Borges o la responsabilidad de los insomnes
Jorge Luis Borges recuerda que
Schopenhauer y Berkeley imaginaron el horror de que la realidad no
existiera más que como un mero artificio del pensamiento. La mesa y
el amigo con el que hablo en esta madrugada serían entonces no otra
cosa que un fantasma, acaso una creencia de mi mismo. Puedo
asesinarlo con mi estilete antiguo y su dolor sería tan inexistente
como inútil mi culpa.
Otros
como Immanuel Kant, más ingenuos o más optimistas, le concedieron a
la realidad una existencia innegable pero inaccesible. Si la realidad
de la mesa, de mi amigo o de cualquier “cosa en sí misma” (el
“dig an sich”) ha de existir, será como un misterio
inalcanzable. Sólo lo que concebimos con la subjetividad de nuestra
mente es lo que podemos saber de la realidad de las cosas, es el
conocimiento de nuestra Ciencia.
De atender las razones de Kant, quizá asesinar a mi amigo no sea buena idea. Aunque no
tengo forma de saber si él en sí mismo existe, lo que conozco de su
sonrisa me impide apuñalarlo. Misterioso para mí como todas las
cosas, prefiero no acabar con la vida de mi amigo, por si acaso
existe.
La
madrugada se consume o la consumimos. En nuestro insomnio se debate
con civilidad su muerte y mi sentencia. La noche con el alba se
agota. Después de horas, nuestros ojos arenosos miran la luz que,
sin iluminar, descubre nuestras dudas.
Parece
que, según Borges de nuevo, nuestro desvelo y el de otros insolentes
es culpable de salvar al mundo.
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