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viernes, 1 de abril de 2011

Don Quijote contra El jefe Diego

Texto publicado originalmente en Emeequis el 15 de Diciembre del 2010.

Diego Fernández de Cevallos viste informal como pocas veces: pantalón de mezclilla, playera negra, chamarra a rayas, tenis grises. Se le ve bien, el cabello de corte impecable contrasta con una barba de aprendiz de ZZ Top o Maximiliano de Habsburgo venido a reaccionario.
Serio, adusto, cabal, entero, lleno del porte que lo caracteriza, El Jefe Diego aparece “espontáneamente” después del bombardeo de anuncios previos sobre su liberación en los medios nacionales. Decenas de reporteros pelean las primeras fotos y la primera grabación de quien fuera cautivo de una organización con supuestos tintes políticos, tan ramplona en discurso como en firma temporal: “Los misteriosos desaparecedores”.


Maneja un elegante Mercedes Benz color gris. Al apearse como prima donna al entrar al escenario, su mirada siempre intimidante parece detener con un gesto la voracidad de la jauría que lo arremete a preguntas. Dueño del tablado, sabe qué hacer. Nunca una María Callas se intimidó ante la demanda del público: las divas saben que la majestuosidad es su ventaja. Ante la insistencia de los reporteros repite, amable e imperativo: permítame, permítame, permítame… Espera a que el gallinero se acomode. Como párvulos en el colegio, los reporteros piden silencio. El Jefe comienza: un ruido se escucha, alguien habla a su espalda. Diego se detiene, gira noventa grados, le basta una mueca de sacerdote ofendido y el inoportuno reportero calla con los ojos clavados en el piso. El silencio reina de nuevo. El mensaje de Diego es llano, claro, irreprochable. La gratitud y la fe se transparentan en sus palabras. La devoción católica es la compañera permanente que legitima su discurso. Su compasión no tiene límite: sin síndrome de Estocolmo, magnánimo, perdona. El defensor de la ley se asoma de nuevo: moderado y comprensivo como la justicia debe ser.

La escenografía está completa. La gratitud patente con los medios, la piedad de legionario de Cristo, la virtud como estrategia de comunicación, la decisión como credencial, la virgen María y el Dios todo poderoso como testigos. No se esperaba menos de su alto espíritu ético. Juzgando por la entereza y determinación con la que El Jefe Diego sobrevivió a su secuestro, su saludo pareciera convencernos, supongo, de ser secuestrados. Hasta lo hace ver como una experiencia edificante.

Pero hay más, el aria aún no acaba, falta la catarsis heroica. Resuelto como Aquiles, valiente como Buzz Lightyear, imparable como Batman frente al Guasón, El Jefe Diego agrega:“Y permítanme recordar al Quijote y hacer sus palabras mías si la memoria no me traiciona: mis arreos son las armas; mi descanso, el pelear; mi cama, las duras peñas; mi vivir, siempre luchar. Gracias”.

El acto de identificación está consumado. Un nuevo guerrero después de su paso por el infierno emerge como el Fénix de las cenizas. Es un Diego más fuerte, más virtuoso. Una especie de Superman barbudo que después de asolearse con kryptonita está dispuesto a manejar con una mano para llevar un ramo de rosas a su Luisa Lane. Un Perseo capaz de sobrevivir a la cabeza mortal de la Medusa del crimen organizado. Una reencarnación ideal por fisonomía y carácter del héroe de Cervantes. Un candidato perfecto para grandes proezas; un candidato perfecto para ser candidato a… ¡candidato!, claro está.

La pantomima, por paradójica, es clara. El nuevo Diego aquijotado intenta sacudirse al Diego de antaño. El Diego aquel que hace unos años funcionó como el pulgar indispensable del chupacabras Salinas de Gortari. El Diego tajante que sentenció al fuego —el destino que sufrieron los libros de caballería del Quijote— las boletas electorales de las elecciones de 1988. El Diego acusado de ejercer su profesión de abogado, como quien mueve piezas de ajedrez en la maquinaria política para ganar millonarias demandas en contra del gobierno, mientras votaba como legislador las leyes que regían ese mismo gobierno. Aquel Diego malabarista, el que defendía, simultáneamente, la honestidad y los intereses de particulares sospechosamente relacionados con el narco. El que defendió la privatización bancaria, el Fobaproa, el abuso de poder en Atenco. En fin, el Diego que como pocos bellacos en este país ha causado —diría el verdadero Quijote— más agravios que desfacer, más sinrazones que enmendar, más abusos que mejorar, más tuertos que enderezar, más deudas que satisfacer. El Diego que intenta ahora mimetizarse en las armas enmohecidas pero efectivas del Quijote de Cervantes.

Hay, sin embargo, en la obra universal del manco de Lepanto un lugar para la honestidad de un alma como la de El Jefe Diego. Sólo es cuestión de buscar con cuidado el pasaje. Juan Haldudo es un rico propietario empeñado en desollar a latigazos a Andrés, un indefenso adolescente atado a un árbol, acusado de negligencia aun cuando su patrón le debe nueve meses de sueldo. Bajo la ardua amenaza del valiente Quijote, el propietario libera al muchacho y jura en vano pagarle lo que le debe. El retiro satisfecho del caballero marca el momento en que el canalla, viéndose fuera de peligro, recomienza la labor de castigo y abuso sobre su esclavo.

Ginés de Pasamonte es el pintoresco personaje que roba la espada al Quijote y su burro a Sancho después de ser liberado por este último de las cadenas que, como prisionero, le conducen a trabajar de galeote en las galeras. Es experto en el disfraz de gitano, de titiritero, en tretas y engaños en general.

Desde esta columna defendemos humildemente que El Jefe Diego tiene un lugar en la literatura. Más que del Quijote, Diego es la reencarnación de una quimera entre Ginés de Pasamonte y Juan Haldudo: ambos llevaban barbas largas, muy largas, mucho más largas que las del Quijote, o al menos así me las quiero imaginar.


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