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miércoles, 11 de septiembre de 2013

11 de Septiembre: el golpe


El golpe


Palacio de la Moneda, Santiago de Chile. Martes 11 de septiembre de 1973



Son las 9:50 de la mañana. Las salas del palacio son un río revuelto. Las señales débiles de la radio que nos mantenía comunicados con el resto de la nación se hundieron en el pozo inmenso del estruendo. El ataque comienza. A momentos escucho pasar los aviones, ese espantoso zumbido de tábanos a punto de apuñalar una herida abierta. Las balas silban cada vez más cerca. Alguien grita otra vez que nos alejemos de las ventanas, sus marcos explotan en astillas y avientan su bocanada de muerte; por uno de ellos han entrado bombas que dispersan ese gas amarillento que lastima los ojos, que cercena la garganta, que como un fantasma en la vanguardia anuncia nuestra indudable derrota.

Todos aquí adentro tenemos miedo; por supuesto, nunca faltan los que están llenos de coraje y animan a los que, como yo, caemos en la desesperación con facilidad. Sin embargo, hasta para aquellos que sufren de optimismo crónicamente, el único destino que podemos entrever es morir acribillados a manos de las armas de nuestro propio ejército.

El gas lacrimógeno alcanza el rincón donde el presidente empuña su ametralladora. Los médicos lo atienden. Su gesto crispado no borra el entrecejo con el que siempre defendió sus argumentos. Ese fue su talento; ni siquiera creo que sepa disparar un arma. Nadie en esta sala ignora lo obvio. Este gobierno corrió, desde el principio, más riesgos que ningún otro. Las señales nunca fueron sutiles. El coro de los cínicos lo advirtió con su cantaleta: cambiar un país de desigualdad como el nuestro es un bonito sueño; más propio de poetas que de políticos.

Menos mal que el presidente pudo hablar por última vez antes de que la radio callara bajo el peso de las explosiones. Tanto compañero trabajador, estudiante, soldado, empresario, maestro o enfermera que llorará de rabia y desconsuelo. Al menos ahora sabrán que la valentía no es exclusiva de las aventuras de cowboys y de los mártires de la iglesia. Estoy seguro que sus palabras no se olvidaran en décadas: “No tengo condiciones de mártir, soy un luchador social que cumple una tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás. Que lo sepan, que lo oigan, que se lo graben profundamente: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera, defenderé esta revolución chilena y defenderé el gobierno porque es el mandato que el pueblo me ha entregado. No tengo otra alternativa. Sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo”. Llorar con esas palabras es sólo un tributo que la mayor parte de nosotros no pudo evitar.

La batahola se acerca. El presidente, serio y cabizbajo, ordena que salgan todos los que no tienen entrenamiento militar; los sacrificios inútiles son un insulto a la humanidad. Nosotros nos mordemos los labios y sabemos que la sentencia no se aplica a él mismo: él pagará la lealtad del pueblo con su vida. Grupos de personas salen del palacio entre un pantano de escombros y metal. Otros se esconden y se hacen los desentendidos, tienen en los ojos esa misma llama que arde en la garganta del presidente.

Los disparos, los tanques, el clamor de las botas parecen aporrear la entrada del palacio. Un último pelotón leal al presidente se prepara en la habitación contigua. No son muchos. Las órdenes marciales se cumplen a pie juntillas y a pesar de las protestas del presidente cierran las puertas que nos separan de su habitación. El presidente se despide de sus colaboradores. La pesadumbre no nos da tregua, la determinación tampoco. Los cohetes y granadas se confunden con el ruido de las paredes que se derrumban. El bombardeo se intensifica y las hienas están a punto de finiquitar el festín. Una explosión cimbra todo el edificio. El polvo nos sofoca; escuchamos el combate, breve y valiente, que libran nuestros soldados. Esperamos agazapados.

Nos alejamos de la puerta, justo a tiempo para verla derribada por un comando que velozmente somete a todos sin mucho esfuerzo. Una comitiva entra rápidamente, localiza al presidente, lo sujeta un trío de soldados con una gentileza que nadie esperaba. El taconeo apresurado se adelanta y el militar sorpresivamente se cuadra:

–Señor presidente Allende, el Palacio de la Moneda ha sido liberado, los insurrectos están detenidos y puestos a disposición de las fuerzas leales a su servicio. Le ruego me acompañe mientras mis elementos arreglan este desorden. Usted sale de aquí como presidente.

Hay días en los que es necesario soñar que hay poemas que se siguen escribiendo.

Narvarte, Ciudad de México. Miércoles 11 de septiembre de 2013


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