Este ensayo fue leído durante la presentación del libro "La Piel del Desierto" en el Centro Cultural España el 20 de enero del 2015.
Alain Badiou, uno de los filósofos
más importantes del siglo pasado y lo que va de este, postula
que el siglo XX
estuvo
marcado por una “pasión por lo real” cuyo
ejercicio se cristalizó
en el crimen
masivo,
en la crueldad sin
mesura1.
Badiou nos recuerda que durante la segunda guerra mundial, el régimen
nazi, esa máquina asesina, colmó nuestra imaginación con la
realidad de un horror pocas veces registrado en tal bestialidad y
desolación. A partir de entonces, las imágenes de esas montañas de
cuerpos de judíos, de gitanos, de discapacitados, de homosexuales,
masacrados y sepultados en fosas multitudinarias, serían para
siempre un símbolo del mal absoluto2.
Ante esas imágenes, nuestras miradas llenas de espanto se retiran,
los párpados se cierran, las caras se voltean. Estamos ante un mal
que repugna; que se resiste a ser visto, a ser entendido, a ser
aceptado, incluso a ser pensado.
Pero, Badiou precisa, todo lo que
no se piensa persiste, se repite. En otros lugares, en otras
latitudes, la crueldad humana cobra nuevas formas.
En México vivimos nuestro propio holocausto3.
El gobierno mexicano desató desde hace más de diez años una guerra
que a la fecha ha asesinado a decenas, quizá centenas de miles de
personas. Bajo el discurso hipócrita de la defensa del Estado de
Derecho, de la guerra contra el narcotráfico, o de la lucha contra
la delincuencia, el gobierno mexicano y el crimen organizado han
llenado el territorio nacional de borbotones de sangre. El aire que
respiran los mexicanos viene cargado, desde hace años, con un tufo
de cadaver recién acribillado. Bajo la complacencia y participación
de todos los partidos políticos, las montañas de muchas regiones de
nuestro país se han convertido en fosas clandestinas en las que los
familiares de los desaparecidos se arriesgan, en absoluta orfandad, a
buscar los restos de sus seres queridos.
Hoy, pensar a México es pensarlo
desde sus salientes más punzantes: desde las fosas con que el
territorio nacional se ha convertido en un osario; desde el crimen de
estado con que se organiza el asesinato, la desaparición o la
simulación masiva. Pensar a México es, hoy en día, dolerse de él,
desgarrarse como nos desgarra la injusticia, el bochorno del
asesinato sin sentido, la estupidez hecha cuerpo desmembrado. A fin
de cuentas, las fosas de Iguala o de Cocula en Guerrero, las de San
Fernando en Tamulipas, las de Jalisco, las de Morelos no están, en
su esencia, tan lejos de las fosas nazis de la segunda guerra
mundial.
Ante la debacle, con
un gobierno obsesionado en mantener el peinado y aparecer en las
notas de revistas del corazón, el mexicano común está destinado a
ser una víctima del abuso permanente. Según parece, la única
alternativa que tenemos es cuidar de nuestra familia, nuestros amigos
y nuestro trabajo cada vez peor pagado. En fin, cuidar nuestro jardín
y nuestro huerto y desear con todas nuestras fuerzas no ser la
víctima siguiente.
Sin embargo, aquí y allá,
numerosas voces de resistencia sugieren que hay otras posibilidades
fundadas posiblemente en su propia imposibilidad.
La historia
reciente de la lucha para salvar el territorio sagrado de Wirikuta es
un excelente ejemplo de cómo los pueblos originarios –lejos de
asumirse como simples víctimas de una cruenta realidad– se
coordinan con la sociedad para abrir horizontes inéditos de
participación política y defenderse de un sistema cuya voracidad
destruye por igual ecosistemas, pueblos, culturas y seres humanos. No
son los únicos; otros grupos comparten su lucha de resistencia. Las
luchas sindicales, los movimientos en contra de la reforma energética
y las protestas contra la desaparición de los estudiantes de
Ayotzinapa son voces de resistencia que nadie puede ningunear. El
pueblo Yaqui defiende sus recursos pese al asedio permanente del
gobierno; la comunidad de Cherán y los hermanos zapatistas desde el
sureste nos muestran, también desde hace años, que si hay una
esperanza, ésta no se encuentra en los partidos políticos y la
política tradicional, sino en la propia capacidad de
auto-organización y autonomía.
“La Piel
del Desierto” intenta, de forma humilde, configurarse como uno de
esos discursos de resistencia. Una piel, como cualquier médico sabe,
es la primera barrera que protege los tejidos, el cuerpo, la vida.
Para nosotros es claro, los wixáritari, con su lucha, son la piel
que defiende la vida del desierto sagrado de Wirikuta. Lo único que
hacemos los autores en este trabajo es usar nuestros recursos para mediante una indagación rigurosa, una convicción artística y una
actitud llena de respeto hacia la cultura wixárika compaginar las posibilidades de los lenguajes visual y literario para
adherirnos a la lucha de este pueblo.
Nuestra
metodología es simple. En Wirikuta la mirada golosa paladea todos
los rincones; los rincones se agazapan escondidos, se burlan de la
ambición de la pluma y de la cámara. Al final, sólo quedan
fragmentos que se entrelazan, se toman de las manos, se acarician
incompletos sin compadecerse, se sonríen entre ellos, se acompañan,
se convierten poco a poco en una pedacería de luz, un enjambre de
sonidos, un manojo aleatorio de tiempo que con lentitud esculpe la
sutileza de una piel: “La Piel del Desierto”.
2 Badiou,
Alain, La
ética : ensayo sobre la conciencia del mal. México
: Embajada de Francia en México: Herder, 2004.
3
En este ensayo no pretendo postular que la tragedia mexicana se
puede entender a cabalidad como un ejemplo de la “pasión de lo
real” que Badiou identifica en el holocausto nazi y la masacre
estalinista. No dudo, sin embargo, que el horror del caso mexicano
comparta elementos con las grandes catástrofes humanas del siglo XX.
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