Desde
que la señorita Democracia llegó a México un estreñimiento
pasmoso se apoderó de sus vísceras. Joven, entusiasta, soñadora y
con un afecto especial por el exotismo gastronómico, Democracia no
esperó ni medio minuto para saborear lo mismo los tacos de canasta
que el mole de pepita verde, la colita de res en chile pasilla y los
tacos de ojo con pestaña, el arroz con leche y los camarones a la
diabla, la barbacoa de hoyo y el tequila para el desempance.
No
pasó mucho tiempo antes de que el aparato digestivo de Democracia
protestara con una peristalsis lenta y desesperante. Los cólicos
sonoros, la inflamación abdominal y un intenso escozor de impúdica
geografía asediaban a la joven Democracia como golpes de estado
nacidos en el subsuelo del vientre. El sudor frío, las manos
crispadas, los azulejos arañados, la comezón incesante y el
desánimo hecho gemido inundaron la vida de la joven.
Ni
los cereales todo
fibra
ni los tés de ciruela pasa pudieron evitar que Democracia perdiera
poco a poco su lozanía. Su mirada pizpireta desmayaba; su talle
breve se rompía en retortijones; los muslos torneados colgaban de la
cadera; su busto discreto pero alto miraba como triste al horizonte.
Sin atreverse a abandonar su hogar, Democracia padecía un doloroso
sufrimiento que le cruzaba la frente con cada visita al sanitario. Su figura, otrora grácil, caminaba hacia el inodoro con el gesto
encorvado de quien desayuna ladrillos por la mañana. Los vecinos
preocupados preguntaban por ella. El temor a una peritonitis venció
el pudor de Democracia y resignada arregló una cita con el
proctólogo en la clínica del ISSSTE que le correspondía.
El
doctor Furzbinder la recibió con la seriedad y flema de toda su
estirpe germana. Democracia se sintió un poco intimidada ante esa
frente abundante, las gafas profundas, los hombros de jugador de
rugby y la mueca que ni por equivocación accidentaba en una sonrisa.
Una voz didáctica y minuciosa le regresó a Democracia el alma al
cuerpo. Al fin y al cabo, si habrían de hablar de su sistema de
drenaje corporal, era mejor que lo hicieran con la sequedad y el
profesionalismo de un plomero experimentado.
Naturalmente
emocional y pudorosa, Democracia luchó para no sonrojarse al dar
cuenta de los días en que su vientre parecía retener al mundo
entero: incómodas exudaciones purulentas por las mañanas, gotitas
de sangre en el inodoro, prurito en la totalidad del orificio anal, y
esa extraña sensación de que el área en cuestión se inflaba y
desinflaba como si fuera una goma de mascar en boca de un niño
juguetón. Prolapso,
anotó el doctor, y sus cejas se levantaron con más compasión que
asombro.
El
doctor decidió que una exploración directa era la única forma de
efectuar un diagnóstico preciso. Su delicadeza al dar instrucciones
detalladas a la joven mitigó un poco el terror con que Democracia
miró al equipo de anoscopía. El doctor Furzbinder la tranquilizó;
le explicó que, debido al avance de la tecnología y al inmejorable
equipo de los hospitales del ISSSTE, ella misma podría seguir las
explicaciones en la pantalla de alta definición localizada enfrente
de la cama. En seguida, el doctor mostró un diagrama e imitó la
posición de cuadrúpedo que Democracia debía adoptar para lograr la
visibilidad deseada.
La
joven se desnudó detrás del biombo, se ajustó la extraña bata que
dejaba al descubierto su retaguardia, y asomó tímida a la cama de
exploración. El Doctor preparaba el equipo. Como un guardia de
palacio real en guantes de látex señaló impasible el lugar preciso
en que Democracia debía colocarse. Democracia trepó por la
escalerita, se acomodó en sus cuatro extremidades, separó las
piernas según indicaciones, elevó la cadera, respiró profundo, y
esperó pacientemente de frente a la pantalla a que apareciera alguna
imagen.
El
doctor Furzbinder comenzó la exploración: palpó con plástico,
meticulosidad y pericia el pundonor de la jovencita. Su primera
sospecha fue rápidamente corroborada: Democracia padecía de
hemorroides. De manera sorprendente, dada la juventud y vitalidad de
la paciente, las hemorroides parecían haberse multiplicado como los
peces en manos de Jesucristo. Furzbinder se dio cuenta de que la
sesión de diagnóstico sería larga y estresante así que decidió
calmar la ansiedad de su paciente explicando, con más detalle del
acostumbrado, las lesiones que insultaban la íntima anatomía de
Democracia. Colocó el anoscopio en posición y ordenó a su
asistente que colgara en el lado izquierdo de la pantalla una lámina
con los diversos tipos de hemorroides. Democracia podría, de esa
forma, comparar las imágenes de la pantalla con los expresivos y
detallados diagramas.
―Como
probablemente usted sabe ―comenzó Furzbinder― las hemorroides
son estructuras vasculares, venitas digamos, que todos poseemos y que
se agrupan en tres o cuatro colchoncitos justo en las paredes del
ano. Por diversas razones, que en la mayor parte de los casos están
asociadas a las costumbres alimenticias, estas venitas pueden
inflamarse progresivamente y producir síntomas como los que le han
aquejado en los últimos meses.
Mientras
señalaba en la lamina un eje vertical a lo largo del orificio anal,
el doctor Furzbinder explicaba que el principal criterio de
clasificación de las hemorroides es espacial:
―Existen
hemorroides de derecha y de izquierda. Aunque se supone que son
distintas, unas y otras tienden a parecerse tanto que esta
clasificación resulta sólo útil para el obsesivo especialista.
―Ésta,
por ejemplo, que ahora puede ver en la pantalla ―continuó el
doctor―es una hemorroide de izquierda y recibe el nombre de
Hemorroides Morenense. Su apariencia original está ilustrada en la
lámina. Es una hemorroide ciertamente escandalosa que se encresta a
la mínima provocación. Durante sus caprichosas hemorragias
pareciera hablar con la pureza de los iluminados, con la necedad del
que cree ser inmune a los errores, con la alquimia de los profetas
que dicen transformar el hedor de la corrupción en virtud angelical.
No hay que desesperar; pese a su discurso atragantado y lleno de
descalificaciones con mucha atención incluso se tiene la sensación
de entender lo que dice. Por lo demás, esta hemorroide tiende a
crecer, edematizarse,
y su megalomanía es tal que aspira a engullir no sólo grandes
cantidades del presupuesto gubernamental, sino a cualquier otra
hemorroide de izquierda que se encuentre en el camino.
Luego
de una pausa, Furzbinder exclamó:
―¡Mire
usted! Aquí puede ver a una de sus víctimas: esa hemorroide
pequeñita, lustrada, de color tan bien portado, y con cara de mustia
y ahogada insignificancia, es una Hemorroide PRDal. Desde el punto de
vista clínico, la principal complicación de esta hemorroide, además
de su cínica hipocresía, consiste en que tiene problemas de
identidad. Permítame explicarle. Publicitada en el medio
especializado como una hemorroide de izquierda, la Hemorroide PRDal,
por alguna misteriosa razón, suele tener comportamiento de
hemorroide de franca derecha. Se le identifica fácilmente por su
simpatía por acaudalados empresarios y el uso masivo de la fuerza
pública para imponer la paz en Democracias jóvenes como usted. Por
fortuna, dicen los optimistas, ello casi no produce gente golpeada o
torturada pese a los miles de policías con que Hemorroides PRDal
inunda las ciudades.
En
todo caso, a estas alturas el espíritu repugnante de Hemorroides
PRDal vuelve sus síntomas tan tratables como irrelevantes. Véala.
Está a punto de extinguirse bajo el peso voluminoso de la
Hemorroides Morenense. No se preocupe por ella: es probable que
fenezca presa de la putrefacción de sus propios humores incestuosos,
de su fetidez caníbal, de su corrupción sanguinolenta.
El
doctor desplazó su mirada a la parte media justo a lo largo del eje
vertical, en esa área en que cualquier distinción entre izquierda y
derecha se vuelve, si es posible concebirlo, aún más ambigua. No
sin esfuerzo el doctor Furzbinder detectó un pequeño grupo de
apéndices lleno de pliegues epidérmicos como uvas rebotadas que se
asomaban con impudicia.
―Con
toda su insignificancia, reconocer los furúnculos electorales es un
procedimiento fundamentalmente intuitivo ―se vanaglorió
Furzbinder. Normalmente el interior de estos pequeños partidos
furúnculares es gris y hueco; una especie de rebaba; una aspiración
corporal que ni siquiera llega a calificar, en toda la amplitud del
término, como hemorroide. Como las demás, son capaces de
trasfigurase en casi cualquier cosa con un talento inusitado con tal
de capturar la mayor cantidad de recursos que engorden su ambición y
glotonería. Su duración suele ser corta. Sin embargo, pese
a su nulidad existencial, estos furúnculos en condiciones propicias
pueden tornarse de una peligrosidad temible. Tendremos
que mantener un monitoreo continuo y, si no desaparecen colapsados
por su propio aburrimiento y frustración, es mejor eliminarlos antes
de que evolucionen a una condición mucho más dañina―sentenció
el doctor.
La
exploración siguió su curso. Democracia no pudo ver el ceño
sombrío en la cara de Furzbinder cuando éste dirigió el anoscopio
lentamente al hemisferio derecho. Furzbinder luchaba por dosificar la
información de tal forma que el pánico no creciera en su afligida
paciente, que ya para entonces se arrepentía de toda su obscena
glotonería electoral.
―Esta
estructura que ve se llama Fisura PANeridal. Una
de las cosas más fascinantes de esta patología es la rama
surrealista de las matemáticas que reina en sus inmediaciones. ¡Mire
usted el enigma de este paisaje!, comentó casi con deleite
Furzbinder. En él, una familia mexicana puede pagar la renta de una
casa (en caso de que viva en una casa), comida (en caso de que coma
todos los días), auto (en caso de que no tenga que pagar rescate por
algún secuestro) y colegiaturas (en caso de que los niños vayan al
escuela) con 6,000 pesos mexicanos mensuales. En caso, por supuesto,
de que renta, comida, auto y colegiaturas sean intangibles e ideales
como la teoría económica que marca la banalidad de esta fisura.
Conforme
avanzaba en la inspección un oscuro presentimiento invadió el pecho
de Furzbinder. En lo más profundo de la fisura PANeridal se alojaba
la historia de una violencia antigua y desmesurada. Una de las partes
de la Fisura PANeridal era una versión avanzada del temible Síndrome
Agudo de Calderonitis Hemorroidal, una situación clínica de
gravedad inocultable. Furzbinder tuvo que sacar fuerzas de flaqueza
para proseguir el difícil diagnóstico.
Esperando
que Democracia no escuchara sus pensamientos, Furzbinder reflexionó
que éste era un caso especialmente grave. En efecto, razonable como
una granada a punto de estallar, cristalino como una elección
presidencial, compasivo como un sicario en fiesta de adolescentes,
brillante como gobernante michoacano en crisis mundial, el Síndrome
Agudo de Calderonitis hemorroidal había repartido ya su ardor de
munición por las entrañas de Democracia con la fuerza de mil
ejércitos descontrolados. No había duda. En ese mismo instante,
Furzbinder podía ver como cientos de sangrantes hemorroides se
batían en escaramuzas asesinas hacia la mucosa interior del recto.
Lleno
de pesar, Furzbinder elaboró con rapidez un plan de acción: “En
una situación tan desesperada, lo único que queda por hacer es una
Hemorroidectomia general ―o extirpación total del sistema
vásculo-anal― antes de que el aparato digestivo quede reducido a
un muladar irreconocible”.
Las
consecuencias de la riesgosa operación eran, por supuesto,
impredecibles; las expectativas, de pronóstico reservado. La
incontinencia, el estreñimiento exacerbado, la dispepsia, las
ventosidades elefantiásticas,
el bamboleo intestinal y otras molestias crónicas menguarían de por
vida el encanto natural de Democracia; pero al menos, la jovencita
escaparía de perecer entre fétidos humores despedidos por una
descomposición de proporciones presidenciales.
Furzbinder
dudó unos segundos. La mirada fija de Democracia en la pantalla
examinaba el purulento caos de Calderonitis hemorroidal. Incólume
como un ídolo de piedra, ecuánime como Dios ante los pecados de sus
hijos, Furzbinder calló y prosiguió distraídamente la exploración.
“No vale la pena escandalizar a la paciente, aún tenemos tiempo
para implementar una terapia intensiva y eliminar los peligros de
Calderonitis. Entrar en detalles ahora es más que innecesario”.
Pero
el optimismo le duró poco al doctor Furzbinder. La catástrofe lenta
y apocalíptica se anunciaba. Conspicua como una modelo en pasarela,
brillante como una escultura recién pulida, masiva y granulada como
un monolito de la prehistoria, densa como un dinosaurio resucitado,
encopetada de pus como una malteada de domingo, Peñinitis
Hemorroidal sonreía al anoscopio como galán de
telenovela.Furzbinder sabía que cientos de estudios acreditaban el
gran afecto que la guapa Peñinitis tenía por las convicciones
Democráticas. En particular, por la democrática distribución de la
represión en nombre de la elusiva condición fisiológica llamada
Estado
de Derecho.
Además, más de setenta años de literatura especializada
documentaban como el PRI, grupo patológico al que pertenecía
Peñinitis profesaba idéntico sentido de amor y respeto por las
Democracias. ―pensó Furzbinder― y la comisura de su labio tembló
sin que el doctor pudiera evitarlo.
Así
pues, Furzbinder no se engañaba. Ese seductor tono azulado era el
germen de un trombo que crecía monumental dentro de la hemorroide.
Peñinitis Hemorroidal acumulaba, con la rapidez de un talk show o un
campeonato corto de futbol, humores, fluidos, células, nutrientes,
plaquetas y cualquier recurso que le permitiera ejercer su dictadura
fisiológica.
La
frente de Furzbinder sudaba; las manos, casi siempre firmes, dejaron
escapar un temblor apenas perceptible; su boca, no encontraba las
palabras precisas para explicar a la virginal jovencita lo que se
avecinaba; sus ojos, se escondían buscando en el anoscopio un rincón
de luz, una bandera de tregua. Para su desgracia, Furzbinder detectó
en lo más profundo de Democracia un terror que le recorrió la
espina dorsal. El doctor Furzbinder no alcanzó a identificar la masa
amorfa, el esperpento celular que asaltó sus pupilas. Sus memorias
lo dibujan como una aglomeración de cloaca, un eructo de maldad, un
ojo de Lucifer, un colmillo perdido de la oscuridad, una venganza
injusta de Dios. El doctor Furzbinder, con la repugnancia misma
clavada en los ojos, trastabilló hasta el baño. Entre gemidos,
llantos y murmullos inteligibles vació los intestinos en
estremecedoras arcadas. Su asistente luchaba para limpiar la espuma
de la boca cuando Furzbinder perdió el conocimiento en medio de un
charco de pavor.
Hoy
el doctor Philip Furzbinder sigue aullando en un manicomio. Nadie
sabe que vio en las entrañas desventuradas de Democracia. Los
colegas, después de una larga deliberación, convinieron en que el
doctor Furzbinder se topó con la pavorosa hermosura del Partidoma Rectal Generalizado. Un cáncer de glamour criminal, de inocencia
sodomita, de virtud asesina, de maléfica carcajada, que por
desgracia aqueja y condena de forma recurrente a jovencitas como
Democracia. No existe terapia, remedio o paliativo contra los
putrefactos efectos de este mal. La joven Democracia agoniza sin
esperanza en una clínica del ISSSTE. El director del hospital la
declaró daño
colateral.
No hay nada que hacer al respecto.
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