la sintaxis y hasta al sentido común, con versos como "estoy muy triste desde que te fuiste", "por Dios no llores más", "vengo triste y derrotado", "como te quiero, mi amor, no te ha querido ninguna", "estás de otra todito enamorado", etcétera. Juan Gabriel le apuesta al corazón y deja a un lado las aristas sensuales: celebración del amor, del despecho, del recuerdo; súplicas de perdón, ganas de volver: alma, vida y corazón, con un léxico de dos o tres elementos:

Te quiero mucho-mucho
desde hace mucho tiempo,
te quiero mucho-mucho
desde el primer "te quiero",
te quiero mucho-mucho
desde que estás conmigo,
te quiero mucho-mucho
desde que estoy contigo.

La cantante debe enfrentarse con la simpleza o con la llaneza provinciana (Mari Trini también enriquece algunas simplezas rancheras). Hay frases realmente ridículas que deben asumirse como tales, aun cuando se pretendan desagarradamente melodramáticas: "No es correcto, no-no es justo ni es normal/ que sufras tú por mí", y no deja de ser un alarde de histrionismo llenar una decena de long plays con dos o tres temas. El centenar de canciones de Juan Gabriel no son, en rigor, más que multiplicaciones mimeográficas de cinco, totalmente convencionales, cosas como "No hay lugar en el mundo donde puedas olvidarme" o "ahora sé muy bien que la vida sin ti no la puedo vivir" y hasta cuentos de nunca acabar:

Siempre volverás,
una y otra vez;
una y otra vez
siempre volverás;
aunque ya no sientas más amor por mí,
sólo rencor,
yo tampoco tengo nada qué sentir
y eso es peor,
pero te extraño, también te extraño...

La imposibilidad de vivir sin Amor, y amor puro y entregado y del bueno, no sensualidades promiscuas del tipo de las celebradas por José José: un solo-único-amor-verdadero, que se fue y no se podrá olvidar, y al que se extraña con todo tipo de maquinaciones melódicas y prestidigitaciones silábicas, siempre sin gramática y con un diccionario de media cuartilla: "Te pido por favor/ de la manera más atenta que/ me dejes en paz/ de ti no quiero nada ya saber", o bien:
No quiero volver a vivir el ayer que vivía, no quiero volver a sufrir: no, mi vida; ya me acostumbré a vivir junto a ti y a tus besos, no quiero empezar otra vez: no podría...

Juan Gabriel ha intentado, con suma dificultad y éxitos esporádicos, temas (relativamente) diferentes del Unico Tema (encuentro-abandono-recuerdo-con-deseo de-volver), tales como aquel juvenil amor sin dinero ("No tengo dinero ni nada que dar"), sus homenajes a María Victoria y a María Félix, sus celebraciones de un salón de baile y de Ciudad Juárez, alguna incursión en el amor de aventura (visto con desapego: "amor a oscuras, sin felicidad"), alguna elegía por un amigo muerto en Acapulco y hasta berrinches del tipo de "no me vuelvo a enamorar".
Se espera de él siempre lo mismo, y con qué prodigios logrará diferenciar —por milésima vez— lo siempre-igualito y treparlo al Hit Parade. Y el tono exageradamente sentimental, aun para canciones comerciales, de clara sensibilidad gay —en el sentido de la hipersensibilidad de los excluidos del amor "normal", con asideros familiares y beneplácito social. Y aun curiosos detalles, cantados por todo México, como aquel de "El que ahora amo contigo tiene un parecido/ pero distinto el sentimiento/ porque él es bueno y tú sigues siendo el mismo".

Juan Gabriel logró rescatar a Rocío Dúrcal del olvido de jovencita de otra época en que había quedado; a partir de sus éxitos juangabrielianos empezó a ser otra, una cantante capaz de ironía y de juego, de dobles sentidos y aun de audacias como la de "La gata bajo la lluvia", acaso una de las mejores canciones (Pérez Botija) que el comercio musical ha dedicado a las noches urbanas:

Ya lo ves: la vida es así,
tú te vas y yo me quedo aquí;
lloverá y ya no seré tuya:
seré la gata bajo la lluvia
¡y maullaré por ti!

¿Para qué insistir en la chatarra intelectual y musical que constituyen todas estas canciones, como un alimento de pobres —bodrio— o hamburguesas de desperdicio para las ciudades tristes? La educación sentimental de la muchedumbre se gradúa en estas letras, se tararea en estas melodías.
Al final de la jornada, muchedumbres bien vestidas o astrosas entresueñan con estos amantes mitológicos del Amor enmayusculado y a toda orquesta, con esos Ayeres Inolvidables y esas Noches de acrilán. ¿Qué cosa es la naturalidad, cuál el artificio? ¿En qué pueden ser sinceros los hombres artificiosamente urbanos?

Corazón de fantasía entre supermercados y automóviles, unidades habitacionales y tarjetas de crédito, escalofríos de nota roja y grandes ofertas en su almacén de prestigio. La poesía deviene chatarra en la canción, desde luego: ¡pero al fin deviene en algo, existe! Y ni siquiera las mayores mentes de ninguna generación han dejado de tararear melodías idiotas, y de sabérselas de memoria, como difícilmente recordarán a un Pound.
Aceptemos con humildad y con no tan secreto entusiasmo el basurero espiritual en que pepenamos cuentos rosas para solitarios tristes. Y en "un cartel de publicidad", como cantó Rocío hace tantos años, un cartel que reina sobre el viaducto, veamos nuevamente a la Dúrcal, con un perfil de falsa elegancia y una copa en la mano, llamándonos a los tristes sueños cancioneros:

¿Dónde estarán nuestros tiempos
y las flores y el champán?
De aquellas vivencias casi nada queda ya.
¿Dónde estarán los amores
que muy joven disfruté?
De alguno me pregunto si tal vez me enamoré.
Larai larira liralira lirará
Larai larira liralira lirará