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martes, 30 de abril de 2019

Game of Thrones o la impotencia del spoiler


Game of Thrones o la impotencia del spoiler

Por Luis Ramírez Trejo (Homo vespa).

Como casi siempre, soy un espectador tardío. Empecé a ver la serie Game of Thrones hace unos tres años, cuando ya llevaba cinco la saga. Aunque soy presa confesa de los espectáculos capitalistas, nunca he tenido televisión y no estoy dispuesto a pagar un centavo a emporios industriales como HBO, Netflix o Marvel. Por otro lado, soy incapaz de tener sentimiento alguno por las “première”: me es absolutamente ajena esa infantil ansiedad mezcla de carrera de costales y exclusividad de butaca, que se supone debe hacernos sentir especiales. En todo caso, siempre que veo el cine o el Internet abarrotados por algún estreno, me horrorizo e intrigado me pregunto en dónde se extravió mi natural ímpetu por llegar primero a la taquilla o a cualquier lugar. Nunca he llegado a conclusión alguna, pero sé que no fui el primero que leyó el Quijote o Moby Dick; tampoco el primero que escuchó a Pink Floyd o los Caifanes; y mucho menos el primero que coleccionó los cómics de los X-Men o Spiderman y, sin embargo, ello no impidió que disfrutara todo lo anterior, con llanto infantil o trauma adolescente incluidos.

Debido a esta vocación de retraso, casi siempre espero a que termine la temporada de exhibición para hackear, de páginas piratas, la nueva película de los vengadores, la última temporada de la serie en turno, o las películas ganadoras del Oscar que, con suerte, son incluso buenas.

Sin embargo, este año mis amigos me convencieron de ver en grupo los nuevos capítulos de Juego de Tronos conforme salían al aire. Con cervezas, mezcal y queso, era imposible rechazar una compañía bastante más encantadora que mis programas de hackeo y mi computadora Linux de modelo arqueológico.

Así pues, entre especulaciones, apuestas y tragos dominicales, el domingo pasado llegamos al tercer capítulo de la octava y última temporada de Game of Thrones. Un capítulo medular titulado La larga noche en que por fin casi todas las fuerzas de lo vivo ―olvidando viejas rencillas― se enfrentan juntas, por su supervivencia, a un ejército de caminantes blancos: cadáveres andantes, hambrientos, salvajes, malolientes y descarnados; muy del estilo de las películas de zombis.

Aunque puede parecer curioso en alguien que dudosamente puede manejar un bate de beisbol sin que se le disloque el hombro, soy amante de las secuencias de batallas. Me encantaría contarles con detalle y sadismo spoilero la cruenta masacre sobre la que trata el capítulo. Sin embargo, la verdad es que no vi casi nada, pues la batalla se desarrolló en una neblina oscura y azulada como la boca de uno de esos cuerpos trashumantes. Además soy miope, así que vi aún menos de lo evidente, y si no hubiera estado acompañado de mis amigos, pensaría ―en mi desesperación― que mi discapacidad visual me estaba jugando otra mala pasada.

Pero la incertidumbre no desmereció la sesión: la penumbra y la música nos mantuvieron en una tensión de manos sudorosas, sobresaltos de corazón, y gritos de lamento por la muerte de algún personaje especialmente cercano a nuestros corazones. Como todos en este mundo, yo también discrimino: soy fan, en orden decreciente, de los dragones, Tyrion Lannister, Arya Stark, Bran Stark, Davos Seaworth y Jon Snow. Eso con respecto al elenco regular aún vivo.

Daenerys Targaryen, por supuesto, se cuece aparte. Desde que conocí a la madre de los dragones, pensé que era inevitable incluirla en mi Libreta de amores improbables. Un registro de mis temporales infortunios erótico-amorosos que incluye, entre otras, a Mónica Bellucci, Alejandra Pizarnik, Isabelle Stengers, Black Widow, Dolores del Río y Rosa de Luxemburgo.

Daenerys no sólo se acerca demasiado a mi biotipo preferido de mujer: pequeña, caderona, mesomorfa y de cintura escapular estrecha; sino que además tiene trenzas plateadas como columnas salomónicas y es arrogante, inteligente e inmune al fuego. Sería la cómplice perfecta en caso de que decidamos dedicarnos al huachicoleo.

Tiene sus defectos. ¡Claro! Es repulsivamente cursi: tanto como para perder un dragón salvando a su crush del momento, Jon Snow. Además, no parece ser la más ducha como jinete de dragones. En el único spoiler que puedo darles (con imprecisión) parece que en este capítulo, Danny tuvo la brillante ocurrencia de perder otro dragón. Si los dragones pueden volar, ¿a quién carajos se le ocurre poner a caminar a uno entre una horda de zombis de ojos azules? Soy, sin embargo, magnánimo; puedo perdonarle su ineficacia y sensiblería.

En todo caso, de momento, Daenerys está no sólo ocupada recuperando el trono de los siete reinos, sino que parece enamorada de Jon Snow. No obstante, a pesar de su nobleza, el tal Snow no tiene nada que ver con el antiguo y difunto amante de Daenarys, Drogo Khal, el jefe bárbaro de los dothraki. Ese sí era un hombresototote como para ser Rey de todas las tierras y, en especial, de la inmensidad de los mares. Por fortuna, Drogo ya está muerto. Asimismo, Daenerys se enteró recientemente que es tía de Jon, que en realidad se llama Aegon Targaryen, y que es el heredero al trono por el cual todos se pelean. Ello asegura una relación incestuosa que muy bien puede acabar en una guerra descomunal para ver cuál de los dos paga la terapia, se lleva la casa, el coche y la mitad de los hijos.

Además, las cópulas entre tías y sobrinos suelen procrear niños con colas de cochino como enseñó el insigne genetista Gabriel García Marquez. Así que no pierdo las esperanzas y en mis momentos de optimismo me gusta pensar que, aunque Jon Snow es bello como ninguno, también es hasta más teto que yo.

Juro que no mezclé drogas en la escritura de este texto.







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