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sábado, 22 de junio de 2019

Marx y los viernes de cuentos peregrinos

Marx y los viernes de cuentos peregrinos


Por Luis Ramírez Trejo (Homo vespa).

En las noches sofocantes como esta, con frecuencia me revuelco en ropa interior en la cama, con un libro colgando de la punta de la mano. Hoy nado en un sudor nocturno que algo tiene de desubicado, con los “Manuscritos de 1844” por Karl Marx. El sudor no es propio de las noches, sino resultado natural de una operación de homeostasis en los días que se camina entre semáforos, autos y personas, bajo un sol intenso e indiferente a las minucias de quienes le deben la vida y el agobio. Con la piel pegajosa, harto de sostener el peso del libro en turno, en la noches como esta suelo recordar aquel cuento de García Márquez que leí en mi, quizá más sofocante, adolescencia.

Era una tragedia llena de complicaciones amorosas y tropicales como le gustaban las complicaciones a Gabo. Billy Sánchez —un junior impertinente y atrabancado: un mirrey cualquiera— irrumpe con sus compinches, cadena en mano, en un balneario para señoritas de Cartagena de Indias. Descubre la imposible belleza núbil de Nena Daconte en un cuartito de esos que se usan para cambiarse el traje de baño. Hija de un matrimonio de alcurnia, Nena había aprendido 5 idiomas y pasado todos los cursos de una academia exclusiva de Suiza. Ahí también cultivó su gusto por la música. Yo la imaginé, sobre todo, tocando el saxofón con las piernas abiertas y metida en unas botas pesadas e improbables de rebelde noventera; tan desgarbada y sexy que mereció la censura de su madre. ¡Claro! La madre sospechaba que no pocos codiciábamos los muslos juveniles que saludaban debajo de la falda corta al ritmo disonante de Charlie Parker.

Nena, lo recuerdo bien, vio desconcertada como se botaba el seguro del cambiador entre el escándalo de gritos y sombrerazos que se multiplicaron en cuestión de segundos. La puerta se abrió y ahí frente a una Nena semidesnuda, Billy —el torpe y atractivo cadenero— cumplió con el rito que su imbecilidad le tenía destinado. Después de mirar con más azoro que apetito a la joven, el cadenero se bajó el traje de baño de leopardo y mostró su pene erguido como un ritual de potencia más bien dudosa, pero harto exhibicionista.

Nena lo miró con desdén. El orgullo de princesa criolla de Nena no la dejaría sucumbir de miedo ante un mandril por muy bello o intrépido que fuera y le soltó una de esas frases lapidarias que enamoran a cualquiera. Le dijo algo así como: “Pues los he visto mucho más grandes y mejores. Así que si piensas hacerme algo con eso, más vale que te portes como un negro en forma antes de que muera de aburrimiento”. El Gabo dice que Nena era virgen y que no había visto pene alguno en su vida, además por supuesto de las minuciosas clases de anatomía en la academia suiza.

Según recuerdo, el mandril por toda respuesta sólo atinó a golpear el muro más cercano con la cadena enredada en el puño. Con el hueso astillado, Billy se tiró a berrear de ira y de dolor: a quejarse con un berrinche mal disimulado de que las vírgenes ya no gritaban de susto ni lloraban como antaño ante el horror de la posible honra perdida. Ya se sabe: los tiempos antiguos fueron siempre mejores.

En todo caso, el despliegue no le salió tan mal al junior. Como casi no pasa en la realidad, la virgen encantadora terminó por enamorarse del mandril —quizá violador— pero de trasero jugoso y hombros nada desdeñables. Nena decide cuidar al idiota durante una recuperación prolongada.

Y es aquí donde me da por recordar este cuento en las noches en que el calor no da tregua, porque Nena atiende y cura al junior en cuestión en un cuarto que yo imaginé lujoso, amplio, y con una terraza marítima. Una residencia burguesa y ostentosa con vista al mar, justo en medio de un muelle sucio e incansable.

En ese cuarto, nena tiene la paciencia para enseñar al retrasado mental a hacer el amor en forma. Ahí, con el cabestrillo sosteniendo la mano del mandril, Nena atiende a la impaciencia de dos cuerpos ansiosos, mientras por los ventanales entra el olor a mar, a aire traído de otras tierras, y a mierda de las letrinas de los restaurantes que cocinan mariscos en aceite hirviendo.

El calor llena la noche de gemidos, placeres y agitaciones que se amontonan al mismo tiempo que la voz ronca del silbato de los barcos anuncia la despedida con que zarpan hacia otro horizonte.

Acá en la colonia Guerrero, desde la ventana se ven grupos de personas buscando el puesto de tacos, quesadillas, o cervezas. De momento, no hay olor ni a mar ni a ostras ni a mierda que entre por las ventanas. Entra, más bien, un olor a humo y a bochorno por la lluvia que pierde su capacidad de refrescar cuando las noches rondan los 30 grados. No se oyen gaviotas, aunque si una que otra letanía de gemidos de vecinos impetuosos que parecen competir en sus orgasmos con los motores de los trailers que atraviesan la ciudad. Es viernes: la gente busca alguna evidencia de que están vivos.

Aquí en mi departamento falta el mar, el trajín del muelle, el silbato de los barcos y, sobre todo, falta Nena Daconte. Debe ser que está ocupada, Gabo me cuenta que después de esas noches con Billy en Cartagena de Indias, Nena quedó embrazada y se casó de emergencia, para desencanto de sus padres, con el mandril tarado que se encontró en aquel balneario.

Es raro. Yo nunca he pensado en casarme y seguro no puedo manejar una cadena sin tirarme a mí mismo un par de dientes. Lo pienso bien y me retracto: en las noches así de calurosas puede ser que no envidie tanto tener una ventiañera desnuda en mi cama. Además, según Gabo, apenas llegan a la luna de miel en Europa, las veinteañeras como Nena Daconte se mueren desangradas por un pinchazo de rosa que causa las hemorragias de dedo más fulminantes de que la literatura tenga noticia.

Destapo una cerveza y regreso a Marx. El cadáver de Nena Daconte puede seguir pudriéndose con su hoyito imperceptible en el índice de la mano derecha. Al fin y al cabo, los cadáveres nunca han entendido nada sobre la lucha de clases.

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