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martes, 24 de diciembre de 2013

Caso Portugal: descriminalizar las drogas sí ayuda a combatir al narcotráfico


La guerra contra las drogas es nuestra segunda guerra civil.

Richard Nixon, presidente de Estados Unidos de 1969 a 1974


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Agrio, mentiroso, paranoico y egocéntrico serían algunos de los adjetivos para describir al expresidente estadunidense que inauguró la guerra contra las drogas como una política de alcance mundial. En 1969 Richard Nixon ordenó el cierre de la frontera con México y comenzó una cruzada sin tregua contra el tráfico y uso de estupefacientes. Una curiosa excepción la constituyeron las anfetaminas, que eran ya producidas en cantidades descomunales por las principales farmacéuticas estadunidenses. Después de todo, Nixon le tenía más que afecto a otra pildorita, el Dilantín, que usaba como antidepresivo para soportar la tragedia de ser él mismo.

Con el tiempo, la política de la guerra contra las drogas de Nixon ocasionó que poderosos grupos criminales dominaran una industria que involucra capitales sólo comparables con los del mercado petrolero. Sus recursos les permiten transportar y distribuir droga a gran escala, corromper a policías y a gobiernos, y reclutar permanentemente cuadros a nivel internacional. Desde Nixon, el mundo sufre la ineficacia de una guerra que estigmatiza el uso de las drogas, criminaliza a los consumidores, y convierte sociedades enteras en campos de batalla y cementerios de miseria. Es mucho lo que el mundo le debe al espía de Watergate.

Nixon nunca sospechó que uno de sus mayores epígonos surgiría al sur del río Bravo. La ejemplar guerra contra las drogas de Felipe Calderón nos ha dado la oportunidad de experimentar fenómenos únicos en el mundo. Decenas de miles de muertos, innovadoras estrategias para animar las fiestas de adolescentes con asesinatos masivos, el hallazgo de cabezas humanas a manera de esferitas de navidad en las afueras de los ayuntamientos, o el éxito del tiro al blanco en los retenes militares, dan cuenta de la efectividad de la estrategia gubernamental contra las drogas…

Pero mientras nuestro Presidente se empeña en defender su estrategia contra el narcotráfico con la racionalidad de mi sobrino de tres años en pleno berrinche, en otras latitudes, incluyendo Estados Unidos, se exploran políticas mucho más humanitarias y pragmáticas para lidiar con la drogodependencia.

A comienzos de este mes, California rechazó por un estrecho margen (54% vs 46%) la Propuesta 19, que pretendía regular y gravar la producción, consumo y comercio de la marihuana a lo largo de todo ese estado. Aunque para los defensores de la prohibición esto puede significar un triunfo, la propia existencia de una votación así es una muestra de que la tendencia a la descriminalización y tolerancia de ésta y otras drogas, solamente puede negarse desde la seguridad del púlpito o la hipocresía de los foros de política internacional. No hay que olvidar que en 14 estados de nuestro vecino del norte, el uso médico de la marihuana puede ser prescrito sin mucha alharaca para afecciones como falta de apetito, estrés o insomnio.

Arizona es el caso más reciente, pues se acaba de aprobar también ahí el uso de la marihuana medicinal, e incluso quien no esté cerca de un lugar que la venda tendrá derecho a sembrar hasta 14 matas de cannabis en su casa.

Uno de los ejemplos más interesantes en Europa es el del muy conservador y católico Portugal. Hace 10 años, en octubre del año 2000, se aprobó una ley que descriminalizó el uso de todas las drogas, tanto duras como suaves, naturales o sintéticas, en carrujo, pastillita o polvito. Los principales ejes de esta legislación son la erradicación de las sanciones penales a la posesión de drogas y la introducción de comités de disuasión para atender las narcoadicciones.

Esto no significa que las drogas se hayan legalizado, sino que una persona en posesión de drogas es conducida con un panel de expertos que determina qué tipo de consumidor es. Si se trata de un adicto, se le ofrece atención terapéutica no obligatoria.

¿Demasiado Montessori? Quizá, pero las políticas de descriminalización de las drogas han arrojado resultados más que estimulantes. Un informe conducido en 2009 por Glenn Greenwald, de la agencia estadunidense CATO, y el informe 2010 del Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías publicado este mes, acreditan que Portugal goza hoy de una de las tasas más bajas de consumo en drogas claves como la marihuana y las anfetaminas. El consumo de heroína, una de las drogas más populares en Portugal, ha disminuido radicalmente. Otras, como la cocaína, no han sufrido modificaciones apreciables, pero se estima que el consumo general de drogas ha disminuido en 10 por ciento.

En otro ámbito, las muertes por sobredosis y el contagio de enfermedades relacionadas con el uso de drogas por inyección como VIH y hepatitis han disminuido dramáticamente. Estos resultados demuestran la efectividad de una política que no considera a los consumidores como criminales, y que enfatiza el tratamiento como la piedra angular para atacar la narcodependencia. Después de todo, los hospitales son más efectivos que las cárceles.

La erradicación de la barrera del miedo a ser encarcelado ha permitido que cada vez más adictos busquen ayuda y que la violencia relacionada con las drogas haya disminuido: los adictos no necesitan delinquir para obtener dosis de manera gratuita en terapias de sustitución.

Además, la sociedad portuguesa conoce hoy con más precisión los distintos patrones de consumo, lo que permite disminuir la estigmatización y adaptar las respuestas educativas y de atención más allá de la satanización, estupidez y dogmatismo del “Di no a las drogas”.

Por si fuera poco, la sociedad se ha vuelto más exigente en torno a la efectividad de los programas gubernamentales. La lucha contra el narcotráfico también se ha beneficiado: Portugal es hoy uno de los países que confisca más droga ilegal en el mundo.

Ante el flagrante fracaso de su política contra las drogas, el gobierno mexicano aprobó en agosto de 2009 una tímida ley que despenaliza la posesión de mínimas cantidades de diversas drogas, pero intensifica los castigos en contra de las personas que posean cantidades aún ligeramente superiores a los parámetros establecidos. Esta ley no contempla en modo alguno una red de atención a los problemas sociales y de salud derivados de la adicción, ni tampoco a los instrumentos para mejorar los programas de educación e investigación acerca del consumo de drogas.

Así pues, los mexicanos permanecemos en gran medida ignorantes de los patrones de consumo de drogas en nuestro país y los efectos que causa.

Más allá de la retórica del presidente Calderón y su estrategia de aficionado a las largas sagas de Rambo —o Jack Bauer, protagonista de 24, la serie que ha citado más de una vez—, una verdadera lucha contra el narcotráfico en México debe involucrar medidas serias para descriminalizar el uso de drogas, atender los problemas de salud derivados de su consumo, regular su tráfico y comercio, y mejorar la situación de miles de mexicanos obligados a ingresar a las filas del narcotráfico como única forma de sobrevivencia.

Sería ingenuo pensar que existe una receta para solucionar los problemas de violencia que aquejan a nuestro país, pero una iniciativa así tendría muchas más probabilidades de mejorar la alarmante situación en que vive actualmente México.

Muchos dirán que soluciones como la de Portugal son muy caras y exclusivas del Primer Mundo. Sin embargo, la estrategia de Rambo no nos ha salido especialmente barata en términos económicos y sociales.

Es hora que la sociedad discuta y exija alternativas reales al consumo de drogas. Es cuestión de vida o muerte… y esto no es una metáfora.

Ojalá pudiéramos rolar un poquito de sensatez portuguesa a nuestros gobernantes.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Lista de coeditores de "La Piel del Desierto"


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lunes, 16 de septiembre de 2013

México: la fiesta sin fiesta


México: la fiesta sin fiesta 
 

Empecemos con un lugar común: el pueblo mexicano tiene un talento especial para el rito del festejo que no se circunscribe ni al calendario religioso ni al oficial. El bautizo, el cumpleaños, la primera comunión, la graduación, la boda, las chelas de los viernes, el domingo de futbol, la presentación de tres años, el fin de año, el Día de Muertos, la Navidad, el día de la madre, el del padre, el del compadre, son algunos ejemplos en una lista que de infinita se antoja digna de festejarse.

La esencia de la fiesta nos es grata y no la traicionamos. Sabemos que en mayor o menor medida el desmadre licencia la confianza. Los chistes multicolores, la palmadita en la espalda, la torteada en el baño, el albur de la abuela, las faramallas del galán, la miradita gatuna, el cachondeo digital, la charanga, la salsa en línea, el karaoke de lástima, el pasito de break dance con fisura incluida, la coreografía vergonzosa de Timbiriche, ¡el comon-comon ebribadi!, el beso entre compadres, los malabares genitales: “miando y caminando”… todas son expresiones del espacio de libertad que nadie nos puede escamotear en una pachanga. Esa es nuestra rebelión de todos los días.

Mijaíl Bajtín (1895-1975), filósofo y literato soviético perseguido por Stalin, se hubiera deleitado con el talante carnavalesco del mexicano. En su clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento explica que una verdadera fiesta está cimentada en un ideal: la dimensión de libertad, confianza e igualdad con que se brinda un escándalo. Una dimensión que tiene la habilidad de sustraer al pueblo de la cotidianidad, amalgamar sus gritos, seducir sus bailes, sublimar su carcajada, pero sobre todo, equiparar a los desiguales.

El carnaval verdadero es ese éxtasis en que las máscaras terminan por desnudar a los hombres; ya desnudos, más allá de lo cotidiano, todos son parte del espectáculo que se erige como realidad absoluta. Sin esa revolucionaria cercanía la fiesta no existe: todo queda en vana flatulencia de festejo, pálido retozo, sequía de catarsis, desabrido contoneo, telenovela vespertina, informe de gobierno, aburrida oficialidad.

Es por eso que las fiestas oficiales fracasan en emular al verdadero festejo; ahí el ideal legalizado muere de buenas maneras. Las fiestas oficiales no son capaces de sacar al pueblo de los esquemas de desigualdad en los que sobrevive, no transgreden la realidad: la sancionan, la suscriben, la consolidan.

Suetonio nos cuenta cómo desde la antigua Roma las fiestas imperiales han sido organizadas para reafirmar nuestras diferencias. Para el emperador Augusto, como para nuestros presidentes, lo importante es el orden y la afirmación. Soldados, senadores, funcionarios, mujeres, fotógrafos y, por supuesto, emperadores y presidentes divididos por vallas que vociferan su condición, fortuna, posición o color. Todos se presentan con sus insignias visibles, lugares asignados, modos adecuados. Domesticación hecha desfile.

Las élites piden agua elegantemente y se hacen las desentendidas cuando alguien se tira un pedo o lanza un grito de protesta. Los plebeyos, ahí donde siempre, custodiados como deben estar, quizá por policías acalorados o militares ceñudos, pero ambos irrefutables. Ahí todos somos mexicanos, pero como siempre, hay de mexicanos a mexicanos: irónico es el epílogo de nuestra independencia, de nuestra revolución.

Nuestros gobernantes nunca han entendido: no se trata de desfiles con gladiadores que se inmolan en los anfiteatros o en las calles de la ciudad. Tampoco se trata de si el presidente, como un otrora Calígula apoyando a la facción verde, decide ir a saludar a la selección de futbol para enaltecer nuestro nacionalismo: para vendernos un ideal de orgullo mexicano empaquetado en simpáticos chicharitos.

De lo que se trata es de que las fiestas patrias carecen de un ideal que las emancipe de su inevitable fanfarronería. ¿O acaso debemos creer, con el Presidente, en el ideal que significa que muerto el ideal del quinto partido bajo los botines inefables de Carlitos Vela, Giovani dos Santos o el delantero en turno, aún nos quedan Carlos Slim Helú y otros nueve mexicanos que poseen fortunas de más de mil millones de dólares para redimirnos? A menos que tengamos vocación de secretario de gobierno, esos no pueden ser ideales, especialmente para más de la mitad de mexicanos que boquean en la pobreza.


Hay fiestas que denuncian a gobiernos, desfiles que patean pueblos, carnavales que nacieron muertos.

La fiesta verdadera, el revolucionario placer del carnaval marcado por la renovación y el renacimiento -diría Bajtín-, está lejos de estos sepelios sin café ni piquete. Todos vivimos tiempos de vida y tiempos de muerte. La fiesta oficial es una fiesta de tiempos de muerte; queda al talento de los mexicanos saber encontrar la vida en esta muerte.

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miércoles, 11 de septiembre de 2013

11 de Septiembre: el golpe


El golpe


Palacio de la Moneda, Santiago de Chile. Martes 11 de septiembre de 1973



Son las 9:50 de la mañana. Las salas del palacio son un río revuelto. Las señales débiles de la radio que nos mantenía comunicados con el resto de la nación se hundieron en el pozo inmenso del estruendo. El ataque comienza. A momentos escucho pasar los aviones, ese espantoso zumbido de tábanos a punto de apuñalar una herida abierta. Las balas silban cada vez más cerca. Alguien grita otra vez que nos alejemos de las ventanas, sus marcos explotan en astillas y avientan su bocanada de muerte; por uno de ellos han entrado bombas que dispersan ese gas amarillento que lastima los ojos, que cercena la garganta, que como un fantasma en la vanguardia anuncia nuestra indudable derrota.

Todos aquí adentro tenemos miedo; por supuesto, nunca faltan los que están llenos de coraje y animan a los que, como yo, caemos en la desesperación con facilidad. Sin embargo, hasta para aquellos que sufren de optimismo crónicamente, el único destino que podemos entrever es morir acribillados a manos de las armas de nuestro propio ejército.

El gas lacrimógeno alcanza el rincón donde el presidente empuña su ametralladora. Los médicos lo atienden. Su gesto crispado no borra el entrecejo con el que siempre defendió sus argumentos. Ese fue su talento; ni siquiera creo que sepa disparar un arma. Nadie en esta sala ignora lo obvio. Este gobierno corrió, desde el principio, más riesgos que ningún otro. Las señales nunca fueron sutiles. El coro de los cínicos lo advirtió con su cantaleta: cambiar un país de desigualdad como el nuestro es un bonito sueño; más propio de poetas que de políticos.

Menos mal que el presidente pudo hablar por última vez antes de que la radio callara bajo el peso de las explosiones. Tanto compañero trabajador, estudiante, soldado, empresario, maestro o enfermera que llorará de rabia y desconsuelo. Al menos ahora sabrán que la valentía no es exclusiva de las aventuras de cowboys y de los mártires de la iglesia. Estoy seguro que sus palabras no se olvidaran en décadas: “No tengo condiciones de mártir, soy un luchador social que cumple una tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás. Que lo sepan, que lo oigan, que se lo graben profundamente: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera, defenderé esta revolución chilena y defenderé el gobierno porque es el mandato que el pueblo me ha entregado. No tengo otra alternativa. Sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo”. Llorar con esas palabras es sólo un tributo que la mayor parte de nosotros no pudo evitar.

La batahola se acerca. El presidente, serio y cabizbajo, ordena que salgan todos los que no tienen entrenamiento militar; los sacrificios inútiles son un insulto a la humanidad. Nosotros nos mordemos los labios y sabemos que la sentencia no se aplica a él mismo: él pagará la lealtad del pueblo con su vida. Grupos de personas salen del palacio entre un pantano de escombros y metal. Otros se esconden y se hacen los desentendidos, tienen en los ojos esa misma llama que arde en la garganta del presidente.

Los disparos, los tanques, el clamor de las botas parecen aporrear la entrada del palacio. Un último pelotón leal al presidente se prepara en la habitación contigua. No son muchos. Las órdenes marciales se cumplen a pie juntillas y a pesar de las protestas del presidente cierran las puertas que nos separan de su habitación. El presidente se despide de sus colaboradores. La pesadumbre no nos da tregua, la determinación tampoco. Los cohetes y granadas se confunden con el ruido de las paredes que se derrumban. El bombardeo se intensifica y las hienas están a punto de finiquitar el festín. Una explosión cimbra todo el edificio. El polvo nos sofoca; escuchamos el combate, breve y valiente, que libran nuestros soldados. Esperamos agazapados.

Nos alejamos de la puerta, justo a tiempo para verla derribada por un comando que velozmente somete a todos sin mucho esfuerzo. Una comitiva entra rápidamente, localiza al presidente, lo sujeta un trío de soldados con una gentileza que nadie esperaba. El taconeo apresurado se adelanta y el militar sorpresivamente se cuadra:

–Señor presidente Allende, el Palacio de la Moneda ha sido liberado, los insurrectos están detenidos y puestos a disposición de las fuerzas leales a su servicio. Le ruego me acompañe mientras mis elementos arreglan este desorden. Usted sale de aquí como presidente.

Hay días en los que es necesario soñar que hay poemas que se siguen escribiendo.

Narvarte, Ciudad de México. Miércoles 11 de septiembre de 2013


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martes, 21 de mayo de 2013

Lanzamiento de la precampaña de "La Piel del Desierto"



Estimados familiares, amigos y simpatizantes,

El "Colectivo Carcoma” se complace en invitarlos al lanzamiento electrónico de la pre-campaña de “La Piel del Desierto”. 




En la página http://lapieldeldesierto.com/ encontrarán toda la información sobre este proyecto.

En la parte inferior de la página se encuentran los botones de contacto. Suscríbanse a nuestra lista de correos, nuestra página de facebook y síganos por twitter.

Los invitamos a integrarse a este proyecto y a colaborar en la construcción de “La Piel del Desierto”.

Los esperamos.