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domingo, 2 de septiembre de 2012

La política de lo posible, Alain Badiou y el fraude a la democracia Parte II

Texto publicado originalmente en Replicante el 17 de agosto del 2012:

http://revistareplicante.com/la-politica-de-lo-posible/


Medir el mundo de la necesidad y negociar el mundo de la realidad


La política y la democracia quedan así reducidas a la dinámica electoral con que los partidos confeccionan sus estrategias y los gobiernos gestionan los puestos de poder. En este contexto se vuelven vitales los actos de determinar cuantitativamente la realidad y consolidar alianzas estratégicas. En el reino de la numerología y la estadística se nos dice directa o indirectamente que para la política lo único que existe es la economía: índices cuantificables como los de pobreza, inflación o desarrollo económico deben normar cualquier idea de política. La obsesión por la cuantificación lleva a los partidos y gobiernos a elaborar sofisticadas encuestas y estudios para saber de qué forma satisfacer a los gobernados. Así la tiranía de la cuantificación trasciende en mucho el conteo de los votos y abarca todos los aspectos de la política. La sociedad se concibe bajo fundamentos de una supuesta objetividad científica que en su neutralidad describe las dinámicas del mercado. La política a lo sumo se limita a definir de manera objetiva si ese mercado debe autorregularse o debe ser sujeto de regulación estatal. Por otro lado, los políticos dedican enormes esfuerzos a consolidar las alianzas necesarias que les permitan acceder al poder por medio del triunfo electoral. Las operaciones políticas caen indefectiblemente en el reino de la negociación de cuotas de poder, la cooptación económica o el acuerdo con actores sociales que hasta el momento se les describía como acérrimos antagonistas.

La política y la democracia se convierten así en actividades, en última instancia, pragmáticas y no conocen de compromisos con ideas de justicia o libertad. Estas palabras se vuelven sólo lejanos referentes que se subordinan al imperativo de la ganancia de votos y la aprobación de los gobernados. Lo que importa en este tipo de política es que esté apegada a lo que podemos medir en la realidad y a la ejecución puntual de las medidas necesarias para llegar o mantenerse en el poder: los discursos, los compromisos políticos, los postulados ideológicos salen sobrando. La ética se concibe como ese ornamento que permite el ejercicio del poder “haiga sido como haiga sido” y sin pensar demasiado si los medios son absolutamente contrarios a los fines que se persiguen.

El simulacro

El resultado es un fraude en el que las instituciones se llenan la boca con la defensa de valores que sólo se conciben formal o jurídicamente, pero que no tienen significado concreto en la vida de la comunidad. De esta forma el Estado de derecho, la libertad, la democracia o la justicia no pasan de ser bonitas abstracciones por las cuales luchar, aunque rara vez se les viva en la vida diaria. De hecho cuando se invoca estos conceptos normalmente se hace para censurar o reprimir a todo aquel que se proponga un nuevo significado no contemplado en este aparato ideológico.
Sin embargo, más allá de su impostura jurídica, con una legislación electoral hecha para beneficiar no a la democracia sino a los bolsillos de las burocracias partidarias, unas instituciones determinadas por la misma clase política cuya acción pretenden regular, y unos medios de comunicación con la capacidad de manipular, crear o demoler a políticos e instituciones por igual, el fraude de la democracia mexicana es un ejemplo de perfección difícilmente superable. No está de más recordar que en este contexto de simulación ninguno de los partidos políticos está exento del corporativismo, el clientelismo, el borreguismo, el oscuro tráfico de influencias y dinero, el autoritarismo, el poco compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas, el acarreo permanente de personas para llenar las plazas públicas, el uso de los recursos gubernamentales para incidir en las elecciones y los acuerdos impensables basados en intereses nunca declarados. En el fondo y también en la superficie la democracia mexicana no pasa de ser un simulacro grotesco de política.

 

Campañas políticas: un caso para Borges


La calidad discursiva de las campañas políticas en México asemeja más a la materia prima de una “historia universal de la fetidez” si algún émulo de Borges tuviera el estómago para emprenderla. Muestras de lo anterior se encuentran por doquier. Por ejemplo, los medios de información, las autoridades electorales, los grupos de apoyo de todos los candidatos e incluso el movimiento #YoSoy132 insistieron durante meses en que los votantes deberían concentrar su atención en las propuestas y evaluar las diferencias en las plataformas políticas. Denominaron a esta acción de masoquismo “voto razonado”. Todos aquellos cuya obsesión enfermiza llevó a leer las propuestas con un mínimo de actitud crítica saben que enunciados tan originales y detallados como “mejorar la educación”, “erradicar la violencia y la pobreza” compitieron en sofisticación, especificidad y coherencia con propuestas tan realistas como colocar el primer mexicano en nuestra galaxia vecina Andrómeda. Baste mencionar que Arena Electoral, una asociación que se empeñó en agrupar a más de 150 expertos de diversas áreas para dar una evaluación cuantitativa y detallada de las denominadas propuestas, arrojó un resultado que no por ser esperable resultó menos desesperante. En una escala del 0 al 10 todas las propuestas evaluadas de manera global rondaban el umbral de reprobación, y lo que es más importante, un análisis estadístico mínimo muestra que las propuestas de los candidatos eran indistinguibles unas de otras; es decir, todas eran igual de malas.3 En concreto, pedir a los votantes que examinaran las propuestas para emitir un “voto razonado” era equivalente a pedir que distinguieran la consistencia y grado de fluidez entre las flatulencias etéreas de catorce niños bajo un ataque agudo de diarrea.


Además, a estas alturas queda claro cuál es la función de ese discurso de supuesta objetividad y devoción a la realidad cuantificable. Queda claro, por ejemplo, que con las apropiadas herramientas científicas la tecnocracia gubernamental puede “demostrar” que problemas como la pobreza y la violencia disminuyen gracias a su gestión política. Nunca ha sido difícil encontrar un modelo estadístico que “demuestre” que millones de personas ganan unos cuantos centavos de dólar más y, con ello, saltan milagrosamente de la categoría de pobreza extrema a la de la pobreza a secas, aunque una y otra sean igualmente miserables. Con respecto a las campañas políticas, es evidente que el valor que tuvieron todas las encuestas es fundamentalmente propagandístico y lejano a cualquier narrativa seria de la preferencia electoral. En efecto, no hay que equivocarnos: pretender describir una variable tan compleja como la preferencia electoral es un objetivo ambicioso y controvertido desde el punto de vista metodológico y epistemológico; pero ese objetivo nada tiene que ver con la importancia que se les da a las encuestas en los medios. 
Como Pierre Bourdieu ya lo señalaba,4 la atención que se les dedica a las encuestas en los medios sólo se explica por el valor que tienen para imponer la idea de que la opinión publica apoya la problemática expresada en las encuestas y en última instancia sostenida por el grupo particular que realiza la encuesta. De lo que podemos concluir que el verdadero uso de las encuestas electorales es consolidar la idea de que la opinión pública apoya a la democracia electoral, y en casos particulares que un porcentaje determinado de esa opinión pública apoya a tal o cual candidato. Esto último tiene como objetivo incidir en la voluntad de los electores indecisos. Bourdieu lo dice explícitamente, todo esto es un artificio: no hay nada más inadecuado para expresar el parecer de la sociedad con respecto a un tema político que un porcentaje. Así que el verdadero uso de las encuestas es legitimar los discursos de las instituciones electorales y los partidos políticos que son, por supuesto, los más interesados en hacer encuestas.

Pero quizá la mayor muestra de temple y coherencia de nuestro sistema democrático la dieron nuestros partidos políticos el mismo día de las pasadas elecciones. La añeja práctica de la coacción y la compra del voto invadió como marea varios estados de la república. Según los números de Alianza Cívica,5 este ejercicio heterodoxo de proselitismo político no fue prerrogativa de un partido en especial: un poco menos de la tercera parte de los votantes (28.4%) fueron presionados para que votaran a favor del PRI-PVEM (71%), PAN (17%), PRD (9%) y Panal (3%). Parece que en éste y muchos otros casos arrojar la primera piedra sería la mejor garantía para morir lapidado.

Desafortunadamente la precariedad de esta cultura política no se encuentra sólo en las instituciones. Como fue evidente en las pasadas elecciones, la discusión política ―no sólo la patrocinada por los partidos políticos, sino la ejercida por la mayor parte de los ciudadanos― no razona por análisis y rigurosidad intelectual sino por generalidades relacionadas con su fin proselitista. El resultado es que durante los procesos electorales abundaron las ponderaciones hagiográficas de los candidatos, los videos en YouTube con generalidades de una elementalidad vergonzante, los artículos de defensa a ultranza, los documentos falsos circulando en internet, las ofensas e insultos sin ingenio, las mentiras francas, las imprecisiones calculadas, las maniobras hechas provocación y la eterna estrategia de utilizar raseros distintos para criticar a los otros candidatos y hacerse de la vista gorda con las inconsecuencias del propio. El resultado es una suerte de ortodoxia en la que cualquier crítica a alguno de los candidatos se convirtió con premura en causa inmediata de linchamiento; cualquier duda fue callada por el estruendo de los aplausos o los abucheos; cualquier intento de profundidad intelectual fue castigado con el descrédito o, en el mejor de los casos, con una tolerancia y respeto que cristaliza no otra cosa que el aislamiento y la indiferencia instrumentada desde las esferas del autoritarismo partidario. Al final, esta forma de entender la política se basa en un principio de profunda exclusión y de hecho termina por excluir no sólo a sus oponentes electorales, sino que incluso condena y descalifica automáticamente a todo aquel que con algún gesto se niega a participar en la política electoral: ¡O votas o te callas!¡Voto nulo; protesta nula!¡Abstenerse es votar por el PRI!

Amén. ¡Bendita seas democracia! ¡Siempre trabajando por el bien de México!


En conclusión, la democracia electoral que se vive en México no es ni si quiera el lindo ornamento espiritual de bajo calibre con que presumen los países ricos su avance civilizador, en medio de la crisis mundial producida por esa misma democracia. En el caso particular de México esa democracia, además de ser tanto o mucho más ineficaz que en el resto de los países, susstituye la discusión política por el griterío, la batahola, el sinsentido y el vómito de opiniones con que se reviste el simulacro de política.

Notas
3 Las evaluaciones globales obtenidas por Arena Electoral en más de treinta áreas específicas por candidato son: Enrique Peña Nieto, 5.4; Andrés Manuel López Obrador, 5.9; Josefina Vázquez Mota, 5.2; Gabriel Quadri de la Torre, 4.0. Aunque se observan discretas diferencias, es evidente que un análisis de varianza de las evaluaciones emitidas por los expertos pondría en evidencia que las propuestas, consideradas de manera global o por áreas, son estadísticamente indistinguibles al menos entre los candidatos con evaluaciones más cercanas (es decir, probablemente con excepción de Quadri). Más información aquí.
4 Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”; se puede consultar aquí.
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