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lunes, 17 de diciembre de 2018

Aulas sin sombrilla

Aulas sin sombrilla

Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales.
Recuerdo infantil. Antonio Machado.

Enseñar es algo que nunca pretendí, pero que al parecer mi destino no pudo evitar. Mi primer empleo, después de ser taquero por unos años, fue de profesor. En la catástrofe familiar de mi adolescencia, había que tratar de ganar un poco de dinero para ir a la escuela con algo más que el pasaje y una comida al día. Podría haber aliviado un poco mis apuros siendo mesero como mi hermana; pero a diferencia de ella nací torpe, feo, y con manos delicadas como guantes de box, así que tuve que buscar una alternativa. Durante mis años de preparatoria y de universidad, daba clases particulares de matemáticas, física y biología a chavitos de secundaria y preparatoria. Lo seguí haciendo aún cuando llegó el tiempo de las becas en que me volví estudiante rico. Llegué a malabarear tres o cuatro becas al mismo tiempo.

Finalmente, a los 23 años, me convertí en profesor titular de la facultad de Ciencias de la UNAM. Ahí di clases, de manera interrumpida, durante unos 6 años sobre teoría evolutiva, filosofía, epistemología informal para biólogos e historia. De manera paralela a mi cátedra, trabajé en preparatorias de barrios pobres y conflictivos. Tenía estudiantes que vivían en terrenos invadidos; otros que habían salido del Tribilín o el reclusorio; algunos que eran incapaces de leer un párrafo en voz alta sin tropezarse. Nunca me ha gustado que me digan “profe” o “maestro”, pero para entonces, tanto en la universidad como en otros lados, me había hecho fama de “profe” mal hablado, peor vestido, algo rudo, y con un talento para la diplomacia propio de un rinoceronte ciego practicando una cirugía. En todo caso, aunque siempre rechacé cualquier receta pedagógica, he creído en la educación ─tanto dentro como fuera de las aulas─ como se cree en los placeres llenos de rigor. Algo que para que sea real debe trascender totalmente la desidia, el victimismo, la abulia, y sobre todo la idea neoliberal de que la educación “debe servir para insertar a los estudiantes en el mercado de trabajo”. Una especie de obsesión apegada sin concesiones a la voluntad: alérgica a toda demagogia, a toda crueldad y a todo utilitarismo. “Demasiado Schopenhauer”, dirían los escépticos; “una estupidez idealista o bolchevique”, diría algún funcionario de esos que hacen y deshacen reformas educativas sin entender qué es el idealismo o cuál es la diferencia entre bolcheviques y mencheviques (¡para qué te sirve eso!).

No siempre me fue bien durante esos años. Una colega algo entrada en años me acusó ante la coordinación de la carrera de usar palabras “altisonantes” y excedidas de confianza en mi clase. Más de un estudiante quiso negociar su calificación con amenazas de cadenero. Alguno intentó romperme la cara de un cabezazo; otro saboteó los frenos de mi bicicleta para que me divirtiera en la pendiente mortal del regreso; una tercera huyó de mi clase y me acusó de tener una mirada tan perturbadora que la obligó a ir al psicólogo. A veces creo que es el piropo más sincero que me han hecho. A veces pienso que alguien me acecha con ímpetus vengativos en la obscuridad.

Siguiendo a Louis Althusser, Michel Foucault, Iván Ilich y Jacques Rancière ─todos ellos filósofos detractores de la educación institucionalizada─ hace años decidí dejar las aulas. En aquellos momentos, pensaba que dar clases era como jugar al Charles Chaplin que se empeña en reparar aquel enorme engrane mientras la monstruosa máquina de los tiempos modernos devora a Charlot y al resto de la humanidad. La universidad, y con ella toda la educación escolarizada, de repente me pareció no mucho más que una mera defensora de mitos que le convienen para perpetuarse: mitos como la meritocracia, la libertad de pensamiento, y el amor al conocimiento. Cada vez que los universitarios se vanagloriaban (sobre todo en la UNAM) del mérito de su inteligencia, recordaba a aquella estudiante que al mismo tiempo que publicaba su primer artículo internacional a los 18 años abandonaba la universidad por tener que mantener a una madre diabética, una hermana enferma, y un sobrino inesperado. Ya para entonces, detestaba los círculos de activistas universitarios en los que se asumía que el problema para transformar la realidad era que el pueblo no tenía acceso a la educación. No poca de esa izquierda en estos días forma parte del gobierno morenista. Es posible que el pueblo no esté educado en aquellos términos, pero ante tanta autocomplacencia universitaria recordaba a aquellas mujeres que entrevisté en Cherán que, sin haber terminado el tercero de primaria, se enfrentaron a criminales con sus cuerpos y abrieron un horizonte de transformación que a la fecha sigue sorprendiendo a México y al mundo. ¡Claro! Ninguna de ellas había leído a Marx.

Pero la vida da muchas vueltas. Después de años de deambular entre países, provincias, y sobre todo proyectos bellos, imposibles y agotadores, decidí darme otra oportunidad en la academia; sin abandonar, por supuesto, los proyectos bellos, imposibles y agotadores. Recientemente, acabé en la UAM un seminario de sustentabilidad que transformé en un curso intensivo de ecología política. Como siempre, no todos acreditaron y los que lo hicieron no fue con poco esfuerzo; pero la verdad es que para mi fue una prueba en la que el placer se reivindicó. Fue gozoso trabajar con compas llenos de entusiasmo y verificar que el pensamiento crítico, aún doloroso y para nada obvio, puede dar significados a una vida esencialmente absurda, como diría mi admirado Albert Camus.

En todo caso, no sé si Michel Foucalt, Iván Ilich y compañía tengan razón; pero si un estudiante que, quiere ser administrador de empresas, puede escribir una reflexión que critica la idea del crecimiento económico detrás del tren maya; si algún futuro ingeniero biotecnólogo es capaz de deducir que su tendencia a buscar “estrategias óptimas para solucionar problemas” puede ser parte del problema; y si un grupo de estudiantes entrega un ensayo inobjetable con un epílogo con consignas para mi harto deslavadas, pero totalmente vibrantes para ellos (¡estudiar, aprender para el pueblo defender!); entonces, puede ser que la casualidad que somos la educación escolarizada y yo mismo no esté del todo perdida. Aprender para pensar; pensar para actuar; actuar para resistir; resistir para ser algo más que un mero reproductor de ese conjunto de apatías que en nuestros descuidos llamamos vida.

La lluvia en los cristales puede ser aún monótona; pero su forma de mojar ―como bien sabía Machado― quizá pueda enseñarnos a no tener miedo de vivir empapados.


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