Cherán:
la invención de lo imposible
“Si ha de surgir un nuevo pensamiento revolucionario
tendrá que absorber
dos tradiciones desdeñadas por Marx y sus herederos: la
libertaria y la poética.”
Octavio Paz,
Itinerario, p. 69.
“Una política de
emancipación radical no se origina en una prueba
de posibilidad que el examen del mundo
subministraría.”
Alain Badiou,
Condiciones, p.210.
México: la fosa
Alain Badiou, uno de los filósofos más importantes del siglo pasado y lo
que va de este, postula que el siglo XX estuvo marcado
por una “pasión por lo real” cuyo ejercicio se
cristalizó en el crimen masivo, en
la crueldad sin mesura. Badiou nos recuerda que durante la segunda
guerra mundial, el régimen nazi, esa máquina asesina, colmó nuestra imaginación
con la realidad de un horror pocas veces registrado en tal bestialidad y
desolación. A partir de entonces, las imágenes de esas montañas de cuerpos de
judíos, de gitanos, de discapacitados, de homosexuales, masacrados y sepultados
en fosas multitudinarias, serían para siempre un símbolo del mal absoluto. Ante
esas imágenes, nuestras miradas llenas de espanto se retiran, los párpados se
cierran, las caras se voltean. Estamos ante un mal que repugna; que se resiste
a ser visto, a ser entendido, a ser aceptado, incluso a ser pensado.
Pero, Badiou precisa, todo lo que no se piensa persiste, se repite. En
otros lugares, en otras latitudes, la crueldad humana cobra nuevas
formas. En México, vivimos nuestro propio holocausto. El gobierno mexicano
desató desde hace más de diez años una guerra que a la fecha ha asesinado a
centenas de miles de personas. Bajo el discurso hipócrita de la defensa del
Estado de Derecho, de la guerra contra el narcotráfico, y de la lucha contra la
delincuencia, el gobierno mexicano y el crimen organizado han llenado el
territorio nacional de borbotones de sangre. El aire que respiran los mexicanos
viene cargado, desde hace años, con un tufo de cadáver recién acribillado. Bajo
la complacencia y participación de todos los partidos políticos, las montañas
de muchas regiones de nuestro país se han convertido en fosas clandestinas en
las que los familiares de los desaparecidos se arriesgan, en absoluta orfandad,
a buscar los restos de sus seres queridos.
Hoy, pensar a México es pensarlo desde sus salientes más punzantes:
desde las fosas con que el territorio nacional se ha convertido en un osario;
desde el crimen de estado con que se organiza el asesinato, la desaparición o
la simulación masiva. Pensar a México es, hoy en día, dolerse de él:
desgarrarse como nos desgarra la injusticia, el bochorno del asesinato sin
sentido, la estupidez hecha cuerpo desmembrado. A fin de cuentas, las
fosas de Jalisco, las de Morelos, las de
Iguala, las de Cocula, las de San
Fernando, no están, en su esencia, tan lejos de las fosas nazis de la segunda
guerra mundial.
Ante la debacle, con un gobierno obsesionado en mantener el peinado y
aparecer en las notas de revistas del corazón, el mexicano común está destinado
a ser una víctima del abuso permanente. Según parece, la única alternativa que
tenemos es cuidar de nuestra familia, nuestros amigos y nuestro trabajo cada
vez peor pagado. En fin, cuidar nuestro jardín y nuestro huerto y desear con
todas nuestras fuerzas no ser la víctima siguiente.
Sin embargo, aquí y allá, numerosas voces de resistencia sugieren que
hay otras posibilidades que se vislumbran raquíticas, improbables; quizá fundadas
llanamente su mera imposibilidad.
La historia reciente
de la lucha del pueblo de Cherán es una de esas voces de resistencia: un excelente ejemplo de cómo
los pueblos originarios –lejos de asumirse como simples víctimas de una cruenta
realidad–abren horizontes inéditos de participación política y se defienden de
un sistema cuya voracidad destruye por igual ecosistemas, pueblos, culturas y
seres humanos. No son los únicos. Las luchas sindicales, el gasolinazo o las
protestas contra la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa son voces que
nadie puede ningunear. El pueblo Yaqui defiende sus recursos pese al asedio
permanente del gobierno; los huicholes se organizan para defender los territorios
en los que por siglos han llevado a cabo las ceremonias que le dan sentido a su
cultura, a su universo; los hermanos zapatistas desde el sureste nos muestran,
desde hace años, que si hay una esperanza, ésta no se encuentra en los partidos
políticos y la política tradicional, sino en la propia capacidad de
auto-organización.
Es justo en esa vertiente de la creación
política que se debe pensar el movimiento de autodeterminación de Cherán. No como
la encarnación de alguna receta comunista ni anarquista ni siquiera
indigenista, mucho menos como una emulación del zapatismo o del pueblo yaqui ni
siquiera como una continuación histórica
de otros movimientos que tuvieron lugar tanto en Michoacán como en la propia
comunidad de Cherán; sino como un horizonte político, pleno de legitimidad y potencia,
que elige la fundación radical de la política con todo lo que ello implica:
maquilar su propio discurso, crear sus propias estructuras de discusión, organizar
sus propias prácticas de seguridad y economía; inventar, en concreto, su propio
mundo.
Cherán: los caminos de lo imposible
La mañana del 15 de
abril del 2011, un grupo de alrededor de 10 mujeres del municipio p'urhépecha
de Cherán, Michoacán, detuvieron a una de las centenas de camionetas que todos
los días cruzaban el pueblo para transportar madera robada de los bosques de la
comunidad. Las camionetas siempre iban tripuladas por hombres armados hasta los
dientes. Desde al menos el 2008, los criminales no sólo habían arrasado los
bosques cercanos de Tres esquinas, Pakárakua, San Miguel, Cerritos los Cuates, Carichero,
Cerrito de León, Patanciro y El Cerecito, sino que asesinaron, insultaron,
humillaron y amenazaron a cualquiera que insinuara un reclamo. Al parecer,
también violaron a varias jovencitas.
Las múltiples denuncias de la comunidad naufragaron por años en un valle
de silencio e indiferencia en las oficinas de gobierno.
En general, la
agresión sexual a las mujeres del lugar era pan de todos los días. Rosa[2], una
cheranense de 34 años de edad, cuenta con los ojos y las mejillas a punto de
reventar:
“Ya cada que pasaba,
decían: ya se va a acabar la madera; pero seguimos con las viejas de aquí de
Cherán, decían.”
Rosa fue parte del
grupo de mujeres que detuvo a la camioneta mencionada en la esquina de Allende
y 18 de Marzo, cerca de la Iglesia del Calvario, en el Barrio Tercero de
Cherán. Esas mujeres no usaron ningún camión o auto para cerrar el paso a los
talamontes. Tampoco recolectaron armas previamente ni planearon una emboscada.
Ni siquiera se pusieron de acuerdo un día antes. Los únicos vehículos con que
se enfrentaron a los criminales fueron sus cuerpos. Los suyos eran cuerpos
hechos de los mismos átomos que los de los demás: con los mismos tejidos, las
mismas cicatrices, las mismas asimetrías de carne, las mismas redondeces, los
mismos granos, los mismos excesos. Es decir, en principio, cuerpos como
cualquier otro y como ningún otro.
La verdad es que
frente a ese grupo de hombres armados, los cuerpos de esas mujeres eran cuerpos
que pudieron terminar baleados en cuestión de segundos. Ahí hubieran quedado
los huérfanos, los viudos, las madres con las lágrimas rebotando en los
regazos. Por fortuna no fue así. Aunque después se sumaron los jóvenes y el
pueblo entero, el horizonte para transformar la realidad se constituyó, al
menos en los momentos iniciales, por un manojo de cuerpos de mujer: cuerpos
quebrantables, precarios, vulnerables, en perpetuo riesgo de perderse en el
abismo de la muerte. Cuerpos que en ningún momento perdieron el miedo; tampoco
la rabia, la ira, el coraje necesario para transformar su mundo. Como dice
Rosa:
“Nomás detuvimos los
carros. Se daba miedo. Pero al mismo tiempo se daba miedo y coraje de que no
podíamos hacer otra cosa más que de echarle ganas. Los señores trataban de
aventar el carro así. Pues el carro así pa'rriba. Se levantaba como parándose
de llantas. Y nosotros pus lo parábamos. Era mucho coraje […] pero teníamos un
como temorcito dentro del corazón. […] Se decide uno a levantarse porque ya no
le importa a uno el coraje, y así pues.”
Ese 15 de abril por
la tarde, la mayor parte de los 15,000 habitantes del pueblo se reunió
alrededor de fogatas que instalaron en sus barrios, en sus esquinas, afuera de
sus casas. En esas mismas calles de las que habían sido expulsados por la
complicidad del crimen organizado y el gobierno local. Cherán en p'urhépecha
significa asustar. Los habitantes de este pueblo descubrieron que en esas
fogatas podían no sólo compartir el susto, el miedo, el pánico cada vez que las
alarmas anunciaban que regresaban “los malos”. Ahí, junto a las llamas
protectoras, también compartieron la ira, el café, la dignidad, el té de
nuriten, el mezcal, el amargo y la cena.
En las primeras
semanas del movimiento, los cheranenses expulsaron a los talamontes ilegales, a
la policía coludida con el crimen, al presidente municipal y a todos los
partidos políticos. El pueblo entero se organizó en una forma de democracia
innovadora que desde entonces se concentra en la participación directa en más
150 fogatas instaladas a lo largo y ancho de la comunidad. La Suprema Corte de
Justicia de la Nación aprobó una controversia constitucional que permite a
Cherán regirse por sus usos y costumbres. Eligieron, en voto público, un
concejo mayor formado por 12 notables llamados Keri (grandes). Todos ellos
propuestos primero en sus fogatas, elegidos en sus asambleas de barrio y
designados por la asamblea general. La mayor grandeza de estos Keri es que no
son autoridades. Como lo explican con orgullo los habitantes de Cherán: al
interior de la comunidad “los Keri son sólo representantes; la única autoridad
es la asamblea”. Lo que esto significa de manera práctica es que los Keri sólo
pueden ejecutar las decisiones que se toman en fogatas y asambleas y pueden ser
relevados de su puesto en cualquier momento que la asamblea lo decida. Algo
bien distinto a lo que pasa con el resto de los representantes del país.
Como resultado de
esta nueva política, Cherán no participó en las elecciones federales del 2012
y 2015. El pueblo no se llenó de
propaganda ni de las componendas, sobornos y promesas con las que todos los
partidos políticos de este país operan. En mayo del 2015, Cherán eligió, por
usos y costumbres, su segundo Concejo Mayor. A la distancia de casi seis años,
la comunidad enfrenta un sinnúmero de desafíos al interior y de presiones
continuas del exterior. Sin embargo, pase lo que pase, el municipio de Cherán
ha dado testimonio de cómo crear una política muy distinta a la que tiene a
este país ahogado en sangre.
No obstante, desde el
comienzo del movimiento y hasta la fecha, la mayor parte de los analistas,
estudiosos y políticos han mostrado escepticismo, cuando no hostilidad y
desdén, hacia el proceso que se lleva a cabo en Cherán. Para muchos, es
imposible que una pequeña comunidad p'urhépecha despliegue de manera duradera
una política que desafía los límites establecidos por las instituciones
gubernamentales, los partidos políticos, los medios de comunicación y las
empresas. “Es imposible que Cherán dure”, dijeron muchos hace cinco años. “Es
imposible que Cherán sobreviva”, dicen muchos cinco años después. Es tan
imposible como que 10 mujeres detengan a un doble rodado tripulado por un
comando de criminales armados con AK-47; tan imposible como que los huicholes
detengan el avance de las mineras canadienses en Wirikuta; tan imposible como
que los zapatistas existan desde hace más de 30 años; tan imposible como que la
política signifique algo más que el andamio de corrupción y con que se gobierna a este país.
Quizá la política, al
menos es la tesis de este trabajo, la política como se practica en Cherán sea
justo eso: una especie de compromiso con la imposibilidad en sí misma. La
política como una suerte de alfarería de lo imposible; como un telar en el que
―a contrapelo de lo que nos dictan los partidos políticos, las instituciones y
los gobiernos― se teje un rebozo imposible que atraviesa y cobija a todos los
que participan en ella. O quizás esta política sea como una máquina sin poleas
ni engranes en la que se fabrican palabras imposibles como justicia, verdad,
dignidad o comunidad; palabras que se afirman como realidades concretas a
partir de los despojos de la imposibilidad. De ser eso cierto, la política de
Cherán tendría algo que ver con otras luminosas imposibilidades del universo.
Tendría que ver, por ejemplo, con las imposibilidades en los acontecimientos
del amor; con los cataclismos infinitos de los vientres cuando se acarician;
con las frases de los poetas cuando deciden hacer erupción; con las espirales
matemáticas cuyo imposible absoluto intuyó Arquímides; con las alas de los
coleópteros excesivas de puro vértigo; con la infinita ancianidad de los
celacantos; con la imposible persecución de los electrones; con la excesiva
obstinación de los universos cuando copulan. Cherán tendría que ver con todas
las imposibilidades que hacen de este universo un escenario de la vida.
La imposibilidad del relator
Las imposibilidades
artísticas, científicas, políticas o amorosas son diversas, elusivas,
multifacéticas. Como las sustancia minerales llenas de aristas no permiten que
las capturemos sin que nuestra piel se rasgue y se perfore en el intento. Las
imposibilidades tienen el encanto del olor de lo singular y al mismo tiempo
convocan verdades para todos. Son verdades que exigen, que demandan, que
arrebatan. No nos permiten limitarnos a su mera contemplación o a su deleite
como espectáculo. Parafraseando alguna novela de Alessandro Barico, es
absolutamente improcedente asistir o atestiguar el desarrollo de una verdad de
lo imposible sin considerar la aspiración a vivirla, sin desear persistir con
ella.
Relatar una política de
la imposibilidad como la que se desarrolla en Cherán exige, por lo tanto, una porosidad:
más que empatía, una disposición permanente a ser atravesado. Hay que olvidar
la cómoda silla del aula en la que estudiamos, rechazar la ingenuidad de los
círculos de estudio en los que resolvemos el mundo a punta de porros y cervezas,
y desechar las seducciones del turismo
revolucionario, con todo y el morral bordado de Guatemala. Es necesario
relegar de alguna forma las taras más acuciantes de la comodidad del gabinete
universitario, del salario del doctorado; de los vicios enquistados en el
escritor, el documentalista o el reportero. En concreto, relatar una
imposibilidad demanda inventarse con ella; arrojarse a sí mismo al ámbito de lo
imposible como única forma de hallar las palabras o las imágenes de una historia repleta de nudos con verdades
que se mueven como peces inquietos en el océano.
Eso
no significa que esas verdades sean inalcanzables. En el fondo, las verdades de
lo imposible son accesibles para todos. La única condición que imponen estas
verdades es ética: como nos enseñaba Immanuel Kant ya desde hace siglos,
estamos obligados a rechazar el cinismo para acceder a la verdad.
No
es una demanda sencilla. En un ensayo titulado “Literatura y Estado”, Octavio
Paz hace décadas ya advertía que uno de los principales vicios de la actividad
intelectual en México es que quienes la ejercen dependen o han estado asociados
en demasía al grupo que detenta el poder. La cercanía al poder institucional es
una de las formas más claras de caer en el cinismo. Es indudable, muchísimas
veces escritores, pintores, estudiantes, periodistas, profesores y científicos
han contribuido con su pasividad o franca cooperación a apuntalar el régimen de
injusticia en el que vivimos. En el peor de los casos constituyen un brazo más de
lo que Louis Althusser denominó los aparatos ideológicos del Estado.
En
pleno antagonismo, Paz nos advierte que el único patrimonio ético que tiene el
intelectual es la independencia de su crítica. La poesía, la narración, el
periodismo pueden mostrar el mundo a través del ejercicio riguroso de la
imaginación crítica. En México, esto casi nunca es así. En una parte del
espectro político intelectuales como Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín y, en
tiempos del salinismo, el mismo Octavio Paz, olvidaron que una condición
necesaria de la crítica es la distancia al poder institucional. En la llamada
izquierda partidista, gente como Elena Poniatowska, John Ackerman o Jaime
Avilés pasan por alto que el rigor de esa imaginación crítica impide sumarse a cualquier proselitismo
partidista por más convincente y seductora que parezca la Morena.
Hay,
por supuesto, ejemplos mucho más obscenos. Valga un ejemplo claro como pocos. Hace poco más de tres años, el 28 de septiembre del 2012, durante una
entrevista en televisión, Cristina Pacheco deslizó, con una malicia inocente,
una pregunta al decano del periodismo servil en México: Jacobo Zabludovsky.
—Ryszarda Kapuściński,
[probablemente el mejor periodista del siglo], dice que [el periodismo] no
es un oficio para cínicos, ¿qué opinas?
Zabludovsky
carraspea, duda, titubea, suelta una risa insegura. Al final evade la pregunta
con el pretexto de darle voz a las llamadas telefónicas por parte de los
televidentes. La incomodidad de la alusión se diluye entre risas. De manera
esperable, el imperativo ético en el periodismo que demanda Kapuściński y que
podríamos extender a la literatura, a la investigación y la vida, se le
atraganta al ex-emperador de las noticias en Televisa.
En sus últimos
tiempos, expulsado de su trono de privilegios, Zabludovsky hizo un mea
culpa y su arrepentimiento de fariseo fue saludado por no pocos de sus
antiguos detractores. Oscuros debieron ser los días de la memoria para que la
negra figura de Jacobo Zabludovsky se haya convertido, en muchos ámbitos, en la
de un adalid de la dignidad del periodismo. Quizá tan cristiana amnesia por
parte del pueblo mexicano no esté del todo injustificada. A la luz de la
rigurosidad y el compromiso periodístico de Ciro Gómez Leyva, Joaquín López
Dóriga, Carlos Marín, Ricardo Alemán o Javier Alatorre —sólo por nombrar
algunos— , el arrepentimiento de Zabludovsky se antoja menos miserable. Después
de todo, el corazón magnánimo de México sabe bien que en el país de los ciegos
el tuerto tiene derecho a tropezarse unas cuantas décadas.
Es un hecho: el
periodismo y casi cualquier actividad intelectual en México está casi
siempre relacionada con la desvergonzada
defensa de intereses nunca declarados del poder en turno. En este contexto, la
referencia a Kapuściński suena por lo menos ingenua. En un medio tan árido y
manipulado, donde además campean la competencia y la egolatría, el cinismo no
sólo parece ser útil, sino que se erige como la más plausible estrategia de
adaptación profesional. Los más se adaptan con presteza y difunden la opinión
del que les llena mejor los bolsillos o les asegura alguna tribuna o coto de
poder. Son los intelectuales cínicos: esos contraejemplos de la tesis del
periodista polaco.
Sin embargo
Kapuściński tenía razón, “[el periodismo] y para los fines de este ensayo yo
agregaría el relato de cualquier verdad no es un oficio para cínicos”. En
contra de las lecturas superficiales, Kapuściński precisa: “ El verdadero
periodismo...”. Es decir, esta afirmación aplica al periodismo que apunta a la verdad,
esa categoría tan vilipendiada y mal entendida a últimas fechas. A diferencia
de lo que popularmente se cree, la verdad —a la que se refiere Kapuściński y
cualquier otra— no se fundamenta en la descripción exacta y objetiva del
mundo en el que vivimos. Desde Immanuel Kant en el siglo XVIII, sabemos que esa
verdad fundada en una objetividad desnuda y transparente es una ilusión: acaso
un lindo ideal que guía nuestro conocimiento del mundo. Por otro lado, la
verdad tampoco está relacionada con esa actitud que muchos defienden bajo el
discurso de la neutralidad: una supuesta asepsia moral que
teóricamente descansa en los datos y que asegura la imparcialidad ante una
realidad enmarañada y llena de antagonismos.
En esta confusión,
objetividad y neutralidad así entendidas son, en el mejor de los casos, los
nombres con los que se quiere evocar el rigor que acompaña un trabajo hecho con
pulcritud y minuciosidad. Con mayor frecuencia, ambos conceptos se erigen como
dogmas de una modernidad acrítica y mal entendida; nostalgias anquilosadas que
ni las ciencias más exactas pueden defender sin trastabillar.
En el fondo, en las
situaciones concretas, consciente o inconscientemente, todos tomamos
partido y es en esas situaciones en que nuestra subjetividad es atravesada que
la verdad se propone en nuestros fines, en nuestros conocimientos, en nuestras
narraciones, en nuestras decisiones.
Para Kapuściński esto
está claro desde el principio: “El verdadero periodismo es
intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún
tipo de cambio.”. En Kapuściński, el cambio tiene el objetivo explícito de
darle voz a los pobres y oprimidos del mundo. Lejos de la impostura de la
neutralidad, en esa acción intencional habitan el arrebato de una pasión
subjetiva, la toma de una posición inevitable, el despliegue
de una verdad en permanente recreación. En palabras determinantes de
Kapuściński, el relato es inviable para “el que cree en la objetividad de la
información, cuando el único informe posible siempre resulta «provisional y
personal»”. Empero, este carácter provisional no embarga pobreza o impotencia alguna:
justamente porque es imposible describir definitivamente y a exhaustividad el
mundo, tenemos la responsabilidad de contribuir y proponer, con la veracidad de
nuestros relatos, un espacio de lucha por la justicia y la libertad. Es esa
responsabilidad la demanda que se nos impone para capturar la imposibilidad; es
esa responsabilidad el único antídoto posible contra el cinismo.
Lo hemos visto muchas
veces, desde el despotismo de las oficinas gubernamentales se construye
la verdad histórica: una colección de mentiras concebida como
una lápida destinada a clausurar la indagación, a imponer la ignominia, a
cercenar no sólo la historia, sino las historias. En este contexto,
la actividad del profesor, del estudiante, del escritor o el intelectual cobra
toda su relevancia. Con la férrea convicción de que la historia se construye en
la multiplicidad y desde abajo hacia arriba, la memoria condensa los
detalles, asienta las singularidades, los nudos personales que los discursos
oficiales, académicos, o mediáticos, con tanta frecuencia desdeñan. Los relatos
de los sueños, las frustraciones, las inconsistencias y valentías de las
personas concretas constituyen, en sí mismos, una rebelión imposible en contra
de la opresión monolítica de la verdad oficial. Los relatos terminan por embargar
una potencia quizá no prevista: proponen desde su seno abundante la riqueza de
la verdad múltiple de los que han sido liberados por algún acontecimiento.
Jhon Berger, un
colega afín en toda dimensión, sentencia en una plática con Kapuściński: “Lo contrario
de un relato no es el silencio o la meditación sino el olvido.” Es en este
sentido que, alejado del cinismo, el profesor, el estudiante, el escritor,
elige la verdad por más imposible que parezca; la verdad que reside en resistir
al olvido, preservar la rabia, reinventar el silencio, el grito, la lucha. Elige,
como en su momento lo hicieron los habitantes de Cherán, inventar de nuevo la
libertad, la justicia, la solidaridad. Inventar
de nuevo el imposible.
Marzo del 2017
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