Triángulo en Nueva York
Pauline y Vicenza miran la luz mortecina que apenas
ilumina la entrada de la fábrica. Salieron de su casa cuando la obscuridad era
aún dueña de la calle. En el marzo de Nueva York, las mañanas de primavera son
siempre tímidas: las noches entregan con lentitud cada metro cuadrado. Pauline
tiene 21 años; Vicenza 14. Ambas llegaron muy pequeñas desde Italia a América a
principios de siglo. Sus padres alquilaron dos cuartos en un suburbio de Nueva
York en el que el inglés nunca fue la primera lengua. Los vecinos, orgullosos
de su origen, se comunican en una mezcla de dialectos de distintas provincias
del mediterráneo. Ellas nacieron en Sicilia; crecieron discretas y pausadas,
vigiladas por los silencios de su madre y la amabilidad desdentada de su padre.
Pauline empezó a trabajar en pequeños talleres de costura
apenas cumplió los doce años. Sus manos
adquirieron una destreza inusitada para coser delantales, pañuelos y blusas. A
los catorce, entró en los grandes talleres de la Triangle Shirtwaist en Manhattan. Todas las mañanas, Padre y la pequeña Vicenza solían acompañar a la
joven hasta la entrada del edificio Asch. En el noveno piso, el lugar de
trabajo de Pauline es el mismo desde hace siete años: una silla que ella siente
como si estuviera pegada a sus vértebras; una lámpara tuberculosa con cuya luz
moribunda ensarta botones y remienda ojales; una mesa poblada de algodón, lino
y organdí; un espacio apenas suficiente para acomodar las piernas.
Hace un año que Vicenza se unió a la misma empresa. Las
chicas trabajan de lunes a sábado. Ganan algunos dólares por los cientos de
prendas que terminan durante las once horas de jornada. Vicenza es más
vivaracha que su hermana: juguetona, sonriente y de fácil plática, en los
últimos meses ha aprendido que su carisma no es bienvenido aquí. En su primer
mes de trabajo, un par de palabras que escaparon de su boca fueron suficientes
para descontarle el pago del día y amenazarla con el despido si insistía en
hablar mientas cosía. Cuando se enteraron sus padres, la reprendieron sin
reserva. Padre ya es viejo y gana menos como albañil en las grandes obras de
Manhattan. La familia necesita el dinero para pagar el alquiler. Desde
entonces, las palabras aprendieron a morir graciosamente en la boca de Vicenza.
Para compensar su silencio, la niña elige por las tardes una mirada juguetona
para distraer a su hermana de su agotadora jornada. Debe hacerlo con cuidado.
Nikolai el capataz, un rubio miserable cuyos padres emigraron de Polonia, la
vigila con insistencia. Espera, agazapado, la oportunidad para echar a las
hermanas junto con una decena de mujeres que le desagradan.
Las hermanas entran, caminan por el centro del ala
principal de la fábrica. Varias de sus compañeras rusas, judías, polacas,
húngaras y rumanas ya están instaladas en las largas mesas. El lugar de Pauline
está exactamente frente al de Vicenza. Ambas se sientan bajo la mirada de halcón
de Nikolai. Acomodan sus máquinas, las engrasan, se unen al estruendo con que
se inunda al aire con las máquinas de coser.
En el fragor, Pauline piensa que por fortuna casi no se
escucha a sí misma: no quiere saber nada de ese murmullo que le recuerda que
tiene cuatro meses de embarazo. Enzo la miró tres veces salir ya muy noche y
cruzar la avenida sin esperar a su padre. La primera vez, Enzo la llamó con
sorna. Ella bajó la mirada; no contestó, pero sintió como una sonrisa le nacía
en el pecho. La segunda vez tampoco contestó; pero la sonrisa le invadió las
costillas, la espalda, el deseo. La tercera vez, Pauline no escuchó a Enzo: un
brazo fuerte la tomó de una muñeca y la arrastró a un callejón. Su boca muda
por el susto empezó a sollozar cuando Enzo la violó. La sonrisa, que esa tarde
se la había instalado en el cuello, se convirtió en una daga llena de llanto
que rasgó sus entrañas con el mismo furor con que las tijeras de Pauline rasgan
el lino para coser camisas. Ella lleva esas tijeras a todos lados en la bolsa
de su uniforme; el llanto lo lleva, también a todos lados, alojado en las
entrañas. Enzo jamás volvió a mirarla.
Sus padres no lo saben. Debajo de su vestido, Pauline ha puesto suficientes pliegues para confundir a la cría que teje en el vientre con el frio propio de estos meses. Si Nikolai se da cuenta de que ese bulto no está hecho de tela, no tardará en comunicárselo al patrón para despedir a Pauline y a su hermana.
Pauline, sentada frente a su máquina, siente al medio día
un espasmo: pierde el color y sus ojos crispados se clavan en el suelo buscando
algún consuelo extraviado. Quiere ir al baño, pero no le está permitido hasta
el receso después de la comida. Vicenza lo nota: le dirige una mirada
preocupada. La pequeña extiende el brazo a través de la mesa simulando que va a
tomar un trozo de tela, quiere alcanzar la mano de su hermana. Un gemido sube
por el cuerpo de Pauline. Con un pañuelo en la boca, ella lo reprime y le
arranca el ímpetu. El gemido se vuelve tan lento que no llega a sobrepasar la
línea de la dentadura, sino que se diluye en algún lugar entre la garganta y
los labios. Ahí, en medio del dolor, ella se aferra a la máquina y siente el
piso de la fábrica como un destino antiguo y
desierto. Un destino que se apodera de sus piernas, de su cuerpo, de su
vientre que se retuerce. Pauline entiende que su hija –porque sabe que tendrá
una niña– estará en algún momento frente a una máquina similar y se dedicará,
como ella, a reprimir el ímpetu de los gemidos.
Su embarazo, como el de todos los pobres, es una de las formas más directas de
contagiar al futuro de miseria.
Nikolai se acerca
con su cabeza de buitre escapando de sus hombros: Vicenza lanza una mirada de
alerta a Pauline. Las hermanas se recomponen. El polaco les dedica un gesto de
desprecio y sigue su camino con el ceño fruncido, con los hombros inclinados,
con algún pedazo de furia atrapado dentro del pecho. Nikolai piensa que las
mujeres de la fábrica pertenecen a especies extrañas: judías, italianas, rusas,
gitanas. La familia de Nikolai no tiene ni dos generaciones en América, pero él
cree que las trabajadoras inmigrantes vienen marcadas por la estupidez y la
holgazanería de manera irremediable. No se puede confiar en una sola; si uno
quiere que trabajen como deben, se tiene que gastar energía vigilándolas. A la
menor oportunidad, esas haraganas escapan a alguna ventana a fumar un
cigarrillo, a guardar tela para robarla del taller, o peor aún: a repartir
propaganda para formar un sindicato. Son tiempos difíciles. En los últimos
años, varias irresponsables se han unido a las protestas contra los patrones de
los talleres de costura de todo Nueva York. Han repartido volantes en las
calles, dado discursos sobre las aceras, y marchado en manifestaciones que
amenazan a la industria. Han sido apoyadas, incluso, por mujeres adineradas que
pagan las fianzas cuando la policía encierra a alguna para evitar disturbios.
Para Nikolai todo esto es incomprensible. Los jefes se lo
han explicado innumerables veces. Hay demasiadas cosas que dependen de la
industria como para permitir desmanes: el desarrollo del país, las ganancias de
la empresa, las necesidades de los compradores, el pan para que las familias
distraigan el abandono del estómago.
Nikolai está convencido: sonríe de satisfacción cada vez que logra
capturar a alguna rebelde. Tan solo en este año, gracias a sus habilidades de
sabueso, la empresa ha logrado identificar a una veintena de desobedientes.
Todas ellas fueron despedidas de inmediato. El capataz recibió una comisión extra
por cada una de las mujeres que se quedó sin trabajo.
La mayor parte de las activistas son judías. Muchas de ellas deben conseguir el sustento de la familia, pues sus maridos están consagrados al estudio del Talmud. Pauline es una de las pocas italianas que han participado en las protestas. Sus padres, por supuesto, no lo saben. Hace algunos años, siendo aún una de las obreras más jóvenes de la fábrica, Pauline acabó de casualidad con sus compañeras en una asamblea. Mientras decenas de hombres se turnaban la palabra, ella descubrió a una pequeña judía cuya figura tensa era como un torbellino mal contenido. Clara Lemlich, desesperada después de horas de discursos llenos de precauciones, levantó su voz. Pauline nunca olvidará las palabras con las que finalizó aquel discurso:
“Ya he escuchado a los oradores. No tengo más paciencia para
seguir hablando porque soy una de las que sufre las cosas que se han descrito
aquí hasta la saciedad. Creo que debemos dejar de hablar y movernos sin duda
hacia la huelga general.”
Miles de hombres y mujeres aplaudieron. Después votaron
en yiddish, con la mano en alto:
“Si traiciono la causa
que ahora juro, que esta mano se marchite del brazo que ahora levanto.”
Las palabras del juramento fueron traducidas al rumano,
al italiano, al ruso, a todos los idiomas necesarios para que fueran entendidas
por los colegas que no eran judíos. La
multitud salió a la calle para organizar la primera gran huelga general de
Nueva York. La ciudad quedó sorprendida por aquellas mujeres obstinadas que
caminaban en medio del viento y la lluvia de invierno con sus vestidos oscuros,
sus sombreros amplios, sus abrigos deslucidos. Algunas cargaban aún las
máquinas de coser en la espalda.
Aquella tarde, casi como sin pensarlo, Pauline terminó en
la primera línea cuando los organizadores decidieron que debían ser mujeres
quienes encabezaran la marcha. No levantó la mano, no dio un paso al frente, ni
siquiera pronunció su nombre. Sencillamente, se colocó entre las otras chicas
de la vanguardia, extendió sus manos para sostenerse de sus compañeras, bajo la
mirada, y empezó a caminar con un silencio imbatible. Nada la hubiera obligado
a hablar. Nada la hubiera podido detener.
Desde entonces Pauline formó parte de varios comités.
Ahora mismo, frente a la máquina de coser esconde, entre la abundancia de las
telas de su vestido, volantes que repartirá camino a casa. No es una tarea
fácil. Demanda una discreción no muy frecuente. Las líderes de su fábrica han
sido despedidas y debe hacerlo sin que Vicenza sospeche nada. Por su parte,
desde hace meses Nikolai se encarga de cerrar las puertas de la fábrica durante
la jornada para que las activistas no se puedan colar al interior.
Las mujeres regresan de la comida. Entre cuchicheos que
se apagan se acomodan en sus asientos. Vicenza tiene aún en sus manos un pedazo
del panqué que comió de postre. Nunca se puede acabar la comida, pero los
restos del postre le sirven de alivio cuando el hambre le aqueja por la tarde.
Lo come con una habilidad igualmente eficaz para meterlo por trozos en su boca
que para vigilar, al mismo tiempo, la sombra del “polaco”. Se sienta en su
lugar. No le disgusta su trabajo. Sentir la máquina de coser en sus manos es
como galopar en un caballo de metal poco sociable, pero más ruidoso. Mientras
maneja las riendas con firmeza, Vicenza hace juegos en su mente: cuenta el
número de blusas que ha terminado en la semana, imagina a la esposa de Nikolai
como una momia milenaria, sueña con un árbol de navidad que comprará a fin de
año. Ella ama, por sobre todas las cosas, la navidad. La espera con una
impaciencia de niña que no ha cambiado con su estatus de trabajadora. Aún son
finales de marzo, faltan casi nueve meses para poder disfrutar de la nieve, las
fiestas familiares y la cena; pero Vicenza ya imagina que las centenas de
blusas, los cajones llenos de botones, y las mesas plagadas con telas de
distintos tipos, son esa pradera blanca y nocturna con luces de colores en que
la gente camina sonriendo sin parar. Vicenza no deja de coser dobladillos mientras
piensa con el paladar el pescado tradicional que su madre prepara para la
ocasión. Con esos colores en la boca, Vicenza se levanta para ir por una paca
de lino azul que necesita para la nueva ronda de blusas. De su lado ya no
quedan reservas, tiene que ir al otro lado de la fábrica. Cruza la mitad del
piso con presteza. Es entonces cuando ve, en una de las esquinas lejanas, una
nube de humo que asciende. Casi tan rápido como la imagen, llegan hasta ella
los gritos de alarma que anuncian el incendio...
Sarah es la primera en gritar. Anna es la siguiente. No
tarda mucho tiempo en hervir el escándalo. Una chica de unos 26 años, regordeta
y con demasiadas pecas en las manos, se dirige corriendo y envuelta en llamas
hacia Vicenza. Es como una hoguera que se abalanza. Vicenza salta y logra
esquivarla: con el pánico metido en sus lágrimas, corre hacia donde está
Pauline. En pocos minutos, siluetas con la piel ardiendo corren también por ese
lado del edificio. Grita el nombre de su hermana sin poder verla.
Los alaridos de las mujeres se esparcen, la piel cae con
las ropas, el grito de un aire candente quema todas las voces. Las hermanas por fin se alcanzan. El incendio
acecha a todas lamiendo las carnes con la punta de sus llamas. Como un niño
malcriado o como una epidemia sin remedio, el fuego pasa de vestido en
vestido y de cabello en cabello: el niño
hace retorcer los cuellos; la epidemia consume los vientres; ambos devoran las
manos despellejadas.
Nikolai grita desesperado en busca de recipientes con
agua. Blasfema, insulta y se abre paso a golpes para alcanzarlos. Su bata se
enciende en uno de esos movimientos y el
fuego se traga su cuerpo fornido, su mentón cuadrado, su barba hecha una
antorcha sibilante. Pauline y Vicenza intentan llegar a la entrada, pero es
imposible atravesar un pasillo de estatuas
hirvientes que se agitan en el piso. Decenas de mujeres se arremolinan
en las salidas de emergencia. Nikolai y los jefes se encargaron de atrancar
todas las puertas para que no se les metieran los agitadores de las calles.
Dejaron fuera la revolución; prefirieron encerrar al infierno.
Los ventanales estallan. Si alguien los rompió buscando
una vía de salida o el propio incendio quiso invadir el mundo es imposible
saberlo. Desde el noveno piso, el edificio Asch vomita cristales sobre los
bomberos cuyas mangueras no alcanzan ni siquiera la parte baja del incendio.
Las ráfagas de aire helado que ahora entran por los boquetes del edificio
avivan las llamas sobre decenas de cuerpos atormentados. En su desesperación,
las mujeres saltan al vacío para escapar del manantial de fuego que se les mete
por la carne, por los ojos, por los poros de la piel. Algunas que no han sido
alcanzadas por las llamas, presas del inaguantable hedor, prefieren saltar
antes de oler sus vísceras chamuscadas. En las calles sólo se escuchan los
zumbidos de manchas centelleantes que caen del cielo. Son zumbidos instantáneos
que se consumen con un aplauso en el asfalto. Montículos de carne encendida
quedan esparcidos sobre las aceras.
Por fin Pauline y Vicenza alcanzan el grupo que se
arremolina en la entrada. Palas, picos, desarmadores, cuchillos: usan todas las
herramientas que tienen para intentar abrir las puertas. Estrellan pedazos
completos de maquinaria sin conseguir que las puertas se muevan un centímetro.
Una viga que rebota violentamente se le clava en la pierna a Vicenza. Pauline
trata de sostenerla y lanza un grito desolado cuando la pierde de vista.
Sangrante y desesperada, Vicenza no puede moverse con rapidez y es aplastada
por la multitud: ahí quedan su cuerpo de 14 años, su sonrisa pícara, su árbol
de navidad y sus postres clandestinos. La delicada cara de la pequeña se pierde
deformada entre cadáveres prensados que se acumulan como una montaña de dolor
humano. A Pauline sólo le queda luchar por ella y su vientre preñado. La joven
se revuelve con sus compañeras frente a las puertas. Sin nada más a la mano, el
último recurso que tienen son ellas mismas. Amontonan sus piernas humeantes,
sus pechos dolientes, sus brazos gastados, sus caderas desacomodadas, para
empujar las puertas con el hígado, con los riñones, con la lengua, con los
sexos. El fuego al fin alcanza al grupo y todo se vuelve una pelota de llamas
que se sacude sin parar. Las manos, los brazos, las cabezas terminan en un
baile luminoso y macabro. Pauline y su hija se suman sin remedio a la locura de
esa danza. La madre y la hija se unen a la tía: un triángulo convertido en
pedazos de carbón sin tiempo.
Como labios de un rostro severo las puertas de la fábrica
se sellan con obstinación: todas las costureras del edificio Asch corren la
misma suerte. Las puertas se abrirán después para que Padre pueda buscar a sus
hijas. Padre no las encuentra. Nadie encuentra a nadie. Hay quienes dudan si
esas mujeres de verdad han existido. *
*El 25 de marzo de 1911 se incendió la sede de la fábrica
Triangle Shirtwaist en los pisos 8, 9
y 10 del Edificio Asch en Nueva York. Ahí murieron alrededor de 123 mujeres y
23 hombres. Esta tragedia es uno de los referentes históricos más importantes que
se conmemoran el 8 de marzo, día internacional de la mujer trabajadora. Una de
las mejores crónicas del suceso es: Triangle:
The Fire That Changed America por David von Drehle. El Edificio Asch, hoy
rebautizado como Edificio Brown, se encuentra entre Greene Street y Washington
Square East en Manhattan. Hoy en día es ocupado por la Universidad de Nueva
York.
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