Miércoles de Navidad con Borges
La
idea de que la historia se repite cíclicamente siempre le pareció a
Borges una idea errónea. En una plática con María Esthér Vázquez
en 1976, Borges recordó que su padre contaba que David Hume, aquel
empirista sobrio y escocés, analizó las condiciones de posibilidad de dicha
doctrina:
a)
que el universo estuviera compuesto por un conjunto finito de
elementos determinados –digamos, átomos.
b)
que el tiempo no conociera término ni fin alguno.
c)
que, como la causalidad dicta, cada momento de la historia dependiera del instante
previo.
De
cumplirse estos requisitos, basta con que se repitiera un arreglo de los elementos en un instante
para causar una cascada de repeticiones en que la historia no sería
más que su propio remedo.
Que
Borges creyera falsa esta idea no impidió que la explotara en muchos
textos.
En
“Las ruinas circulares”, Borges cuenta la historia de un mago
forastero que dedica su vida a soñar un estudiante que “mereciera
participar del Universo”. Como Borges con sus cuentos, el mago no
escatima esfuerzos. Sueña por completo a su discípulo: desde las
esquinas fisiológicas del intestino hasta los innumerables cabellos
que se agitan en la cabeza del joven. Sueña sus manos y sus poros,
sus hombros y su sonrisa, su codo y sus costillas. En esta escultura
de gestos, pieles y uñas, el sueño cobra vida y le reserva al
escultor el terror de descubrir su propia vanidad, de descubrir su
propia repetición.
Es
un bello cuento para leer en Navidad con Borges.
Las ruinas circulares
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de
bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie
ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una
de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de
la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde
es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango,
repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas
que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado,
hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que
tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel
es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva
palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El
forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó
sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y
durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la
voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible
propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado
estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de
dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el
sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un
pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le
advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su
sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del
miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con
hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible,
aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con
integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico
había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera
preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no
habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y
despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los
leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus
necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo
suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y
soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después,
fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de
un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes
de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos
pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran
del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de
cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban
responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel
examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y
lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la
vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba
embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una
inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el
universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura
que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad
su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción
razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no
podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una
tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no
velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el
vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho
taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los
de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación
de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe
sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto
viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la
aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día,
la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar
la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de
sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental:
inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas
breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi
perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió
que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se
componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque
penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más
arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara.
Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme
alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de
trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las
fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de
soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las
raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para
reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto.
Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses
planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y
durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo
soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color
granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con
minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo
percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a
observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía,
desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la
arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y
adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una
noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y
emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año
llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la
tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se
incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el
hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los
demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y
rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las
noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó
toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.)
Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los
pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e
imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La
soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la
vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una
tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego,
que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido
sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de
suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo
pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en
los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides
persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel
edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se
despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que
finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del
culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto
de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al
sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo
inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido… En
general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré
con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no
existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la
realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro
día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos
análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su
hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó
por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río
abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para
que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre
como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su
victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de
la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez
imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas
circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen
todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del
universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El
propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte
de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia
prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos
remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un
hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no
quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que
de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que
sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al
principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese
privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero
simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre
¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan
los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o
felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo,
pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches
secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo
prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una
remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el
cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las
humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga
pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos
siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas
por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los
muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las
aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a
absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no
mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin
combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él
también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
Nadie lo
vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú
sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que
el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las
infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la
montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es
infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango,
repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas
que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado,
hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que
tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel
es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva
palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El
forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó
sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y
durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la
voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible
propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado
estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de
dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el
sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un
pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le
advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su
sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del
miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con
hojas desconocidas.
El
propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural.
Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e
imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio
entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o
cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le
convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de
mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se
encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas
de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la
única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran
caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se
soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el
templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las
caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una
altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba
lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban
con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si
adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos
de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real.
El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de
sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en
ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que
mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches
comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos
alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que
arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque
dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los
últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes
eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el
amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con
un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de
rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por
mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al
cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro.
Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del
sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al
pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda
esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió
contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la
cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de
tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo
articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se
borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los
viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia
incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo
que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden
superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o
que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era
inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al
principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó
un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio.
Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir
un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese
período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el
disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las
aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas
lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un
corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor
de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano
aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce
lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo
tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo
con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos
ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y
luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo.
Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón,
invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los
órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados.
El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre
íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía
abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En
las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no
logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de
polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una
tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más
le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la
tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un
tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese
crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz
bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y
también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló
que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros
iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente
animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto
el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le
ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo
despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz
lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que
soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes.
Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los
arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía
apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba
cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho,
acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo
eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los
ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he
engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo
fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una
cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó
otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta
amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa
noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos
blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de
ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que
se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus
años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de
hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante
la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba
idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no
soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta
palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de
esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado;
el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que
ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en
lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras,
pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de
hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las
palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el
orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese
recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su
hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su
condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del
sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo
padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una
mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el
porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo,
en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue
brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una
larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro;
luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de
los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las
noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo
acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del
fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio
cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante,
pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía
a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los
jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo
inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con
terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba
soñándolo.
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