Elecciones
en México: carambola en el infierno
Por Luis
Ramírez Trejo (Homo vespa)
“En
la situación desesperada en que nos encontramos,
enfrentados
a una falsa elección, deberíamos reunir
el
coraje y simplemente abstenernos de votar.
Abstenerse
y empezar a pensar.”
Slavoj
Zizek, con motivo de la elección francesa
de
2017 entre Marine Le Pen y Emmnuelle Macron
En
el elegante mundo del billar, el pináculo de la habilidad son las
partidas de carambola a tres bandas. En ellas, los jugadores hacen
que el golpe de la punta de un taco de madera impulse una bola de
marfil sobre una mesa rectangular forrada de paño verde. El objetivo
del juego es que la bola referida toque tres lados de la mesa antes
de golpear dos bolas perdidas en aquella pradera en miniatura. La
carambola sólo cuenta cuando la excéntrica secuencia de colisiones
se cumple a pie juntillas. Se trata de un derroche de precisión, un
alarde de concentración geométrica, un desafío para pulsos de
acero finamente templado.
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Infierno por Pieter Huys |
En
efecto, es posible argumentar correctamente que el talante católico
y tradicional de José Antonio Meade (o del infame Mikel Arreola) y
la conocida reticencia de AMLO a apoyar abiertamente causas como las
del matrimonio igualitario, la legalización del aborto o la
despenalización del uso recreativo de la mariguana, denotan una
dimensión conservadora en las campañas de dichos candidatos. El
conservadurismo del “pivote” Anaya queda poco claro en las líneas
de ese artículo de Volpi, aunque posiblemente es explorado
implícitamente en un texto previo del mismo autor publicado en
Reforma el 19 de mayo: El
hablador.
Sin
embargo, el conservadurismo no sólo puede leerse en clave cultural.
Un conservadurismo mucho más fundamental reside en el hecho de que
ninguna de las tres propuestas tiene intenciones serias de enfrentar
a los grandes poderes económicos y políticos que oprimen a la vasta
mayoría de la población en México. Ni Meade se rebelará contra la
tecnocracia de la que ha formado parte por tanto tiempo; ni Anaya
traicionará a la exótica combinación de políticos y empresarios
que lo apoyan; ni AMLO es ninguna amenaza para la hegemonía
capitalista y criminal que asola al país. Al parecer hay otro
candidato en la boleta: uno de patas de oro y de papel, bronco a más.
Como éste no es un ensayo de suertes ecuestres, potrillos y
palenques, dejaré que la temporada de jaripeos dé cuenta de él.
La
elección de este año se da entre candidatos cuyas posiciones y
proyectos conservan el régimen de desigualdad e injusticia que
prevalece en nuestro país. Es una elección entre candidatos, sirva
el oxímoron, radicalmente conservadores: un conservadurismo mucho
más profundo y lamentable que cualquier especificidad cultural. Vale
la pena abundar en esta premisa.
El
experimentado
Cuando
uno desinstala el montaje de funcionario honesto y preparado de José
Antonio Meade, lo único que queda es una inteligencia más bien
elemental que aprendió a operar una lista de recetas dogmáticas
primero en el ITAM y después en Yale, universidad norteamericana
en la que el candidato priista ─que dice no ser priista─
obtuvo su doctorado. Meade no es más que un eficiente miembro de esa
élite privilegiada que se prepara en las universidades de la Ivy
League para difundir en sus países de origen el neoliberalismo,
un credo con base mucho más ideológica que científica.
Aunque
los “estudiados” siempre han inspirado admiración y respeto, uno
de los efectos de ese neoliberalismo es que buena parte de la gente
se apantalla: suele pensar que el gobierno es una cosa sólo
de expertos con conocimientos técnicos acreditados con series
de diplomas como estampitas de colección. Por el contrario, los
posgrados y títulos no garantizan mucho más que la disposición y
condiciones propicias que tienen las personas para seguir programas
académicos. En el caso particular, es evidente que además lo Doctor
no quita lo Meade. La torpeza del tecnócrata lo lleva incluso a
defender su “experiencia” en los gobiernos que han llevado a
México ya no al despeñadero como lo dijera AMLO, sino al abismo.
En
todo caso, lo más relevante en el conservadurismo de Meade es que
profesa una ideología en que la mano oculta y fantasmagórica de la
libertad de mercado es lo único que debe moldear el destino de los
pueblos. Es una ideología profundamente conservadora en que la
realidad sólo se puede entender en términos de propiedad privada,
competencia libre, e individuos como meros consumidores de bienes y
servicios. El presidente y el Estado en su totalidad lo único que
deben hacer es planificar técnicamente las condiciones de
competencia para dejar que los mercados actúen libremente.
Los
propagandistas y defensores de esta corriente tienden a hablar en esa
jerga insustancial llena de datos que le escuchamos a Meade, en donde
índices como los de inflación, crecimiento, competitividad o
eficiencia son lo único que importa. La educación, la salud, el
territorio, la cultura o la libertad sólo son deseables si se les
inserta en el mercado. Todo lo que interfiera en la libertad de
mercado lo distorsiona y debe entenderse como una especie de
maldición populista. El resultado general es que se sacrifica
la política como espacio de creación de lo colectivo en el altar de
la economía de mercado: los sindicatos, las comunidades autónomas,
las asociaciones de vecinos o estudiantes, los movimientos sociales
en general son sólo un estorbo que hay que cooptar o erradicar de
ser posible.
Esta
forma de pensamiento conservador no ha derivado en otra cosa que en
injusticia y desigualdad, especialmente en los países pobres en los
que se ha implantado.
Quizá
es comprensible que, en un contexto en que buena parte de los
funcionarios del partido que lo postula están involucrados en casos
de malversación de fondos o tráfico de influencias, se promueva a
Meade como un “experimentado” y “honesto” funcionario. Sin
embargo, si aplicamos “honestidad” y “experiencia” a alguien
que ha trabajado en regímenes que han exacerbado la explotación en
sus formas más salvajes en México, entonces ya podemos sacar ambas
palabras de cualquier diccionario de la decencia política.
El
chico maravilla
El
mismo Volpi describió a Anaya con bastante precisión como un
hablador. Volpi y otros comentaristas certeramente han señalado que
detrás de toda esa gala y elocuencia nunca queda claro qué es lo
que piensa o siente el candidato. Parece, con toda su pulcra
exactitud, un androide ejecutando algoritmos específicamente
programados para las elecciones.
Sin
embargo, centrarse en cómo se entienden o perciben los gestos o
mensajes de un candidato es psicologizar demasiado la
política. Es como si lo más terrible de Anaya fuera su deficiente
capacidad para conectar de verdad con la gente y no las
condiciones políticas que permiten líderes como él.
No
podemos pecar de ingenuidad: si no se percibe algo auténtico en
Anaya no es porque le falte tomar algún curso sobre autenticidad
frente a las cámaras. Todo lo contrario: Anaya se ha entrenado a
conciencia desde el principio. Seguramente ganó de niño todos los
concursos de oratoria de la primaria. Desde joven se suscribió a
cuanta revista de comunicación social encontró y, ya maduro,
perfeccionó su técnica de persuasión al nivel de los vendedores
experimentados. Si alguna cadena de ventas como Liverpool o Sears lo
hubiera reclutado antes, Anaya habría hecho una honorable carrera
como vendedor estrella. Nada se le escapa: aunque lo más probable es
que nunca haya comprendido la pasión de libro alguno, leyó muchos
para que no lo agarraran en curva cuando le preguntaran cuáles son
los tres libros que marcaron su vida.
No,
el problema no es que no sea auténtico, sino que el performance que
observamos es lo que Anaya auténticamente es. Ricardo Anaya
en la superficie, que es el único fondo que posee, no es otra cosa
que uno de esos engendros de la simulación y el cinismo que tanto
abundan en la política mexicana. Aliado por años del mismo gobierno
que ahora combate, Anaya respaldó, por ejemplo, en su momento las
reformas energética y educativa, hoy evidentemente impopulares. A
juicio de Anaya, dichas reformas son necesarias, pero han sido mal
implementadas por el gobierno priista. Aun concediendo que fueran
necesarias, cualquiera se pregunta por qué el chico maravilla
denuncia ahora con tanto ardor tan deficiente aplicación de las
reformas, mientras mantuvo un silencio cómplice y sonriente hasta
antes de su campaña. Las preguntas se multiplican. ¿Por qué Anaya
no acusó de corrupción a Enrique Peña Nieto durante un sexenio en
que más bien se le vio colaborar de buen grado y aplaudir con
entusiasmo la torpe gestión del priista? ¿Por qué Anaya no
denunció en su momento la guerra contra el narco de su entonces jefe
Felipe Calderón Hinojosa que acabó con decenas de miles de
mexicanos? ¿Por qué Anaya no tronó de indignación contra los
gasolinazos y ahora propone reducir el precio de la gasolina? ¿Por
qué Anaya tuvo que esperar a la campaña para sentir nacer dentro de
él al rebelde que, ahora dice, siempre fue?
La
respuesta a esas y otras preguntas es obvia. Su rebeldía es
el simple disfraz necesario para distanciarse en la percepción de
una clase política desprestigiada con la que siempre ha estado de
acuerdo. Ciertamente su actuación es envidiable. Inteligente
encarnación del sueño y aspiración de millones de mexicanos que
compran la idea del joven güerito, rico, políglota y hábil en el
discurso, Ricardo Anaya se pavonea fresco y cool por
universidades privadas y televisoras. Con todo ello, Anaya no se
aleja un ápice del mismo conservadurismo que caracteriza a Meade.
Ambos son miembros de clases privilegiadas que nunca abandonan el
poder a menos que se les arranque de él. Ambos están dispuestos a
defender los intereses de los grupos a los que pertenecen y que han
encontrado un nicho cómodo y propicio en el neoliberalismo en boga.
Es
cierto que el joven maravilla ha sido objeto de una persecución
judicial por parte del gobierno federal en estos meses, pero eso no
quita que Anaya sea hoy lo que siempre ha sido: un sofista en la peor
acepción del término. Ése que esconde la verdad, que le da vuelta
a la pregunta, que esconde los argumentos detrás de 40 diapositivas,
una cita de Einstein y una retórica que parece haber estudiado todas
las posibilidades. No parece; de hecho Anaya las estudió: siempre
hace la tarea por triplicado.
Es
decir, con toda su aplicación, Anaya no es más que un farsante: es
el Chanfalla de Cervantes que vende maravillas con su retablo de
pueblo en pueblo; el Loki de Los Vengadores que vence a Thor a fuerza
de palabras y espejismos; el merolico de la merced que vende pomadas
de uña de lombriz en las esquinas. Un hablador, como dice Volpi. Sin
embargo, se trata de un hablador especial. Anaya fascina con su labia
de la misma forma que fascinan la rapidez de las manos del croupier
clandestino afuera del metro o en alguna feria de pueblo. Con vértigo
y agilidad esconde la bolita debajo de una de tres corcholatas: ahora
la ve, ahora no la ve. Juras haberla visto y pones 200 pesos sobre la
mesa improvisada. El croupier levanta una de las tres
corcholatas para descubrir el inconcebible vacío: Anaya te deja sin
desayuno...
El
moralista
El
caso de Andrés Manuel López Obrador es por supuesto más
intrincado. Habría que empezar por reconocer que hasta junio del año
2018, la ventaja de AMLO sobre sus contrincantes es tan abrumadora
que sólo un fraude de proporciones inauditas puede evitar que Andrés
Manuel sea el próximo presidente de México. No es que sea
imposible: el fraude electoral en México es casi tan característico
de nuestro folclore como el mole o el tequila: ya sea porque se cae
el sistema, algún líder sindical negocie con un candidato o se
regalen tarjetas Monex. Sin embargo, parece que un fraude a estas
alturas y en estas condiciones sería tremendamente costoso ―en
términos de estabilidad social― para empresarios, militares y
políticos interesados en conservar sus privilegios. Sobre todo
cuando ya no es necesario efectuar tal fraude para asegurar la
continuidad del sistema.
Como
Jorge Volpi y otros analistas han señalado, el triunfo de AMLO está
impulsado sobre todo por el enojo y la desesperación. Sólo por
nombrar una de las salientes más dolorosas de nuestra realidad,
México es hoy un país en ruinas cuya violencia en número de
asesinados, desaparecidos y desplazados ya supera en magnitud la de
la mayor parte de las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado.
Lo más parecido al México del siglo XXI es un cadáver andante y
oloroso similar a los de alguna mala serie de televisión de moda en
estos días.
En
este contexto de desolación, importan muy poco las discutibles
virtudes del candidato morenista y su propuesta política. Lo que se
expresa en la aplastante ventaja de AMLO, más que la adhesión y
simpatía por el tabasqueño, es el voto de castigo en contra de un
régimen que lleva décadas explotando a la población y que ha
convertido a México en una fosa de proporciones aterradoras. El voto
que le dará el triunfo a AMLO no es un voto ni por la república
amorosa ni por la paz ni por la concordia; es un voto de rabia de un
país que agoniza sin que se quiera admitir en voz alta. Es un voto
de lo que en cierta forma se puede entender como una “política
negativa”: un voto que escasamente implica la movilización de la
gente más allá del marcado de la boleta del 1 de julio. El hartazgo
puede generar reacciones; en sí mismo, no ocasiona movimientos
sociales: no abre un nuevo horizonte de política.
AMLO,
por su parte, ha sabido acumular la experiencia de sus dos
candidaturas previas y consolidar un discurso político y una
posición que le permite capturar el voto de todo ese descontento
social. López Obrador ajustó bien sus redes para pescar, sin mucho
esfuerzo, en un estanque casi seco, pero pletórico de desesperada
vida acuática.
¿Qué
fue lo que cambió en AMLO de manera tan eficiente para esta
elección? La respuesta es simple, pero desalentadora. Muy lejos del
luchador social que, pese a sus limitaciones, por décadas defendió
la necesidad de trascender el pragmatismo y restaurar la ética en la
política, AMLO es hoy uno de los mejores alumnos de Nicolás
Maquiavelo. El autor florentino, como es sabido, en tono pedagógico
y paternal instruye al Príncipe no para mejorar la vida de un pueblo
ni mucho menos para liberarlo; sino sobre todo para conquistar y
conservar el poder. La política entonces se reduce a decisiones
pragmáticas con ese fin. En la mejor versión del maquiavelismo, si
el fin es alcanzar el poder para transformar la sociedad para bien,
entonces casi cualquier medio es legítimo. No importa si esos medios
no son limpios, honestos o deseables; siempre queda el recurso de
hacerse de la vista gorda. En el fondo, AMLO aprendió de Felipe
Calderón Hinojosa la esencia del método maquiavélico con que éste
lo derrotó en 2006: lo importante es ganar, “haiga sido como haiga
sido”.
De
manera paradójica, hoy cómo nunca, AMLO ha creado un discurso
esencialmente centrado en la moral: el mal de todos los males es la
corrupción. La solución a la tragedia que vivimos es que la
virtuosa honestidad del presidente pueda filtrase desde arriba y
purificar como una cascada de agua bendita el gobierno y la pirámide
social. Los discursos dominicales de mi abuelita eran menos
moralistas y por supuesto menos mentirosos. No hay forma de que por
la mera virtud de un presidente se erradique la corrupción de un
gobierno; mucho menos de una sociedad. Más aún, hay evidencia
empírica de lo contrario. Baste un ejemplo: concediendo la virtud de
AMLO cuando gobernó el DF, resulta inexplicable que la policía y el
sistema de administración de justicia siguieran corruptos, a la
fecha lo siguen siendo.
En
otra ocasión1
ya analicé, en tono de farsa, el pragmatismo extremo que ahora forma
parte de la práctica política de AMLO. En este texto sólo
enumeraré algunos de los principales aspectos que hacen de su
candidatura una vía perfecta para conservar el statu
quo.
- AMLO ha reiterado muchísimas veces que no va a afectar los intereses de los grandes capitalistas de este país. Su principal operador y probable coordinador de gabinete, Alfonso Romo, se ha empeñado en convencer a los dueños de México de que AMLO no representa ningún peligro para sus intereses. Es decir, se ha comprometido a respetar las condiciones de privilegio en las que trabajan la mayor parte de las grandes empresas en México.
- MORENA desde el principio abrazó la estrategia política de los partidos atrapalotodo: cualquiera dispuesto a trabajar con el líder puede sumarse a su proyecto. En especial si tiene poder político y aporta su influencia para conseguir votos para la causa. En este camino, MORENA ha recogido generosamente cantidades tremendas de cascajo: tránsfugas priistas, panistas, perredistas o cualquier clase de dudoso líder social. No importa si están acusados de las peores prácticas políticas: clientelismo, represión, compra de votos, fraude o tráfico de influencias. La lista a estas alturas es larga y sigue creciendo: desde partidos completos como el conservador Partido de Encuentro Social hasta cuadros mayores como Tatiana Clouthier, Germán Martínez o Esteban Moctezuma y un sinfín de pequeños oportunistas. ¿Esta gente brinca a MORENA porque se convencieron de la propuesta AMLOísta? No, lo hacen porque no encontraron en sus partidos espacio para sus ambiciones. MORENA les asegura prebendas, presupuesto y beneficios electorales. Por ejemplo, una representación legislativa como nunca habría soñado el conservador partido PES o una candidatura al gobierno de Puebla como no la esperaría Miguel Barbosa. De esa forma los políticos neomeorenistas se sitúan en puestos en donde pueden seguir obteniendo pingües ganancias y poder político.
- AMLO se ha comprometido a no subir impuestos ni siquiera a los que obtienen más ingresos en México. Eso implica que los grandes consorcios y capitalistas que hacen todo lo posible por pagar los menos impuestos posibles seguirán acumulando recursos en plena comodidad.
- López Obrador propone que para lidiar con la inseguridad y la violencia prolongará la estadía del ejército en las calles en una Guardia Nacional que coordinará también a otras instituciones de seguridad. A pesar de que Portugal, Holanda, Uruguay y otros países y estados de los Estados Unidos, han mostrado que la descriminalización de las drogas puede ser parte de una estrategia adecuada para detener la industria de la muerte derivada del tráfico, AMLO no se compromete a impulsar la despenalización de las drogas.
- AMLO no se aleja del modelo extractivista de desarrollo. El ejemplo más claro es su empeño en centrar el desarrollo a partir de la venta de petróleo. Más grave aún es su disposición para impulsar la minería canadiense en el país, no obstante de que es una de las industrias más denunciadas por las comunidades afectadas2.
- AMLO ha ofrecido reiteradamente no impulsar medidas judiciales contra quienes se hayan visto involucrados en crímenes o fraudes en los gobiernos previos.
Así
pues, el proyecto de AMLO es profundamente conservador al no tener la
intención de afectar los intereses de los principales capitalistas
que explotan a México ni de modificar las condiciones de la
industria de la muerte que ha hecho de nuestro país el drama que
todos sufrimos. Además, AMLO no llega al gobierno solo: suena
tremendamente improbable que el cascajo corrupto y la podredumbre
reaccionaria que lo acompañan no terminen por hundir el barco.
Los
defensores de la propuesta política de AMLO argumentan que tal
pragmatismo maquiavélico es necesario pues “hay que ser
realistas”. Uno de los más honestos e inteligentes defensores de
AMLO, el muy respetable Doctor Lorenzo Meyer, lo explica claramente
en ocasión de
una
entrevista,
en febrero de 20183,
en que analiza el cascajo
político que MORENA acumula:
¿Se
justifican todos estos movimientos Doctor?
--Usted
lea a Maquiavelo y dígame si se justifica o no [...] Es una fórmula
que el renacimiento italiano saca y dice: en política no se puede
seguir la ética individual. [...] Maquiavelo le dice al Príncipe
que hay que mentir, que hay que hacer todas las cosas que la ética
personal dice que no.
Por
supuesto, lo malo de entender así la política, es que el
diagnóstico de la realidad de un realista de este tipo es tan bueno
que él termina enamorado de ella. Cegado por su infatuación, el
realista termina reproduciendo la corrupción que diagnosticó en la
realidad. Dicho de otra forma, de nada sirve diagnosticar por décadas
la mafia del poder si, para acceder al poder, uno termina vestido de
sus mismas ropas.
En
este sentido, es evidente que la amnistía que ofrece Andrés Manuel
López Obrador debe entenderse de manera extensa. De ganar AMLO, Peña
Nieto, Fox, Calderón, los gobernadores y ex-gobernadores y demás
sátrapas de gobiernos previos no serán perseguidos ni castigados.
Los jugosos negocios de Carlos Slim, Alfonso Romo, Ricardo Salinas y
demás emporios capitalistas tendrán todas las ventajas para
perpetuar sus reinados. La corrupción y la impunidad se conservarán,
al menos, en las malas mañas de los correligionarios de AMLO. En
concreto, la desigualdad y la injusticia se conservarán incólumes
como esos amargos pepinillos que nadan en el vinagre de las latas de
supermercado.
Lo
que AMLO nos ofrece es una propuesta en la que, en el mejor de los
casos, se distribuyen recursos ahorrados de la lucha contra la
corrupción al interior del gobierno para dedicarlos a los sectores
más vulnerables y empobrecidos de la sociedad. Una fórmula no
distinta a un viejo refrito de los neoliberales que, ya desde sus
inicios, postulaban optimizar el funcionamiento del Estado y dedicar
recursos únicamente a sectores desfavorecidos. AMLO intenta
convencernos de que el problema es la corrupción y no la estructura
de capitalismo criminal que vivimos.
Su
propuesta es un neoliberalismo moral: mejor administrado, pero igual
de rapaz y conservador.
Ramírez
Trrejo Luis. AMLO en milenio: la otra entevista.
http://homovespa.blogspot.com/2018/03/amlo-en-milenio-la-otra-entrevista.html.
Rueda,
Rivelino. El decálogo de López Obrador para enfrentar amenazas
de Trump. Se puede consultar aquí:
http://www.elfinanciero.com.mx/nacional/lopez-obrador-presenta-decalogo-para-enfrentar-amenazas-de-trump.
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