Stephen
Hawking o la educación sentimental de los frikis raspa
Luis Ramírez Trejo (Homo vespa)
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Luis Ramírez Trejo (Homo vespa)
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Entré
a la preparatoria número nueve de la UNAM aún con 14 años. La
preparatoria Pedro de Alba se encuentra en Insurgentes Norte casi
llegando a Indios Verdes. Es decir, en el filo de la ciudad: en ese
punto en que no se sabe si el Apocalipsis tiene fin o se esboza un
infierno aún mayor.
Como
casi todos mis compañeros, yo venía de uno de los municipios
colindantes del Estado de México. Aquellos en los que, por décadas,
los suburbios de la Ciudad de México han crecido como malas hierbas:
espinosos, abundantes, incontrolables y poco agraciados. Ecatepec,
Coacalco, Tultitlán, Naucalpan o Tlalnepantla estaban ya desde
entonces plagados por poblaciones sin suficientes escuelas,
hospitales o parques. Son, desde hace mucho, páramos de concreto
cruzados lo mismo por avenidas sucias que por naves industriales o
monstruosos centros comerciales. Fecundo desde siempre en expendios
de narcomenudeo, embotellamientos interminables, policías fielmente
corruptos, el Estado de México en el que crecí no está exento de
innegables atracciones turísticas. Sus guajolojets, por ejemplo:
folclóricos camiones que cada vez que cambian de velocidad gimen con
una carraspera de enfisema pulmonar, y cada vez que pasan un tope,
sus tripulantes recuerdan que los amortiguadores no han sido aún
inventados en esta tierra de prodigio. Con todo, en estos municipios
duerme una multitud que viaja todos los días entre dos y cuatro
horas para ir y regresar, con motivos de estudio o trabajo, a una
ciudad cuyos costos de residencia no pueden pagar. A estas alturas, no
estoy seguro de que se pueda calcular con precisión cuántas
personas conforman esas olas diarias de inmigración y emigración,
pero a juzgar por mi experiencia en las horas pico en el paradero de
Indios verdes, deben ser al menos unas 6,000 millones.
Mis
compañeros de la preparatoria y yo éramos afortunados: proveníamos
de familias más bien de clase media baja (si esa categoría alguna
vez ha existido) o de algo parecido a lo que cualquier secretario de
economía cínicamente presumiría como pobreza no extrema. En todo
caso, aunque humildes, nuestras familias le daban suficiente
importancia a la educación como para pagar onerosos pasajes y
comidas en la calle con tal de que sus vástagos tuvieran la mejor
formación escolar posible. Incluso algunos teníamos libros propios
en casa, además de las enciclopedias Salvat, Grolier u Oceáno que,
compradas en abonos, desde entonces conformaban la reserva cultural
que toda familia mexicana debe exhibir, sobre todo, para combinar con
los colores de la sala.
Los
primeros días de clase fueron de reconocimiento. Visitar por primera
vez esa inmensidad de canchas, bibliotecas, salones, teatros,
laboratorios y alberca obviamente pondría nervioso a cualquiera;
mucho más al adolescente que fui: torpe, atolondrado y con cierta
predisposición irremediable a la ansiedad. Recuerdo que, aturdido
como suelo caminar, me tropecé con una cancha de frontón que se
encontraba en el tercer patio. Al pie de una de las jardineras, un
grupo de muchachos se reunía espontáneamente. En honor a cierto
pudor escaso entre los escritores al hablar de sí mismos, pero
vigente en lo que respecta a sus amigos, aquí describiré ese grupo
con nombres y apodos inventados.
Escuchando
concentrados las intervenciones estaban el mapache, un muchacho alto,
delgado y de lentes profundísimos; la chiquis, una tierna pecosa
presuntamente fugada de la primaria; el Batman, un joven taciturno
vestido de un tono oscuro que contrastaba con su sonrisa más bien
inmediata; Romina, una chica delgada cuyo semblante revelaba un alma
enorme; Fabiola, simpática y parlanchina como ninguno de los
convocados; y el Búho que, desde el fondo, sonreía y hacía ruidos
extraños más parecidos a las exclamaciones de un ave nocturna que a
las palabras de un ser humano.
Después
de las presentaciones incompletas que caracterizan al desenfado, sin
saber muy bien por qué, empezamos a discutir sobre Stephen Hawking.
Puede ser que los envidiosos piensen que necesitábamos esconder
nuestra inseguridad presumiendo entender algo que se antojaba
trascendente y casi sobrenatural. Sin embargo, lo cierto es que para
entonces el enclenque científico inglés ya era famoso, más por su
aspecto de insecto torcido y vapuleado por alguna tormenta imprevista
que por la comprensión de sus teorías. Es indudable, la distrofia
neuromuscular de Hawking siempre fue benéfica para su fama pues
alimentaba, de manera insuperable, el mito del genio físicamente
condenado en pago por los desmesurados dones intelectuales recibidos
por la gracia divina.
La
popularidad de Hawking era tanta que incluso nosotros lo conocíamos,
aunque ninguno era hijo de artistas, científicos, profesores o gente
de alguna alcurnia intelectual; nuestros padres eran más bien
mecánicos, taqueros, desempleados, comerciantes, músicos de boda,
funcionarios de medio pelo y uno que otro traficante de enseres
religiosos. Con excepción de la chiquis que, supimos después, había
participado en concursos nacionales de matemáticas, y la afición
del mapache por la Física, nuestros intereses no eran
particularmente cercanos a las preguntas sobre el origen y el destino
del Universo. Yo mismo —que por alguna extraña razón siempre me
sentí atraído por la labor de los hombres de ciencia y que devoré
en la infancia todos los documentales piratas de Biología que
conseguí— pensaba que el amor a la Física era sólo para
extraterrestres o desahuciados como Hawking. Era lo esperable en
estudiantes de 15 años de un país miserable cuyo gobierno, dentro
de todo lo que no ha hecho, destaca por su nulo interés por el
desarrollo de la cultura y el trabajo científicos.
A
pesar de ello, pronto quedó claro que Hawking inspiraba una rara
reverencia. Quizá no fuera extraño... entre nosotros había
lectores intensos de comics y revistas de divulgación científica,
fanáticos de películas de ciencia ficción y parapsicología,
consumidores de National Geographic y miembros de la generación
Cousteau. Aquella mañana en la jardinera, el mapache, siempre
modesto, confesaba que no entendía eso de los agujeros de gusano
mientras yo trataba de argumentar ─fundamentalmente sin argumentos,
pero con algunos datos biográficos─ la importancia de las teorías
de Hawking. Creo que no me fue tan mal: quiero pensar que ese día la
chiquis, la pequeña pecosa aficionada a las matemáticas que debatía
con nosotros, notó mi nerviosa inquietud por la ciencia y decidió
que ese desasosiego era medianamente atractivo. Días después,
empezamos un épico romance basado en nuestra ñoñería, las dos
horas diarias que compartíamos de viaje a la escuela, y nuestra
impetuosa curiosidad sexual, que tuvo sus escenarios más frecuentes
en aquellos Guajolojets que con tanto cariño recuerdo.
En
los próximos tres años varios de nosotros leímos La historia del
tiempo de Hawking, que ya era un Best seller en esos días, en una
edición en negro y azul con un tufo de misterio cósmico ya desde la
portada. En un tiempo sin Internet, los que menos dinero teníamos
pedimos prestado el libro. Al final, yo compré mi ejemplar en una
colección económica que se vendía en los puestos de periódicos de
Las obras maestras del pensamiento contemporáneo. La misma
colección, café con dorado, en que por esos días leí a Nietzche,
Monod, Darwin y Russell.
A
la fecha, creo que el libro de Hawking es de los que más me han
intrigado y de los que menos he entendido. Eso no necesariamente es
malo. Si algo empobrece a la lectura hoy en día es, por supuesto,
que no se lee; pero en caso de que por casualidad se haga, se lee
para entender algo. En el extremo se piensa que la educación (y
prácticamente la vida en su totalidad) está basada en actos con
objetivos claros que, consecuentemente, deben tener resultados
tangibles: si haces el esfuerzo de leer un libro, su lectura debe
dejarte algo, medible de preferencia. Si no es así, “¿para qué
perder el tiempo?”, se pregunta el credo de este utilitarismo
ingenuo. Eso puede funcionar para leer manuales de armado de
lavadoras, pero no hace más que empobrecer la lectura como
experiencia que cambia la vida. La lectura, como el amor, la música,
el baile, la indignación o el mero pensamiento suelen no tener
propósitos claros a priori o, si los tienen, por fortuna se
desvanecen o se transforman en la experiencia misma que nos
atraviesa. En efecto, yo leí a Hawking sin muchas expectativas y
puedo asegurar que fue muy poco lo que entendí, pero me llevó a
otras lecturas de divulgación de la Física: los libros de Sahen
Hacyan en la colección La ciencia para todos del Fondo de Cultura
Económica y varios ejemplares sobre relatividad de la Biblioteca
Científica Salvat. Descubrí que me emocionaba con las explicaciones
alucinantes sobre la inseparabilidad del Espacio y el Tiempo, la
equivalencia entre materia y energía, y la paradoja de los gemelos
en la teoría de la relatividad de Einstein. Aunque nunca pude
entender las ecuaciones tetradimensionales de Riemann o las
transformadas de Lorentz, de tanto leerlas, juro que sentía que algo
de su poder teórico me invadía. ¡Ilusión pura! Claro: siempre
supe insuficientes mis limitadísimos conocimientos matemáticos.
Traumas
aparte, mis amigos y yo mezclábamos lo que alcanzábamos a entender
de Hawking con Robocop, los Caifanes, los X-Men, The cure, Batman,
Metallica o la muerte de Superman. El trikes, un amigo tan neurótico
como noble, nos emocionaba en los descansos de los partidos de
frontón comentando algún capítulo de Cosmos en la serie original
de Carl Sagan. Aquella en la que el espigado profesor declamaba, como
un nuevo Moisés ante su grey, metido en un saco de pana y en una
cabina espacial digna de Star Wars.
Inspirados
planeábamos ambiciosos proyectos en la clase de Física de Teobaldo,
un profesor sordo, decrépito y lujurioso, que contestaba con
explicaciones a preguntas que nunca le hacíamos: recuerdos
seguramente de un tiempo tan relativo que ni con Einstein hubiéramos
podido elucubrar. Con la ayuda de unos padres más bien divertidos
con nuestras extravagancias, retomamos los experimentos del plano
inclinado de Galileo, para construir un elevador de poleas y
dinamómetros caseros. A pesar de su rusticidad, el dispositivo
permitía ilustrar, sin objeciones, las leyes de la mecánica
newtoniana e incluso registrar las variaciones aparentes de peso
cuando el elevador estaba en movimiento. Por otro lado, a partir del
principio de Arquímides, construimos un artefacto para simular la
gravedad de la Luna sumergiendo un motor de licuadora en un fluido
seis veces más denso que el aire: la glicerina. En esas condiciones,
el motor pesaba, según el dinamómetro, exactamente la sexta parte
de un motor idéntico sumergido meramente en aire. En efecto,
¡trasladamos el motor de la Osterizer vieja de mi madre a la Luna
sin ayuda de la NASA!
Pero
no fue sólo la Física, nuestra curiosidad por la ciencia nos llevó
a ejecutar proyectos, con éxito variable, de galvanoplastia en
Química, control biológico de pulgones por medio de catarinas en
Biología, y a pasar, por meses, tardes completas aprendiendo a
programar, con gis y pizarrón, en Turbo Pascal 6.0. Escribíamos
decenas de líneas de código para lograr que la figura de un Pacman
caminara y dijera “¡Hola!” en computadoras escolares sin
Internet que usaban discos magnéticos de tres pulgadas y media para
guardar información. Una sola unidad de USB de hoy en día sería
suficiente para guardar la información de todos los discos
existentes en la preparatoria (nota ex professo para los nacidos con
el milenio y otras larvas en desarrollo).
Por
supuesto, nos ganamos el cariñoso rótulo de nerds, pero la verdad
es que nunca sufrimos esa exclusión que tanto se ha explotado en las
malas películas de Hollywood. La ciencia fue parte de las
inquietudes que nos atrapaban tanto como los torneos de fútbol, los
comics, los libros iniciáticos, el tochito, el frontón, el teatro,
la militancia política, la rebelión contra los padres, el rock, la
sexualidad acuciante, los desajustes del corazón de aquella edad...
Recuerdo que después de varios meses de tórrido romance, en el
transcurso de uno de nuestros proyectos de Física, la chiquis
decidió cambiarme por un futbolista rockero, guapo y sonriente.
Durante las veladas en que nos empeñamos en acabar los pormenores
del proyecto, importunaba a mis amigos con mis lamentos de Llorona a
media noche. Repetía, con algún otro dolido, el soneto para ardidos
de Francisco de Terrazas:
Dejad
las hebras de oro ensortijado
que el ánima me tienen enlazada,
y volved a la nieve no pisada
lo blanco de esas rosas matizado.
que el ánima me tienen enlazada,
y volved a la nieve no pisada
lo blanco de esas rosas matizado.
Dejad
las perlas y el coral preciado
de que esa boca está tan adornada,
y al cielo, de quien sois tan envidiada,
volved los soles que le habéis robado.
de que esa boca está tan adornada,
y al cielo, de quien sois tan envidiada,
volved los soles que le habéis robado.
La
gracia y discreción que muestra ha sido
del gran saber del celestial Maestro,
volvédselo a la angélica natura;
del gran saber del celestial Maestro,
volvédselo a la angélica natura;
y
todo aquesto así restituido,
veréis que lo que os queda es propio vuestro:
ser áspera, cruel, ingrata y dura.
veréis que lo que os queda es propio vuestro:
ser áspera, cruel, ingrata y dura.
Viví
aquel rompimiento como todos los desengaños de 15 años: con un
dramatismo lleno de resentimiento suicida, dosis infinitas de
galletas Marías, y unas cuantas cervezas bebidas con habilidad
chapucera. Tembloroso como yonqui en abstinencia confesaba, sin
vergüenza, tener un hoyo negro en el pecho. A propósito de los
agujeros negros, una de las cosas que explica Hawking en su famoso
libro es la tremenda conmoción que significó la Teoría de la
Relatividad de Einstein. No estoy capacitado para siquiera glosar las
implicaciones de este magnífico logro del gris oficinista de
patentes en Suiza, pero sí puedo decir que me asombró por meses que
la fuerza de gravedad, ese hecho cotidiano, se explique tan
fácilmente en términos de lo que se conoce como el Espacio-Tiempo.
Según Einstein, a diferencia de lo que normalmente hacemos, el
tiempo y el espacio no se pueden pensar por separado; sino que son
parte del mismo objeto en el que nos movemos, comemos, amamos, nos
deprimimos y vivimos.
Un
famoso diagrama suele ser útil para explicar esto: la mejor forma de
entender el Espacio-Tiempo es imaginarlo como una enorme sábana
extendida que se deforma con los cuerpos de distintas masas que están
sobre ella. Un cuerpo muy masivo ─digamos Agustín Carstens, el
gordo ex-gobernador del Banco de México─ hunde la sabana (el
Espacio-Tiempo) en mayor medida que algún escuálido tipo Hawking.
Como los objetos masivos hunden más el Espacio-tiempo atraen a los
que están en sus vecindarios de la misma forma que el esmirriado de
Hawking se deslizaría hacia Carstens de sentarlo cerca del gordo
tecnócrata. Seguro que sería una situación muy incómoda para el
buenazo de Hawking, pero no podría evitarlo porque Carstens hundiría
tanto la sabana que casi cualquier cosa cercana sería atraída por
su masa. Es a este efecto de atracción a lo que llamamos “fuerza
de gravedad” por una lejana tradición newtoniana. Quizá algo de
esto explique la forma en que Carstens hundió la economía del país,
pero eso no está en la Teoría de Einstein. En todo caso, si
trasladamos esta dinámica a escala del Universo, una estrella muy
masiva deformará el Espacio-Tiempo mucho más que un planeta o
cualquier cuerpo de menor masa. En el extremo, hay cuerpos tan
masivos que deforman tanto el Espacio-Tiempo que arrastran tras de sí
todo lo que está en sus alrededores; ni siquiera la luz, que le
encanta correr a 300 mil km/s, puede escapar de ellos. Esa es justo
la idea que permite entender un agujero negro. Es negro no por la
amargura de algún despechado ni por algún prejuicio racista, sino
porque ni siquiera la luz puede escapar de él.
Como
es obvio, mis amigos y yo no necesitamos ser científicos para que la
ciencia formara parte de nuestra vida. Nuestra afición, en todo
caso, tuvo distintos impactos en nuestros destinos que, por supuesto,
en aquel momento no eran predecibles. El Batman se convirtió en
diseñador gráfico y crítico no oficial de cine, especialista de un
posgrado aún no inventado sobre películas de superhéroes; la
chiquis, mi pecosa ex-enamorada, se volvió una feliz contadora y
emigró del centro del país; el Trikes estudió matemáticas
aplicadas a la computación, me parece que trabaja en empresas de
manufactura de software; Romina estudió Ciencias Políticas y está
dedicada, en la actualidad, al difícil trabajo de la maternidad; a
Fabiola la perdí de vista aún antes de terminar la preparatoria,
pero creo que es vendedora de la Coca Cola; el Búho se volvió una
mezcla extraña de historiador y viajero trotamundos. Finalmente, el
mapache y yo escuchamos los cantos seductores de la ciencia. El
mapache decidió entender en serio a Hawking y asociados: se volvió
Doctor en Física por la Universidad de Oxford. Yo elegí una carrera
científica que me mantuvo ocupado por unos 12 años, primero en
neurobiología y después en un posgrado de biología evolutiva. Al
final, abandoné la ciencia para aventurar un doctorado en Filosofía
en Europa y, posteriormente, me concentré en mis aspiraciones
literarias.
En
todo caso, para nosotros Hawking y la ciencia no fue ese ámbito
sagrado reservado para los genios o los monjes sin religión. Más
allá de las reverencias, la ciencia significó un espacio accesible
de placer y pasión: un placer en el que es posible recrear la
amistad, el amor, la esperanza, la ingenuidad, la curiosidad, y quizá
por todo ello, la posibilidad de expandir, por puro gusto, el
pensamiento. “Un Universo en expansión”, diría Hawking con su
voz metálica de sintetizador electrónico.
Por
otro lado, nada de lo aquí escrito implica idealizar a la ciencia.
Soy de lento aprendizaje, así que me tardé mucho tiempo en
percatarme que los científicos no son esos hombres y mujeres volados
de los sesos que transitan ensimismados por los laboratorios en la
búsqueda desinteresada de la verdad. No sólo la ciencia, sino la
academia en general, es un ámbito como cualquier otro tan atravesado
por el poder, el sexismo, el clasismo y las jerarquías. Además, en
el México de hoy, la academia es uno de los medios más explotadores
que existen en el mundo laboral. Eso no significa que la ciencia como
la religión, el arte o la política puedan ser reducidas a sus
dimensiones de violencia institucional. Muchísimas personas que
conozco se empeña en hacer investigación científica lo mejor que
pueden en un país que los desdeña y explota. Estoy seguro que en
los momentos en que pueden escapar a la presión de la burocracia, a
la precariedad laboral, y a la evaluación mutilante del Conacyt, se
sumergen en el mar en el que nadábamos mis compañeros de la
preparatoria y yo: la pasión de indagar si las cosas pueden ser
distintas a como nos han dicho siempre que son. Una pasión no
necesariamente fácil ni inmediata; como toda pasión de alto
calibre, una pasión exigente que trasciende las meras condiciones
materiales y utilitarias a las que todos estamos sujetos.
Hojeo
mi ejemplar de la Historia del Tiempo y encuentro un párrafo que
subrayé hace años:
“…el
espacio y el tiempo son cantidades dinámicas: cuando un cuerpo se
mueve, o una fuerza actúa, afecta a la curvatura del espacio y del
tiempo, y, en contrapartida, la estructura del espacio-tiempo afecta
al modo en que los cuerpos se mueven y las fuerzas actúan. El
espacio y el tiempo no sólo afectan, sino que también son afectados
por todo aquello que sucede en el universo.”
Puede
ser que la ciencia y la vida puedan ser entendidas de la misma forma.
La ciencia, como pasión, está destinada a darle densidad infinita a
la vida. Aunque nuestras vidas particulares no sean más que puntos
de deformación insignificantes en el Espacio-Tiempo, terminan por
afectarlo irremisiblemente. Entre más densa es una vida más afecta
a esa estructura. Así que, aunque los cosmólogos aún no lo sepan,
es posible que sin la densidad de nuestras vidas, sin esas
deformaciones, el Espacio-Tiempo termine por morir de frialdad y de
tristeza.
Este trabajo forma parte del proyecto Homo vespa: un proyecto de autonomía editorial que publica y difunde contenidos inéditos de política, filosofía, literatura y crítica social. Para adherirte al proyecto suscríbete y recibe todas las publicaciones a tu correo en formato de libro electrónico y distintos beneficios por tarifa. Hay suscripciones desde 50 pesos mensuales. ¿Prefieres no hacer pagos por Internet? Escribe en nuestra página de seguidores o a ometeotlram@yahoo.com.mx y pregunta por las opciones de pago en OXXO o por transferencia bancaria.
Excelente texto siempre nos llevas a otros lugares y a evocar parte de nuestra propia historia una mezcla de cosas que se disfrutan gracias por compartir.
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