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miércoles, 27 de abril de 2011

Freaks

¿Por qué se me esconden los adjetivos entre las líneas de un párrafo? Malditos traviesos, los tomas por la cola y te abandonan como lagartijas mutiladas. Tus oraciones quedan huérfanas, ardientes como muñones desangrados. 

Me consuelo y recuerdo a Johnny Eck, el asombroso medio hombre cuyo cuerpo discurría del copete a la cintura. Corpulento pero sin piernas, Johnny usaba unos guantes de cuero grueso a manera de zapatos. Johnny trepaba por las escaleras; suspendido de sus brazos corría por las cornisas, por los tejados. Colgado de una mujer como del viento, su mano izquierda toca el saxofón con la ligereza que da el medio cuerpo. 

Lo escucho. Cabizbajo me miro decapitado: mi prosa jamás aprendió a volar con las manos.


 


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viernes, 1 de abril de 2011

Fiesta y muerte de la Revolución en México

Texto publicado originalmente en Emeequis el 18 de octubre del 2010.

http://www.m-x.com.mx/2010-10-18/fiesta-y-muerte-de-la-revolucion-en-mexico/ 


Empecemos con un lugar común: el pueblo mexicano tiene un talento especial para el rito del festejo que no se circunscribe ni al calendario religioso ni al oficial. El bautizo, el cumpleaños, la primera comunión, la graduación, la boda, las chelas de los viernes, el domingo de futbol, la presentación de tres años, el fin de año, el día de muertos, la navidad, el día de la madre, el del padre, el del compadre, son algunos ejemplos en una lista que de infinita se antoja digna de festejarse.
La esencia de la fiesta nos es grata y no la traicionamos. Sabemos que en mayor o menor medida el desmadre licencia la confianza. Los chistes multicolores, la palmadita en la espalda, la torteada en el baño, el albur de la abuela, las faramallas del galán, la miradita gatuna, el cachondeo digital, la charanga, la salsa en línea, el karaoke de lástima, el pasito de break dance con fisura incluida, la coreografía vergonzosa de Timbiriche, ¡el comon-comon ebribadi!, el beso entre compadres, los malabares genitales: “miando y caminando”… todas son expresiones del espacio de libertad que nadie nos puede escamotear en una pachanga.
Esa es nuestra revolución de todos los días.

Mijaíl Bajtín (1895-1975), filósofo y literato soviético perseguido por Stalin, se hubiera deleitado con el talante carnavalesco del mexicano. En su clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento explica que una verdadera fiesta está cimentada en un ideal: la dimensión de libertad, confianza e igualdad con que se brinda un escándalo. Una dimensión que tiene la habilidad de sustraer al pueblo de la cotidianidad, amalgamar sus gritos, seducir sus bailes, sublimar su carcajada, pero sobre todo, equiparar a los desiguales.

El carnaval verdadero es ese éxtasis en que las máscaras terminan por desnudar a los hombres; ya desnudos, más allá de lo cotidiano, todos son parte del espectáculo que se erige como realidad absoluta. Sin esa revolucionaria cercanía la fiesta no existe: todo queda en vana flatulencia de festejo, pálido retozo, sequía de catarsis, desabrido contoneo, telenovela vespertina, informe de gobierno, aburrida oficialidad.

Es por eso que las fiestas oficiales fracasan en emular al verdadero festejo; ahí el ideal legalizado muere de buenas maneras. Las fiestas oficiales no son capaces de sacar al pueblo de los esquemas de desigualdad en los que sobrevive, no transgreden la realidad: la sancionan, la suscriben, la consolidan.

Suetonio nos cuenta cómo desde la antigua Roma las fiestas imperiales han sido organizadas para reafirmar nuestras diferencias. Para el emperador Augusto, como para nuestro presidente Calderón, lo importante es el orden y la afirmación. Soldados, senadores, funcionarios, mujeres, fotógrafos y, por supuesto, emperadores y presidentes divididos por vallas que vociferan su condición, fortuna, posición o color. Todos se presentan con sus insignias visibles, lugares asignados, modos adecuados.

Domesticación hecha desfile.

Las élites pedirán agua elegantemente y se harán las desentendidas cuando alguien se tire un pedo o lance un grito de protesta. Los plebeyos, ahí donde siempre, custodiados como deben estar, quizá por granaderos cansados, policías acalorados o militares ceñudos, pero todos ellos irrefutables. Ahí todos somos mexicanos, pero como siempre, hay de mexicanos a mexicanos: irónico es el epílogo de cien años de Revolución.

Eso es precisamente lo que nuestros gobernantes no entienden cuando nos llaman a festejar las fiestas patrias. Eso es precisamente lo que Felipe Calderón no entiende. No se trata de cuántos gladiadores se inmolan en los anfiteatros, ni de cuántos circos australianos o mexicanos se empeñan en seducir el aire, o si Michael Phelps y Ana Gabriela Guevara se exhiben en el Paseo de la Reforma, o si Calderón, como un otrora Calígula apoyando a la facción verde, decide ir a saludar a la selección de futbol para enaltecer nuestro nacionalismo, para vendernos un ideal de orgullo mexicano empaquetado en simpáticos chicharitos.

De lo que se trata es de que las fiestas del bicentenario y el centenario carecen de un ideal que las emancipe de su inevitable fanfarronería. ¿O acaso debemos creer, con el Presidente, en el ideal que significan 28 mil mexicanos asesinados en lo que va del sexenio como costos terribles, pero necesarios, para alcanzar nuestra supuesta victoria final? ¿O que muerto el ideal del quinto partido bajo los botines inefables de Carlitos Vela, Giovani dos Santos y Cuauhtémoc Blanco, aún nos quedan Carlos Slim Helú y otros nueve mexicanos que poseen fortunas de más de mil millones de dólares para redimirnos? A menos que tengamos vocación de secretario de gobierno, esos no pueden ser ideales, especialmente para más de la mitad de mexicanos que boquean en la pobreza.

Hay fiestas que denuncian a gobiernos, desfiles que patean pueblos, carnavales que nacieron muertos.

La fiesta verdadera, el revolucionario placer del carnaval marcado por la renovación y el renacimiento -diría Bajtín-, está lejos de estos sepelios sin café ni piquete. Todos vivimos tiempos de vida y tiempos de muerte. La fiesta oficial es una fiesta de tiempos de muerte; queda al talento de los mexicanos saber encontrar la vida en esta muerte.

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Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (III y último)

Texto publicado originalmente en Emeequis el 9 de Febrero del 2011. 

“Yo he estimado estadísticamente que la prohibición de drogas produce,
en promedio, 10 mil homicidios por año. Es un problema moral el
que el gobierno vaya por ahí matando 10 mil personas” [1]

Milton Friedman,
Nobel de Economía 1976



El traje nuevo del emperador es uno de mis cuentos favoritos. Un par de maleantes ofrece al emperador fabricar un espléndido traje que tiene la maravillosa virtud de ser invisible a todo aquel que fuera irremediablemente estúpido. Ante el temor de ser considerados como tales, el emperador, su corte y toda la gente que lo ve pasar alaba el prodigio y elegancia del inexistente traje. La irreverencia de un niño es la única que se atreve a gritar que el emperador va desnudo. La multitud, poco a poco, pregona las miserias y la necedad del encuerado emperador.

Cuando Hans Christian Andersen escribió este cuento infantil no sabía que habría un presidente mexicano con una férrea vocación de nudista. En las dos primeras partes de esta serie argumenté que la evidencia científica disponible explica cómo la política gubernamental contra el narcotráfico ha producido la sangrienta ola de violencia que actualmente vive el país. Múltiples estudios desde hace años, acreditadas voces hoy en día y montones de cadáveres en las calles, denuncian la ineficacia de la política de guerra contra el tráfico ilícito de drogas puesta en marcha por Felipe Calderón desde 2006. Por desgracia, parece que ningún ejército de niños valientes vociferando la desnudez del presidente puede sacudirlo de su fe en la elegancia de sus vestidos; por el contrario, lo más seguro es que los niños sean despedidos.


Pero hay que ser justos con la originalidad del gobierno mexicano. La guerra contra las drogas es solamente el extremo de un amplio espectro de políticas de prohibición de drogas impuesto por el gobierno estadunidense y la ONU en todo el mundo. Desde hace más de 40 años las Naciones Unidas, como diligentes acólitas del imperio, han promovido este tipo de políticas con la firma de varios convenios en 1961, 1971 y especialmente en 1988. En esos convenios, 173 países, entre ellos México, se comprometen a endurecer sus medidas para erradicar el consumo, la producción y el tráfico de drogas.

El rotundo fracaso de estas políticas en las últimas cuatro décadas ha llevado a que su rechazo se extienda entre los gobiernos preocupados por el bienestar de sus ciudadanos. Muchos países han encontrado formas de atender los problemas derivados de la narcodependencia y el tráfico de drogas, sin atentar explícitamente contra el régimen de prohibición impuesto por Estados Unidos, pero sin sumergir a sus sociedades en la debacle de guerras contra el narco.

Holanda es quizá el ejemplo más conocido. Aunque formalmente el consumo de estupefacientes en este país es ilegal, el gobierno holandés permite el consumo de cannabis en cafés regulados, atiende los problemas de adicción de los usuarios sin considerarlos criminales, y lejos de implementar políticas de persecución mantiene una discreta línea de tolerancia hacia el uso de drogas. Aunque menos formales, sistemas de regulación parecidos funcionan, por ejemplo, en Alemania, España e Italia. El resultado de dichas políticas de tolerancia en ningún caso ha sido un aumento de problemas derivados de la narcodependencia o el narcotráfico; por el contrario, normalmente el consumo de drogas, el tráfico y la violencia asociada a éste han resultado mucho más manejables.

Uno de los ejemplos más espectaculares es el de Portugal. En octubre del año 2000 se erradicaron las sanciones penales a la posesión de todas las drogas y se introdujeron comités de disuasión para atender las narcoadicciones. Hoy en día Portugal goza de una de las tasas más bajas de consumo en drogas clave, como marihuana y anfetaminas; el consumo de otras, como la heroína, ha disminuido radicalmente. La violencia relacionada con el tráfico de drogas es mucho menor; todo, sin necesidad de invadir las calles con policías y militares [2].

Ante tanta evidencia, parece inentendible que el gobierno de Felipe Calderón sea uno de los pocos que se aferran al extremo más agresivo de las políticas de prohibición de las drogas. La explicación más probable reside en el hecho de que la política de prohibición –y su versión extrema de guerra contra las drogas– desde siempre ha estado acompañada por una ideología de satanización exacerbada de las mismas: las drogas son enemigos, demonios que nos acechan para sumirnos en el oprobio, la violencia, la miseria y la desesperanza absolutas.

Políticos de todos los colores, liberales, socialistas, conservadores, fascistas, comunistas, ecologistas han culpado a las drogas a lo largo de la historia de todo tipo de males como el robo, la simulación, el fraude, el rapto, las violaciones, la delincuencia juvenil, la pereza, la promiscuidad sexual, la irresponsabilidad, el fraude, etcétera. Las drogas ofrecen la ventaja de ser un demonio a culpar de todos nuestros males posibles; además, son un excelente pretexto para unificar fuerzas en cruzadas que den legitimidad a los gobiernos que la necesiten.

El sexenio de Felipe Calderón empezó con una estela de franca debilidad. Un gran porcentaje de mexicanos considera que llegó al poder en medio de campañas ilegítimas y sospechas –para muchos certezas– de fraude electoral. El desarrollo ulterior de dicho gobierno ha estado marcado por fracasos en todos los frentes de la administración pública. Ante una situación tan apremiante es comprensible, pero no justificable, que un gobierno de esta naturaleza necesite un demonio al cual culpar y una guerra qué pelear para asegurar su permanencia en el poder, a costa, incluso, de la muerte de más de 34 mil mexicanos.

Christian Andersen nos cuenta que el emperador del traje invisible “se inquietó ante el clamor del pueblo de su desnudez pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: ‘Hay que aguantar hasta el fin’. Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola”. Felipe Calderón y su gobierno parecen dispuestos a caminar desnudos en medio de los reclamos, así tengan que nadar en un río de sangre. Sus intereses en el poder los inmunizan contra toda evidencia.

No más sangre.


[1] “I have estimated statistically that the prohibition of drugs produces, on the average, ten thousand homicides a year. It’s a moral problem that the government is going around killing ten thousand people”: Friedman en una entrevista durante el Foro Americano sobre Drogas celebrado en 1991.

[2] El lector interesado puede leer el artículo en el que analizo con detalle el caso de Portugal en: http://www.m-x.com.mx/2010-11-17/caso-portugal-descriminalizar-las-drogas-si-ayuda-a-combatir-al-narcotrafico/


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Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (II)

Texto publicado originalmente en Emeequis el 1 de Febrero del 2011. 



En la primera parte de esta entrega mencioné que un extenso estudio publicado por el Centro Internacional de Ciencia en Política de Drogas (ICSDP por sus siglas en inglés) documenta que la aplicación de políticas de guerra contra el narcotráfico causa un aumento significativo de violencia al interior de las sociedades (http://www.icsdp.org/research/publications.aspx). A la luz de este estudio, la responsabilidad del gobierno mexicano en la violencia que vive el país es clara e ineludible. Esta entrega se dedica a analizar factores que pudieran explicar los inquietantes resultados de esta política [1].

La estrategia gubernamental puede describirse en términos heroicos con una bella y gastada metáfora proveniente de la antigüedad: el segundo trabajo del valiente Hércules consistió en dar muerte a la hidra, un monstruo con forma de serpiente y siete cabezas que vivía en el lago Lerna. Cuenta la leyenda que cada vez que el héroe cortaba una cabeza, dos más crecían del muñón sanguinolento. Hércules venció al monstruo sólo con la ayuda de su sobrino Yolao, quien se encargó de cauterizar con una antorcha los muñones de las cabezas recién cortadas. Se supone que cada vez que capturan a un nuevo Barbie, otro Grande, un Teo, un Contador o hasta un JJ, el gobierno mexicano –valeroso como hijo de Zeus– corta con efectividad y rapidez una cabeza más de la hidra. Más aún, se nos asegura que nuestro semidiós no necesita la ayuda de ningún Yolao, sino de tiempo suficiente para acabar con el monstruo policéfalo. Me gusta la epopeya; siempre fui aficionado a las épicas batallas de los dioses. Pero aquí tenemos un problema: ni el gobierno mexicano es Hércules, ni el narcotráfico es la mitológica hidra.

El narcotráfico es ante todo un mercado ilícito masivo con un valor, estimado por las Naciones Unidas, de 320 mil millones de dólares. México, como principal vía de acceso al paraíso más grande de consumo de drogas ilegales en el mundo –Estados Unidos–, es una pieza clave. Las ganancia netas derivadas del tráfico de drogas entre México y EU rondan los 40 mil millones de dólares por año, lo que equivale a cerca de 25 por ciento de nuestras exportaciones legales a nuestro poderoso vecino. Pocas cosas tan apetitosas como un mercado negro de tal envergadura, sobre todo para personas o grupos que, a falta de un marco legal para solucionar sus disputas, recurren a la violencia para mantener su tajada de tan delicioso pastel.

En este contexto, la guerra contra el narcotráfico tiene el efecto inmediato de enrarecer el clima de los negocios dentro de ese mercado negro. La presión gubernamental disminuye el número de plazas disponibles para los cárteles. El control militar de las vías tradicionales de tránsito de droga obliga a los cárteles a invadir otros territorios con la saña que les caracteiza. El resultado, por ejemplo, es un incremento espantoso de violencia en lugares como Acapulco para controlar vías alternas de transporte de droga, en este caso marítimas.

Es de esperar que en un entorno más competitivo, los cuadros que disputen los puestos de poder dejados por los cabecillas capturados, lo hagan a costa de lo que sea, incluyendo exacerbar la violencia indiscriminada para sobrevivir en el medio. Es un proceso parecido al de la selección natural: el que se queda lo hace porque puede orquestar masacres, venganzas, asesinatos, corrupción y muerte con mucha más efectividad que sus competidores.

El argumento del gobierno es que la violencia derivada de esta política de choque es transitoria y que a la larga su coraje y determinación terminará por exterminar a la hidra. Quizá tanta decisión sería efectiva en contra del monstruo del Lerna, pero no contra el narcotráfico. Digamos que se da el remoto caso en que el gobierno logra detener a todos los cabecillas que fueron emergiendo en los grupos delictivos. Pues bien, ello no sólo no garantizaría la disminución de la violencia, sino que los índices de ésta serían aún mayores: ante un mercado fragmentado, sin organizaciones que lo controlen pero igualmente rentable, se generarían bandas pequeñas mucho más volátiles e intrincadas que, sin recursos prácticos para negociar, echarían mano de una violencia extrema e interminable.

La especulación tiene fundamento. Michael Bagley, especialista de la Universidad de Miami, ha documentado un impresionante incremento de la violencia bajo la prohibición del alcohol en Estados Unidos y después del desmembramiento de los cárteles de Cali y Medellín en Colombia. De hecho, una investigación llevada a cabo por Ami Carpenter en junio de 2010 expone que el encarcelamiento de líderes de los cárteles mexicanos ha ocasionado más violencia para mantener los liderazgos y para apropiarse de las plazas. [2]


A esto hay que agregar que la militarización galopante del espacio civil y la imposibilidad de los cuerpos militares para resistirse a ser corrompidos por el narcotráfico, transforman al Estado en un brazo más de la lucha delictiva y la violencia por el poder. Es como si de repente Hércules, en plena batalla, se pusiera del lado de la hidra para decapitar a Yolao y colgar su cabecita en la caverna del monstruo. [3]

Las predicciones basadas en la evidencia disponible no son difíciles; sus consecuencias, lamentables para todos.

La realidad es que la guerra contra el narcotráfico estaba perdida desde el principio. Sólo el empecinamiento, la falta de imaginación y la necesidad de control de un gobierno tan débil como su bravuconería pueden explicar la sangrienta aventura a la que nos ha conducido el gobierno de Felipe Calderón. Sin aspavientos, podemos decir que la única política posible es y ha sido desde siempre explorar la disminución de las políticas de prohibición de las drogas. Un camino por supuesto nada fácil ante la hipocresía de nuestro vecino del norte, pero mucho más responsable y coherente. A ello dedicaremos  la siguiente y última parte de esta serie.

No más sangre.


·
[1] La bibliografía completa, con alguna excepción marcada en el texto, se puede consultar directamente en
http://www.icsdp.org/research/publications.aspx


[2] Carpenter, Ami C. Beyond drug wars: Transforming factional conflict in Mexico. Conflict Resolution Quarterly, 27:4, pp. 401-421. 2010.

[3] Friedman, George. Mexico: On the Road to a Failed State? Stratfor. May 13, 2008.



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Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (III y último)



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Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (I)


Texto publicado originalmente en Emeequis el 25 de Enero del 2011.

http://www.m-x.com.mx/2011-01-25/la-ciencia-contra-la-guerra-o-a-quien-gritarle-“no-mas-sangre”-1a-parte/

Dedicado al obispo Samuel Ruiz

Para nadie es un secreto ni dentro ni fuera de México. La guerra contra el tráfico de drogas ha cobrado la vida de más de 34 mil personas en lo que va del sexenio. Las cifras son una tétrica aproximación que crece día con día. México sufre hoy una violencia que sólo se compara con la de Colombia de los años noventa o la del Afganistán “liberado” de principios de este siglo.

En medio de las cabezas rodando por las calles, los adolescentes agujereados, los pueblos fantasmas, los exiliados de la violencia, los militares muertos, los alcaldes ajusticiados, las familias acribilladas en los retenes, y una lista galopante de atrocidades, la pregunta punzantes emerge como bala en pleno tiroteo: ¿Quién es el responsable de tanta desolación? ¿A quién adjudicarle la responsabilidad de que en el extranjero México sea hoy sinónimo de guerra civil?

Una campaña de cuño reciente lanzada por un grupo de caricaturistas de calidad incuestionable llama a protestar con la sencilla consigna: “No más sangre”. El reclamo, no hace falta esconderlo, va dirigido fundamentalmente hacia las autoridades, lideradas por el presidente Felipe Calderón. Pero otros enfatizan, con el Presidente, que “los responsables de la violencia son los violentos”: es decir, es a los criminales a los que hay que dirigir la censura, el reclamo, el rechazo, todo el peso de la sociedad.

El matiz no es trivial: en un caso el gobierno es partícipe y causa de los crímenes que apuñalan a la sociedad; en el otro, el gobierno es visto en una cruzada, tan heroica como dolorosa, para sacudir al país del crimen.

La responsabilidad del gobierno, vociferan sus defensores, no va más allá de intentar proteger a la sociedad de quienes la atacan desde la trinchera de la criminalidad. Suena lógico; ni Calderón ni ningún otro de los que planificaron esta estrategia ha disparado un arma contra un adolescente o una familia: los asesinos son los otros, se arguye explícita o implícitamente. Es cierto, suena lógico; tiene esa lógica fácil y ramplona de un discurso de mal político –abundan en México–, de secretario de Estado a sueldo o de conductor de noticiario empeñado en salvaguardar la imagen de quien llena a su empresa de prebendas.

Las políticas públicas, dada su importancia y alcance, deberían estar fundamentadas en decisiones racionales, lo más apegadas a teorías que sin poder asegurar el éxito, al menos tengan bases que sugieran su conveniencia. Una posibilidad para encontrar esos derroteros son los estudios empíricos, los análisis cuidadosos que apoyados en evidencia pueden darle sustento a decisiones tan relevantes.

Se sabe desde hace muchos años que el tráfico ilícito de drogas es una de las causas principales de violencia particularmente en las ciudades. Desde que el prestigiado Richard Nixon impulsó la guerra contra las drogas –allá por la década de los sesenta– como la estrategia por excelencia para atacar este problema, la mayor parte de los gobiernos han asignado recursos crecientes a las policías locales y nacionales, reforzado las legislaciones para castigar a usuarios, perseguido a traficantes a través de intervenciones militares y/o policiacas y, en los casos de mayor esquizofrenia nixoniana, han declarado guerras contra el narco.

¿Le suena familiar? Ya ve, nuestro gobierno es harto original en el tema. Se supone que esta política está encaminada a atacar el suministro de la droga y reducir los índices de consumo y violencia resultado del tráfico de estupefacientes. Al menos así reza el credo del espía de Watergate.

Pero estos argumentos no resisten, también se sabe desde hace años, el mínimo rigor científico.

El Centro Internacional de Ciencia en Política de Drogas (ICSDP por sus siglas en inglés) es una red de científicos, académicos, médicos y expertos de todo el mundo dedicados a estudiar las políticas relacionadas con los problemas de la narcodependencia y el tráfico ilícito de drogas. En abril del 2010, este centro publicó un estudio especialmente esclarecedor (se puede consultar en español en http://www.icsdp.org/research/publications.aspx), cuyo ambicioso propósito era evaluar por primera vez en la historia toda la evidencia disponible hasta octubre del 2009 de la relación entre la guerra antidrogas y la violencia en las sociedades en las que aquella se implementa.

La metodología incluyó recolección, clasificación y cuidadoso análisis de todos los estudios en el mundo dedicados a medir de distintas formas las políticas de guerra contra las drogas y la violencia como respuesta.

No son estudios sencillos, se necesitan muchos recursos y esfuerzo para llevarlos a cabo durante varios años; tienen limitaciones, pero sus argumentos son claros y con fundamento. Se examinaron más de 300 y se eligieron solamente los que cumplieron con los más estrictos requisitos de objetividad y precisión científica. La violencia se midió con estadísticas de delitos, enfrentamientos entre pandillas, tiroteos, homicidios, etcétera. Las acciones de la guerra antidrogas se midieron con otros parámetros, como total de arrestos por posesión de drogas, asignación de gastos presupuestales en los diversos niveles policiacos, cantidad de policías participantes en las estrategias y cantidad de confiscación de droga ilegal. Se elaboraron sofisticadas estadísticas para comparar la evidencia disponible.

Los resultados dejan muy mal parada a la política del presidente Felipe Calderón.

En 82 por ciento de los estudios se encontró una relación significativa entre aumento en la violencia y las políticas de guerra contra las drogas. En otras palabras, la implementación de políticas de lucha contra el narcotráfico es, en gran medida, la causa de la violencia en las sociedades.

Esto no es un discurso político, es lo que la evidencia científica con los más altos estándares apoya hasta el momento. Hay una gráfica en uno de estos estudios que es un ejemplo particularmente claro:

·


En esta gráfica se muestra la relación durante varias décadas entre la política de guerra contra el alcohol y otras drogas y la violencia en varias ciudades estadunidenses. En el lado izquierdo del lector está el porcentaje de homicidios como medida de violencia. El lado derecho indica en una escala creciente la magnitud del gasto asignado en estrategias antidrogas. Abajo, el lector puede ver una escala de tiempo dividida por décadas. La línea en rojo representa la fluctuación de la cantidad de homicidios durante el tiempo. La línea azul representa el dinero asignado a vigilancia, persecución, confiscación y otras actividades contra el narcotráfico. La dinámica es de gato y ratón.

Observe el lector que cuando la línea azul sube porque se gasta más en la guerra antidrogas, la línea roja de homicidios sube correspondientemente. Cuando se gasta menos en luchar contra el narcotráfico también hay menos homicidios, y por ende menos violencia en la sociedad.

La conclusión es que el dinero gastado en la guerra contra las drogas –dinero proveniente de los impuestos, no hay que olvidar–contribuye en última instancia a generar un mercado más violento, medido en este caso por un mayor porcentaje de homicidios.

Aplicadas estas conclusiones al caso mexicano, significa que cada vez que el gobierno anuncie un nuevo esquema sofisticado, con armamento tipo “juguetes de Jack Bauer”, para atacar las redes de distribución de droga, lo que los mexicanos debemos esperar y temer, es simple y sencillamente más asesinatos y violencia en general.

Algún lector perspicaz, seducido por el argumento de nuestro Presidente, replicará que esa violencia muy bien puede ser por corto tiempo y necesaria para ganar al final la guerra. Puede ser, sólo que hay que pensar qué es un “corto tiempo”. Lo que la evidencia científica nos dice es que ningún país en este planeta ha logrado ganar una guerra contra el narcotráfico después de más de cuatro décadas de aplicación de la política.

Cocaína, heroína, marihuana y demás estupefacientes son, hoy por hoy, más consumidas que nunca, más concentradas que nunca y también más baratas que nunca. Quizá dentro de un milenio eso pueda ser distinto… pero no estoy seguro de que queramos esperar tanto. Además, no hay hasta el momento estudios reportados que apoyen ese optimismo. Lo que sí hay son muertos, y muchos.

Los autores de este interesante estudio sugieren algunas de las razones de esta dinámica. Y sería ingenuo pensar que el gobierno mexicano ignora estos datos.

Quizá no tan extensos, pero estudios similares se publican desde hace décadas. Dejaremos para una columna próxima el análisis de esos argumentos. Baste decir de momento que cada vez que el gobierno mexicano gasta dinero en su guerra contra el narco causa más muerte y desolación en el país.

Los muertos, muchos de ellos tristemente etiquetados como “daños colaterales”, no son producidos como se nos quiere hacer creer, por los otros: por los malos, por los que secuestran, los que se pelean por territorios, los desalmados, los “hijos de puta” como los calificó el irreflexivo Héctor Aguilar Camín. Las balas, es cierto, salen de las armas de Los Zetas, de los chapos, de La Familia, de la corrupción de los cuerpos policiacos; pero la responsabilidad de esta masacre, lo que hace posible está situación es sin duda del gobierno mexicano.

Felipe Calderón y su gobierno son los responsables de implementar, a sabiendas, una política errónea y que ha producido la masacre de más de 34 mil mexicanos en poco más de cuatro años; de la misma forma que George Bush y su cúpula de halcones son responsables de las masacres en Afganistán e Irak, aunque el brillante expresidente no haya arrojado ninguna bomba; o de la misma forma que Rafael Videla es responsable del secuestro y tortura de ciudadanos argentinos, aunque éste jamás se haya manchado un dedo con ningún preso político.

Así que ya sabemos a quién hay que gritarle con enojo, coraje, reproche y absoluta razón: “No más sangre”.



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Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (II)



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Don Quijote contra El jefe Diego

Texto publicado originalmente en Emeequis el 15 de Diciembre del 2010.

Diego Fernández de Cevallos viste informal como pocas veces: pantalón de mezclilla, playera negra, chamarra a rayas, tenis grises. Se le ve bien, el cabello de corte impecable contrasta con una barba de aprendiz de ZZ Top o Maximiliano de Habsburgo venido a reaccionario.
Serio, adusto, cabal, entero, lleno del porte que lo caracteriza, El Jefe Diego aparece “espontáneamente” después del bombardeo de anuncios previos sobre su liberación en los medios nacionales. Decenas de reporteros pelean las primeras fotos y la primera grabación de quien fuera cautivo de una organización con supuestos tintes políticos, tan ramplona en discurso como en firma temporal: “Los misteriosos desaparecedores”.


Maneja un elegante Mercedes Benz color gris. Al apearse como prima donna al entrar al escenario, su mirada siempre intimidante parece detener con un gesto la voracidad de la jauría que lo arremete a preguntas. Dueño del tablado, sabe qué hacer. Nunca una María Callas se intimidó ante la demanda del público: las divas saben que la majestuosidad es su ventaja. Ante la insistencia de los reporteros repite, amable e imperativo: permítame, permítame, permítame… Espera a que el gallinero se acomode. Como párvulos en el colegio, los reporteros piden silencio. El Jefe comienza: un ruido se escucha, alguien habla a su espalda. Diego se detiene, gira noventa grados, le basta una mueca de sacerdote ofendido y el inoportuno reportero calla con los ojos clavados en el piso. El silencio reina de nuevo. El mensaje de Diego es llano, claro, irreprochable. La gratitud y la fe se transparentan en sus palabras. La devoción católica es la compañera permanente que legitima su discurso. Su compasión no tiene límite: sin síndrome de Estocolmo, magnánimo, perdona. El defensor de la ley se asoma de nuevo: moderado y comprensivo como la justicia debe ser.

La escenografía está completa. La gratitud patente con los medios, la piedad de legionario de Cristo, la virtud como estrategia de comunicación, la decisión como credencial, la virgen María y el Dios todo poderoso como testigos. No se esperaba menos de su alto espíritu ético. Juzgando por la entereza y determinación con la que El Jefe Diego sobrevivió a su secuestro, su saludo pareciera convencernos, supongo, de ser secuestrados. Hasta lo hace ver como una experiencia edificante.

Pero hay más, el aria aún no acaba, falta la catarsis heroica. Resuelto como Aquiles, valiente como Buzz Lightyear, imparable como Batman frente al Guasón, El Jefe Diego agrega:“Y permítanme recordar al Quijote y hacer sus palabras mías si la memoria no me traiciona: mis arreos son las armas; mi descanso, el pelear; mi cama, las duras peñas; mi vivir, siempre luchar. Gracias”.

El acto de identificación está consumado. Un nuevo guerrero después de su paso por el infierno emerge como el Fénix de las cenizas. Es un Diego más fuerte, más virtuoso. Una especie de Superman barbudo que después de asolearse con kryptonita está dispuesto a manejar con una mano para llevar un ramo de rosas a su Luisa Lane. Un Perseo capaz de sobrevivir a la cabeza mortal de la Medusa del crimen organizado. Una reencarnación ideal por fisonomía y carácter del héroe de Cervantes. Un candidato perfecto para grandes proezas; un candidato perfecto para ser candidato a… ¡candidato!, claro está.

La pantomima, por paradójica, es clara. El nuevo Diego aquijotado intenta sacudirse al Diego de antaño. El Diego aquel que hace unos años funcionó como el pulgar indispensable del chupacabras Salinas de Gortari. El Diego tajante que sentenció al fuego —el destino que sufrieron los libros de caballería del Quijote— las boletas electorales de las elecciones de 1988. El Diego acusado de ejercer su profesión de abogado, como quien mueve piezas de ajedrez en la maquinaria política para ganar millonarias demandas en contra del gobierno, mientras votaba como legislador las leyes que regían ese mismo gobierno. Aquel Diego malabarista, el que defendía, simultáneamente, la honestidad y los intereses de particulares sospechosamente relacionados con el narco. El que defendió la privatización bancaria, el Fobaproa, el abuso de poder en Atenco. En fin, el Diego que como pocos bellacos en este país ha causado —diría el verdadero Quijote— más agravios que desfacer, más sinrazones que enmendar, más abusos que mejorar, más tuertos que enderezar, más deudas que satisfacer. El Diego que intenta ahora mimetizarse en las armas enmohecidas pero efectivas del Quijote de Cervantes.

Hay, sin embargo, en la obra universal del manco de Lepanto un lugar para la honestidad de un alma como la de El Jefe Diego. Sólo es cuestión de buscar con cuidado el pasaje. Juan Haldudo es un rico propietario empeñado en desollar a latigazos a Andrés, un indefenso adolescente atado a un árbol, acusado de negligencia aun cuando su patrón le debe nueve meses de sueldo. Bajo la ardua amenaza del valiente Quijote, el propietario libera al muchacho y jura en vano pagarle lo que le debe. El retiro satisfecho del caballero marca el momento en que el canalla, viéndose fuera de peligro, recomienza la labor de castigo y abuso sobre su esclavo.

Ginés de Pasamonte es el pintoresco personaje que roba la espada al Quijote y su burro a Sancho después de ser liberado por este último de las cadenas que, como prisionero, le conducen a trabajar de galeote en las galeras. Es experto en el disfraz de gitano, de titiritero, en tretas y engaños en general.

Desde esta columna defendemos humildemente que El Jefe Diego tiene un lugar en la literatura. Más que del Quijote, Diego es la reencarnación de una quimera entre Ginés de Pasamonte y Juan Haldudo: ambos llevaban barbas largas, muy largas, mucho más largas que las del Quijote, o al menos así me las quiero imaginar.


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Diatriba de un halcón contra WikiLeaks

Diatriba de un halcón contra WikiLeaks

El único modo de proteger a nuestro pueblo, el único modo de asegurar la paz,
el único modo de controlar nuestro destino pasa por nuestro liderazgo.

George W. Bush


La larga historia de la infamia humana guarda muchos ejemplos: el día en que Hitler invadió Polonia, dando lugar a la Segunda Guerra Mundial; la usurpación del poder de los bolcheviques en Rusia, que sumió a casi medio mundo en una larga noche de oprobio marxista; la elaboración de armas de destrucción masiva de Saddam Hussein; los atentados de palestinos, empeñados en asesinar inocentes al detonar bombas adheridas a sus despreciables cuerpos. Los ataques en contra de la democracia y la justicia de los pueblos libres han sido el pan nuestro de cada día. Esa es nuestra cruz, de ahí nuestro sacrificio.

Sin embargo, la historia descubre siempre al final la verdad dura, granítica, objetiva y triunfante. Muy pronto los días aciagos que vivimos quedarán registrados en la larga lista de las vilezas humanas. La inclemencia del juez será, como debe ser, ejemplar y determinante con el grupo de freaks que han puesto en peligro la sana convivencia entre las naciones. Ese aglomerado de nerds llamado WikiLeaks, esos sujetos inadaptados, carentes de vida social, parafílicos que se excitan con acariciar un teclado y sólo tienen orgasmos al hackear la seguridad de sistemas confidenciales. Esos seres despojados de toda noción de deber serán exhibidos en la picota de la historia como tantos otros villanos y embaucadores de la sociedad.

Si les parece que me excedo en los epítetos, discúlpenme, pero el caso lo amerita. Sólo un morboso como Julian Assange puede defender que divulgar información extraída de bases de datos secretas es una cruzada contra la injusticia. Las hienas, por supuesto, no tardaron en ladrar. Nos acusan de espiar a funcionarios de otros países, ¡vaya necedad! Como si el gobierno americano no fuera el único calificado para evaluar la competencia de mandatarios, dirigentes y diplomáticos en todos los países. Es una tarea ardua, necesitamos información detallada de estos caudillos locales, de estos ignorantes que por las carencias de los pueblos que gobiernan llegaron al poder. Patrones genómicos, dactilares, iridiológicos, sanguíneos, pancreáticos, frecuencias con que practican el sexo o se les mueve el duodeno o deciden defecar: ¡todo es importante!, no podemos saber de antemano qué botón debemos apretar para controlarlos. ¿Qué sucedería si uno de estos personajes poseyera genes que producen locura o imbecilidad, tan frecuentes en los países en decadencia? ¿Quién, si no nosotros, puede asegurar qué peligros de ese calibre serán erradicados?

 

Las ilegales publicaciones de WikiLeaks ponen, además, en riesgo de muerte, de tortura, de despellejamiento a las valientes tropas americanas, ocupadas en misiones que garantizan la libertad y los derechos humanos en el mundo. ¿Cómo se atreven a publicar informes que sugieren que mentimos sobre lo sucedido en Irak y Afganistán? Sin ese “tratamiento de la información”, la sabia égida de nuestra dirección peligraría ante los terroristas de nuestro propio país, empeñados en demostrar que esas ratitas que corren bajo nuestros helicópteros son también seres humanos. ¡Por Dios! La providencia le dio a nuestro pueblo elegido el derecho de matar unos cuantos miles de bazofias humanas en países insignificantes, plagados de terroristas, empeñados en entorpecer el buen desarrollo de nuestras empresas petroleras, tan necesarias en la recuperación de la economía mundial. Por otro lado, acusan que presionamos a países para que acepten algunos de los despojos humanos que tenemos resguardados en Guantánamo. Debemos estar conscientes que es obligación de todos combatir el peligro terrorista que espera la mínima oportunidad para atacar a nuestro valeroso pueblo.

La irresponsabilidad de los ataques es ilimitada. Recientemente, Assange y sus mercenarios amenazaron con hurgar en eso que llaman corrupción bancaria, sin considerar la tremenda importancia de los bancos en la creación de empleos, mercados y en la lucha de la crisis a nivel mundial. ¿No es la estabilidad económica mucho más importante que cualquier travesura o desliz de escritorio? ¿Quién se atreve a tirar la primera piedra?
En fin. ¿Qué no comprenden los epígonos de esta sarta de ladrones que todo esto es producto de Julian Assange, un violador de bellas agentes de la CIA y de un robo por parte de un depravado soldado aficionado a Lady Gaga? Nadie en su sano juicio puede defender un hurto, un escamoteo, un plagio, una sustracción, uno de los siete pecados capitales que merece la condena eterna y la calcinación en el infierno.

Pero Julian Assange y su cuadrilla de criminales no se saldrán con la suya; serán cazados sin descanso por un escuadrón dirigido por el amigable presidente de Ecuador. Una vez capturados, el castigo será ejemplar. Sanguijuelas de este calibre no merecen menos que el secuestro de sus hijos, el colgamiento de los pulgares, la extracción de las uñas, las patas quemadas de Cuauhtémoc, los tehuacanazos en las narices, la quema testicular de la picota argentina, la mutilación manual del ladrón del Medio Oriente, la lapidación de la mujer adúltera, el tormento de agua de los chinos, el mochamiento de las orejas, la decapitación estilo narcotraficante, la cocción a fuego lento en alguna guardería del IMSS… o ya de menos una clase de locución con Andrés Manuel López Obrador.

El mundo debe entender que la única razón de Estado legítima, es la razón de nuestro Estado: el único infalible, prestigiado, potente, que como padre amoroso debe estar exento de explicar sus motivos y conductas, pues son siempre por el bien de sus entenados, de sus hijos, de esas febriles e inocentes creaturas que tanto rigor y ayuda necesitan.



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El Teletón o instrucciones para el sentimentalismo indoloro



…es mucho más fácil solidarizarse con el sufrimiento que con el pensamiento.
Oscar Wilde

El cabello brilla como acabado de bolear. Él es alto, fuerte, de hombros anchos; una especie de jugador de futbol americano venido a conductor. Padece desde joven una patología en el músculo risorio que le obliga a sonreír cada cinco segundos: la dentadura de alabastro es el símbolo perfecto para las marcas de dentífricos. Marco Antonio Regil no sólo es guapo, es elocuente y séntido en el discurso:


Me duele, me duele mucho (y Marco pestañea para que duela más). A pesar de todo lo que hemos visto (y los ojillos de Marco se entrecierran). A pesar de todo lo que hace el Teletón año con año (y a Marco se le escapa una lágrima de reproche). Me duele porque no entiendo (y todo en Marco tiembla en convulsiones: la voz, la mejilla, la cadera, los testículos). No entiendo qué más tenemos que hacer para convencer a la gente que tiene su corazón duro (y Marco dice “duro” con desdén de telenovela). ¿Qué necesitamos hacer para lograr que ustedes levanten el teléfono y marquen y den un donativo al Teletón? (y Marco sorbe mocos, carraspea con la flema atorada). ¿Qué tenemos que hacer? (y Marco levanta los ojos preguntando al cielo). ¡No puedo creer que en hora y media no vamos a poder celebrar llegar a la meta! (y Marco grita como un Pedro Infante clamando por Torito). Me siento frustrado, desesperado, triste (y Marco gime, ¡por favor, ¡por favor!, ¡no me dejes!). ¡Marquen, por favor! ¡Ayuden al Teletón! (y Marco es Medea: llora como plañidera, reprocha como Pimpinela, se retuerce como gusano en sal, se ahoga, patalea, se sofoca y después… sonríe).

Marco baja la cabeza, la barbilla encajada en el pecho, los ojos en blanco, la Madre Teresa de Calcuta tirita bajo su smoking. Marco Antonio Regil se retira desconsolado, la cámara acompaña su pena; su sonrisa, beatífica y congelada, da la bienvenida a Lucero. La promiscua novia de todo un continente le entra al quite; el sentimentalismo es su especialidad.

El proceso de sentimentalización se acelera, se apropia frenéticamente de sus víctimas. Hay un ideal, hay símbolos: una ilusión prefabricada. El ideal es obvio: la caridad desinteresada; los símbolos son muchos, por ejemplo, un niñito con las piernas apropiadamente deformadas. Pablito fue seleccionado porque es locuaz, simpático, fotogénico y de pilón canta bien. La realidad dolorosa de los niños con discapacidad es suplantada, reducida, simplificada, vendida y empaquetada en una cajita de ilusión tipo McDonalds con un corazón morado y la foto de Pablito.

El publico conmovido obtiene su recompensa. La ilusión rasurada de complejidades le da el placer de la sencillez. Las realidades complejas son siempre inquietantes; las versiones simplistas y edulcoradas son accesibles, cómodas, incluso deliciosas. El Teletón no sólo vende artistas, publicidad y entretenimiento: incluye en un solo y mágico acto comercial, el sentimiento de sentirnos bondadosos y caritativos al ayudar a Pablito. El acto egotista, narcisista de consumo incluye un espejo truqueado que arroja siempre una cara de generosidad.

¿Le gusta la oferta? ¿No le convence? Si llama en los siguientes dos suspiros se lleva el paquete “Teletón all inclusive”. Este paquete, además de todas las ventajas que ya le mencionamos, ofrece comodidad y olvido. Comodidad para sentirse bien ayudando a Pablito… siempre y cuando Pablito esté lo suficientemente lejano y no impida cambiarle de canal a la hora de la telenovela o el futbol. Además, se lleva por el mismo precio las pildoritas de olvido. ¿Quién quiere recordar que la tremenda situación de injusticia que viven niños como Pablito y sus familias es perpetuada por quienes, como Televisa, concentran el poder económico y rechazan a toda costa cambiar un sistema que les beneficia y que sume en la miseria a familias como la de Pablito? ¿Quién desea acordarse de que su donación le permite a Televisa y demás patrocinadores evitar la molestia de pagar impuestos que podrían ser aplicados a atender –¡oh, ironía de la vida!– a niños discapacitados? La memoria en este caso es pura mala educación.

El sentimentalismo del Teletón no es más que un atajo por los laberintos emocionales. La discapacidad como instrumento de moda produce una solidaridad epidérmica, tan profunda como un chapoteadero.

Al final el público sentimentalizado es degradado y convertido en esponjita gelatinosa que lo único que sabe es absorber lágrimas de telenovela. Un público apático, conformista, a salvo de lidiar con la dolorosa realidad que no se exhibe en la pantalla chica. Un público desanimado, apático, conformista, a salvo de lidiar con la dolorosa realidad no exhibida en pixeles. Un público en que toda respuesta emocional genuina, compleja, variada, activa, es reemplazada por esa flatulencia de solidaridad, ese vómito de lágrima, esa barro putrefacto de auto indulgencia: esa cajita de mierda con forma de corazón llamada Teletón.










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