Marx y los viernes de cuentos peregrinos
Por Luis Ramírez Trejo (Homo vespa).

Era
una tragedia llena de complicaciones amorosas y tropicales como le
gustaban las complicaciones a Gabo. Billy Sánchez —un junior
impertinente y atrabancado: un mirrey cualquiera— irrumpe con sus
compinches, cadena en mano, en un balneario para señoritas de
Cartagena de Indias. Descubre la imposible belleza núbil de Nena
Daconte en un cuartito de esos que se usan para cambiarse el traje de
baño. Hija de un matrimonio de alcurnia, Nena había aprendido 5
idiomas y pasado todos los cursos de una academia exclusiva de Suiza.
Ahí también cultivó su gusto por la música. Yo la imaginé, sobre
todo, tocando el saxofón con las piernas abiertas y metida en unas
botas pesadas e improbables de rebelde noventera; tan desgarbada y
sexy que mereció la censura de su madre. ¡Claro! La madre
sospechaba que no pocos codiciábamos los muslos juveniles que
saludaban debajo de la falda corta al ritmo disonante de Charlie
Parker.
Nena,
lo recuerdo bien, vio desconcertada como se botaba el seguro del
cambiador entre el escándalo de gritos y sombrerazos que se
multiplicaron en cuestión de segundos. La puerta se abrió y ahí
frente a una Nena semidesnuda, Billy —el torpe y atractivo
cadenero— cumplió con el rito que su imbecilidad le tenía
destinado. Después de mirar con más azoro que apetito a la joven,
el cadenero se bajó el traje de baño de leopardo y mostró su pene
erguido como un ritual de potencia más bien dudosa, pero harto
exhibicionista.
Nena
lo miró con desdén. El orgullo de princesa criolla de Nena no la
dejaría sucumbir de miedo ante un mandril por muy bello o intrépido
que fuera y le soltó una de esas frases lapidarias que enamoran a
cualquiera. Le dijo algo así como: “Pues los he visto mucho más
grandes y mejores. Así que si piensas hacerme algo con eso, más
vale que te portes como un negro en forma antes de que muera de
aburrimiento”. El Gabo dice que Nena era virgen y que no había
visto pene alguno en su vida, además por supuesto de las minuciosas
clases de anatomía en la academia suiza.
Según
recuerdo, el mandril por toda respuesta sólo atinó a golpear el
muro más cercano con la cadena enredada en el puño. Con el hueso
astillado, Billy se tiró a berrear de ira y de dolor: a quejarse con
un berrinche mal disimulado de que las vírgenes ya no gritaban de
susto ni lloraban como antaño ante el horror de la posible honra
perdida. Ya se sabe: los tiempos antiguos fueron siempre mejores.
En
todo caso, el despliegue no le salió tan mal al junior. Como casi no
pasa en la realidad, la virgen encantadora terminó por enamorarse
del mandril —quizá violador— pero de trasero jugoso y hombros
nada desdeñables. Nena decide cuidar al idiota durante una
recuperación prolongada.
Y
es aquí donde me da por recordar este cuento en las noches en que el
calor no da tregua, porque Nena atiende y cura al junior en cuestión
en un cuarto que yo imaginé lujoso, amplio, y con una terraza
marítima. Una residencia burguesa y ostentosa con vista al mar,
justo en medio de un muelle sucio e incansable.
En
ese cuarto, nena tiene la paciencia para enseñar al retrasado mental
a hacer el amor en forma. Ahí, con el cabestrillo sosteniendo la
mano del mandril, Nena atiende a la impaciencia de dos cuerpos
ansiosos, mientras por los ventanales entra el olor a mar, a aire
traído de otras tierras, y a mierda de las letrinas de los
restaurantes que cocinan mariscos en aceite hirviendo.
El
calor llena la noche de gemidos, placeres y agitaciones que se
amontonan al mismo tiempo que la voz ronca del silbato de los barcos
anuncia la despedida con que zarpan hacia otro horizonte.
Acá
en la colonia Guerrero, desde la ventana se ven grupos de personas
buscando el puesto de tacos, quesadillas, o cervezas. De momento, no
hay olor ni a mar ni a ostras ni a mierda que entre por las ventanas.
Entra, más bien, un olor a humo y a bochorno por la lluvia que
pierde su capacidad de refrescar cuando las noches rondan los 30
grados. No se oyen gaviotas, aunque si una que otra letanía de
gemidos de vecinos impetuosos que parecen competir en sus orgasmos
con los motores de los trailers que atraviesan la ciudad. Es viernes:
la gente busca alguna evidencia de que están vivos.
Aquí
en mi departamento falta el mar, el trajín del muelle, el silbato de
los barcos y, sobre todo, falta Nena Daconte. Debe ser que está
ocupada, Gabo me cuenta que después de esas noches con Billy en
Cartagena de Indias, Nena quedó embrazada y se casó de emergencia,
para desencanto de sus padres, con el mandril tarado que se encontró
en aquel balneario.
Es
raro. Yo nunca he pensado en casarme y seguro no puedo manejar una
cadena sin tirarme a mí mismo un par de dientes. Lo pienso bien y me
retracto: en las noches así de calurosas puede ser que no envidie
tanto tener una ventiañera desnuda en mi cama. Además, según Gabo,
apenas llegan a la luna de miel en Europa, las veinteañeras como
Nena Daconte se mueren desangradas por un pinchazo de rosa que causa
las hemorragias de dedo más fulminantes de que la literatura tenga
noticia.
Destapo
una cerveza y regreso a Marx. El cadáver de Nena Daconte puede
seguir pudriéndose con su hoyito imperceptible en el índice de la
mano derecha. Al fin y al cabo, los cadáveres nunca han entendido
nada sobre la lucha de clases.
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