Anti-monumento 68: la necesidad de la memoria
Si
alguien quiere modificar cualquier historia decretada por el gobierno
mexicano, quizá necesite no sólo de sus dedos; sino de cincel, martillo y
un juego de explosivos que se dediquen a desordenar el tiempo sin
miramientos.
El anti-monumento 68 es un artefacto dedicado a esa inmovilidad: un ariete para horadar la historia que no es verdad, sino infamia. Metido en una axila del Zócalo, con su inesperada presencia en una de las esquinas de la plaza pública más importante del país, el anti-monumento transgrede el espacio y la historia oficial. Nadie previno que un anti-monumento naciera en el Zócalo. Su cuerpo de metal no estuvo incluído en ninguno de los planos y no hay quien encuentre el programa de desfiles para honrarlo.
No se instauró desde las alturas de las oficinas gubernamentales; sino desde la acción de un grupo de mexicanos que, como miles, indagan una herida; acaso una cicatriz mal cuidada. No es cicatriz si no cierra, dicen los médicos y quizá tengan razón; quizá nunca comenzó a sanar.
El olvido como mentira
Las
“verdades históricas”, como bien se sabe, postulan como único antídoto
del dolor al olvido. Pero el olvido de los crímenes es más bien una
forma perversa de la mentira. El anti-monumento
contesta a esa mentira con el dolor de su paloma de la paz acribillada
por la crueldad de un gobierno que nadie está seguro de que se haya ido
totalmente. Es entendible: cuando la sangre no ha dejado de manar, el
dolor es la única forma de verdad posible.
Como una denuncia de ese malestar, el anti-monumento
sube en un remolino sediento desde el vientre atormentado de nuestra
memoria. Tiene vocación de alarido; grita con claridad: fue el ejército,
fue el Estado.
Esa
memoria no se queda anclada al dolor de nuestro pasado; sino que
interrumpe nuestro presente y condiciona nuestro futuro. Mientras no
seamos capaces de señalar, en el presente, con todos los dedos, con
todos los puños y con todas las palabras a los culpables de la masacre
de 1968, no podremos conseguir justicia para Aguas Blancas, la Guerra
sucia, Tlatlaya o Ayotzinapa. Si no somos capaces de exigir el castigo a
la represión de 1968, el tiempo de la impunidad seguirá triunfando.
Sin memoria no hay justicia
El
26 de septiembre de 2014, 43 estudiantes de la escuela rural Isidro
Burgos de Ayotzinapa fueron desaparecidos, después de ser detenidos por
agentes de la policía de Iguala y, presuntamente, entregados al crimen
organizado. Esa misma noche tres estudiantes más fueron asesinados por
la policía en enfrentamientos previos a esa desaparición. La noche de
Ayotzinapa es, sobre todo, una noche de oscuridad que una investigación
dirigida por el gobierno de Enrique Peña Nieto intentó clausurar. Según
esa investigación, los estudiantes desaparecidos fueron asesinados e
incinerados por integrantes del grupo criminal Guerreros Unidos en un
basurero cercano de Cocula. El ex-procurador Jesús Murillo Karam defendió, con un gesto definitivo, esa “verdad histórica” en cadena nacional el 27 de enero de 2015.
No
es casualidad. El 26 de septiembre de 2014, los estudiantes de
Ayotzinapa fueron desaparecidos en medio de las acciones para asistir a
la marcha del dos de octubre que conmemora cada año la represión del
movimiento estudiantil de 1968. Después de más de 45 años, el tiempo de
la impunidad con su enorme e insaciable boca alcanzaría a Ayotzinapa.
Nadie lo ha detenido: el tiempo de la impunidad sigue corriendo detrás
de todos. El anti-monumento nos recuerda: para vencerlo no necesitamos perdón ni olvido; sino memoria y justicia.
Foto Vicente Arista
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