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domingo, 30 de agosto de 2015

Desencuentro

 Dormir contigo es estar solo dos veces,
 es la soledad al cuadrado...
Fito Paez.

Luna desplomada en la noche agria. Al fondo de la habitación, la ventana entreabierta murmura el fresco verdor de los árboles de la acera. El viento y su soplido me atraviesan como si un canto de ave nocturna clandestinamente reclamara mis senos. Junto al espejo, en la esquina, nuestra foto de recién casados. Tus ojos de criatura embelesada comiéndome las mejillas. La milenaria cascada que se nos escapaba a borbotones. Yo, inclinada: porque no lograba mantenerme erguida cuando estabas cerca de mí. Sin sentirlo, sin poder impedirlo, mi cuerpo dibujaba una órbita, una rotación descendente hacia tu centro, hacia el inevitable colapso de nuestros cuerpos densos en la insólita gravedad del universo. 

Mi mirada se desvía y me encuentro de nuevo en el espejo: el mismo cuarto, la misma cama, casi la misma luna, mejores muebles, alfombra marrón, y en la esquina el espejo, la foto. Foto sádica. Foto burlona. 

Llegas con tu espalda colmada de nuestra historia.


¿Cómo estás amor?

―Bien..., llamó tu madre, que le hables para lo de la fiesta de tu hermana.

¿Estás enojada?

No, estoy cansada.

Me dirijo a la cocina, enciendo la estufa, preparo la cena. Hirviendo la leche, burbujas en la leche, burbujas grandes y redondas que se me cuelan en las venas. Panecillos con mermelada. Tu taza con tu nombre gris,  tu nombre gris en mi pecho gris, en mis manos grises, en mi voz gris, en tu beso gris. Gris en mi mar gris...

Escucho tu risa fácil de programa estúpido en la televisión. Tu risa desbocada de siempre; pretexto de siempre: “¡sólo descanso mi amor!” No es que seas estúpido, sólo descansas...
“Los hombres cuando descansan son estúpidos”, dice mi madre.

Te sirvo. La leche se derrama como protestando por mi mueca de desamor. No lo notas, tu risa se mantiene atrapada en la televisión. Yo me voy, me pierdo en mi trayectoria sin sentido hacia la cama. Me recuesto y te observo por la puerta entreabierta. No cabe duda: tus ojos malva rematados en dos mariposas nocturnas aún poseen ese raro encanto de revolotearme detrás de las rodillas.

Fin de programa estúpido. Tu dedo apaga el televisor.  Te acercas. Lento como bisonte hermoso reconociendo su pradera. Despliegas tu cuerpo frente al espejo. Te sientas. Me acaricias distraídamente el muslo. Te miro el cuello mientras apagas la luz con tu mano derecha.  Acepto tus manos de alfarero consumado. Permito proximidades reconocidas: milímetros que claman su ansiedad. Con la mente reviso tu piel: recuerdo la aurora, el vislumbre instantáneo, el sudor de redención, la fragilidad de eclipse sobre nuestros madrugada. Recuerdos bajo mi vientre que se ahogan en el mar de su propia memoria.

Mientras jadeas, en el fondo de la obscuridad yo busco. Busco las disneas de mis dedos a tu contacto de humedad,  busco los templos de osadía que solía fabricar en tu pecho, busco los antídotos contra mí misma que aspiraba en tu sexo. Busco, revuelvo, sacudo, restriego: abro espasmos en mis ojos, ansiedades de sentirme fraguada de nuevo en tus muslos, dolores de tenerte sin encontrarte. Porque te tengo: tengo tu beso rabioso, tengo tu amor de mañanas frescas, tengo tus labios repletos de ternura. Pero yo, yo no te encuentro: te miro, te examino, te sacudo, te exploro, quisiera disectarte en autopsias de desespero, desollarte  y voltear tu piel con la ilusión de encontrarnos acurrucados debajo de alguna esquina de tu cuerpo. Tu cuerpo dormido: mi corazón dormido. Tú duermes y mientras no te encuentro me ahogo de nuevo en esta lágrima inmensa en que llevo años extraviada..., extrañándote...


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                                                                    Pintura: Dorina Costras

lunes, 8 de junio de 2015

Post-electoriana


Se acabó el espectáculo, el bodrio, el tinglado de cuarta categoría. Ahora dejémonos de tonterías. La forma en como hallamos decidido enfrentarnos a estas elecciones ya no importa. No es relevante si elegimos abstenernos, nulificar el voto o votar por lo que creímos una opción más justa para enfrentar la debacle que vive este país. Dejemos las peleas, los debates estériles. No hay nada en la ciencia política ni en la filosofía o la sociología que hubiera podido establecer con toda certeza cuál era la mejor opción. Nadie tenía un mágico palantír para predecir el futuro.

Entendamos que en cualquier caso el Estado Mexicano debe ser interpelado, objetado, corregido, supervisado y si es necesario defenestrado. Con boleta o sin ella, votando o no, nulificando o diversificando el voto, ninguna opción tiene la más mínima oportunidad de tener un efecto si no hacemos política. ¿A qué se refiere eso? ¿Cómo hacerla? ¿Qué hacer? No hay en toda la experiencia humana algo que de recetas en este tema. Sin embargo, con voluntad algo podemos encontrar. Organicémonos en el barrio; apropiémonos de los espacios públicos; unámonos a algún grupo de solidaridad; apoyemos a los sindicatos si su lucha vale la pena; si no existen, organicemos uno; promovamos a alguna organización de derechos humanos o a un grupo de resistencia, hay varios en el panorama nacional; escribamos una revista, un blog, algún enclave de descontento. Si no encontramos opciones, entonces inventémoslas. La política siempre ha sido esencialmente una campo de creación colectiva. En ese sentido todos tenemos acceso a ella no una vez cada tres o seis años, sino todo el tiempo.

Sobre todo, no olvidemos que no basta con ser un buen ciudadano; con cuidar nuestro jardín, nuestro trabajo, nuestra familia, nuestro prestigio, nuestros amigos y nuestro pequeño pedacito de tranquilidad. No nos dejemos cegar por la comodidad pues a estas alturas de la deforestación no hay jardín que no esté amenazado.

Dejémonos de tonterías. La política no empieza ni termina con las elecciones; la política empieza todo el tiempo.




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lunes, 1 de junio de 2015

La Democracia de las hemorroides


Desde que la señorita Democracia llegó a México un estreñimiento pasmoso se apoderó de sus vísceras. Joven, entusiasta, soñadora y con un afecto especial por el exotismo gastronómico, Democracia no esperó ni medio minuto para saborear lo mismo los tacos de canasta que el mole de pepita verde, la colita de res en chile pasilla y los tacos de ojo con pestaña, el arroz con leche y los camarones a la diabla, la barbacoa de hoyo y el tequila para el desempance.

No pasó mucho tiempo antes de que el aparato digestivo de Democracia protestara con una peristalsis lenta y desesperante. Los cólicos sonoros, la inflamación abdominal y un intenso escozor de impúdica geografía asediaban a la joven Democracia como golpes de estado nacidos en el subsuelo del vientre. El sudor frío, las manos crispadas, los azulejos arañados, la comezón incesante y el desánimo hecho gemido inundaron la vida de la joven.

Ni los cereales todo fibra ni los tés de ciruela pasa pudieron evitar que Democracia perdiera poco a poco su lozanía. Su mirada pizpireta desmayaba; su talle breve se rompía en retortijones; los muslos torneados colgaban de la cadera; su busto discreto pero alto miraba como triste al horizonte. Sin atreverse a abandonar su hogar, Democracia padecía un doloroso sufrimiento que le cruzaba la frente con cada visita al sanitario. Su figura, otrora grácil, caminaba hacia el inodoro con el gesto encorvado de quien desayuna ladrillos por la mañana. Los vecinos preocupados preguntaban por ella. El temor a una peritonitis venció el pudor de Democracia y resignada arregló una cita con el proctólogo en la clínica del ISSSTE que le correspondía.

El doctor Furzbinder la recibió con la seriedad y flema de toda su estirpe germana. Democracia se sintió un poco intimidada ante esa frente abundante, las gafas profundas, los hombros de jugador de rugby y la mueca que ni por equivocación accidentaba en una sonrisa. Una voz didáctica y minuciosa le regresó a Democracia el alma al cuerpo. Al fin y al cabo, si habrían de hablar de su sistema de drenaje corporal, era mejor que lo hicieran con la sequedad y el profesionalismo de un plomero experimentado.

Naturalmente emocional y pudorosa, Democracia luchó para no sonrojarse al dar cuenta de los días en que su vientre parecía retener al mundo entero: incómodas exudaciones purulentas por las mañanas, gotitas de sangre en el inodoro, prurito en la totalidad del orificio anal, y esa extraña sensación de que el área en cuestión se inflaba y desinflaba como si fuera una goma de mascar en boca de un niño juguetón. Prolapso, anotó el doctor, y sus cejas se levantaron con más compasión que asombro.

El doctor decidió que una exploración directa era la única forma de efectuar un diagnóstico preciso. Su delicadeza al dar instrucciones detalladas a la joven mitigó un poco el terror con que Democracia miró al equipo de anoscopía. El doctor Furzbinder la tranquilizó; le explicó que, debido al avance de la tecnología y al inmejorable equipo de los hospitales del ISSSTE, ella misma podría seguir las explicaciones en la pantalla de alta definición localizada enfrente de la cama. En seguida, el doctor mostró un diagrama e imitó la posición de cuadrúpedo que Democracia debía adoptar para lograr la visibilidad deseada.

La joven se desnudó detrás del biombo, se ajustó la extraña bata que dejaba al descubierto su retaguardia, y asomó tímida a la cama de exploración. El Doctor preparaba el equipo. Como un guardia de palacio real en guantes de látex señaló impasible el lugar preciso en que Democracia debía colocarse. Democracia trepó por la escalerita, se acomodó en sus cuatro extremidades, separó las piernas según indicaciones, elevó la cadera, respiró profundo, y esperó pacientemente de frente a la pantalla a que apareciera alguna imagen.

El doctor Furzbinder comenzó la exploración: palpó con plástico, meticulosidad y pericia el pundonor de la jovencita. Su primera sospecha fue rápidamente corroborada: Democracia padecía de hemorroides. De manera sorprendente, dada la juventud y vitalidad de la paciente, las hemorroides parecían haberse multiplicado como los peces en manos de Jesucristo. Furzbinder se dio cuenta de que la sesión de diagnóstico sería larga y estresante así que decidió calmar la ansiedad de su paciente explicando, con más detalle del acostumbrado, las lesiones que insultaban la íntima anatomía de Democracia. Colocó el anoscopio en posición y ordenó a su asistente que colgara en el lado izquierdo de la pantalla una lámina con los diversos tipos de hemorroides. Democracia podría, de esa forma, comparar las imágenes de la pantalla con los expresivos y detallados diagramas.

Como probablemente usted sabe ―comenzó Furzbinder― las hemorroides son estructuras vasculares, venitas digamos, que todos poseemos y que se agrupan en tres o cuatro colchoncitos justo en las paredes del ano. Por diversas razones, que en la mayor parte de los casos están asociadas a las costumbres alimenticias, estas venitas pueden inflamarse progresivamente y producir síntomas como los que le han aquejado en los últimos meses.

Mientras señalaba en la lamina un eje vertical a lo largo del orificio anal, el doctor Furzbinder explicaba que el principal criterio de clasificación de las hemorroides es espacial:

Existen hemorroides de derecha y de izquierda. Aunque se supone que son distintas, unas y otras tienden a parecerse tanto que esta clasificación resulta sólo útil para el obsesivo especialista.

Ésta, por ejemplo, que ahora puede ver en la pantalla ―continuó el doctor―es una hemorroide de izquierda y recibe el nombre de Hemorroides Morenense. Su apariencia original está ilustrada en la lámina. Es una hemorroide ciertamente escandalosa que se encresta a la mínima provocación. Durante sus caprichosas hemorragias pareciera hablar con la pureza de los iluminados, con la necedad del que cree ser inmune a los errores, con la alquimia de los profetas que dicen transformar el hedor de la corrupción en virtud angelical. No hay que desesperar; pese a su discurso atragantado y lleno de descalificaciones con mucha atención incluso se tiene la sensación de entender lo que dice. Por lo demás, esta hemorroide tiende a crecer, edematizarse, y su megalomanía es tal que aspira a engullir no sólo grandes cantidades del presupuesto gubernamental, sino a cualquier otra hemorroide de izquierda que se encuentre en el camino.

Luego de una pausa, Furzbinder exclamó:
¡Mire usted! Aquí puede ver a una de sus víctimas: esa hemorroide pequeñita, lustrada, de color tan bien portado, y con cara de mustia y ahogada insignificancia, es una Hemorroide PRDal. Desde el punto de vista clínico, la principal complicación de esta hemorroide, además de su cínica hipocresía, consiste en que tiene problemas de identidad. Permítame explicarle. Publicitada en el medio especializado como una hemorroide de izquierda, la Hemorroide PRDal, por alguna misteriosa razón, suele tener comportamiento de hemorroide de franca derecha. Se le identifica fácilmente por su simpatía por acaudalados empresarios y el uso masivo de la fuerza pública para imponer la paz en Democracias jóvenes como usted. Por fortuna, dicen los optimistas, ello casi no produce gente golpeada o torturada pese a los miles de policías con que Hemorroides PRDal inunda las ciudades.
En todo caso, a estas alturas el espíritu repugnante de Hemorroides PRDal vuelve sus síntomas tan tratables como irrelevantes. Véala. Está a punto de extinguirse bajo el peso voluminoso de la Hemorroides Morenense. No se preocupe por ella: es probable que fenezca presa de la putrefacción de sus propios humores incestuosos, de su fetidez caníbal, de su corrupción sanguinolenta.

El doctor desplazó su mirada a la parte media justo a lo largo del eje vertical, en esa área en que cualquier distinción entre izquierda y derecha se vuelve, si es posible concebirlo, aún más ambigua. No sin esfuerzo el doctor Furzbinder detectó un pequeño grupo de apéndices lleno de pliegues epidérmicos como uvas rebotadas que se asomaban con impudicia.

Con toda su insignificancia, reconocer los furúnculos electorales es un procedimiento fundamentalmente intuitivo ―se vanaglorió Furzbinder. Normalmente el interior de estos pequeños partidos furúnculares es gris y hueco; una especie de rebaba; una aspiración corporal que ni siquiera llega a calificar, en toda la amplitud del término, como hemorroide. Como las demás, son capaces de trasfigurase en casi cualquier cosa con un talento inusitado con tal de capturar la mayor cantidad de recursos que engorden su ambición y glotonería. Su duración suele ser corta. Sin embargo, pese a su nulidad existencial, estos furúnculos en condiciones propicias pueden tornarse de una peligrosidad temible. Tendremos que mantener un monitoreo continuo y, si no desaparecen colapsados por su propio aburrimiento y frustración, es mejor eliminarlos antes de que evolucionen a una condición mucho más dañina―sentenció el doctor.

La exploración siguió su curso. Democracia no pudo ver el ceño sombrío en la cara de Furzbinder cuando éste dirigió el anoscopio lentamente al hemisferio derecho. Furzbinder luchaba por dosificar la información de tal forma que el pánico no creciera en su afligida paciente, que ya para entonces se arrepentía de toda su obscena glotonería electoral.

Esta estructura que ve se llama Fisura PANeridal. Una de las cosas más fascinantes de esta patología es la rama surrealista de las matemáticas que reina en sus inmediaciones. ¡Mire usted el enigma de este paisaje!, comentó casi con deleite Furzbinder. En él, una familia mexicana puede pagar la renta de una casa (en caso de que viva en una casa), comida (en caso de que coma todos los días), auto (en caso de que no tenga que pagar rescate por algún secuestro) y colegiaturas (en caso de que los niños vayan al escuela) con 6,000 pesos mexicanos mensuales. En caso, por supuesto, de que renta, comida, auto y colegiaturas sean intangibles e ideales como la teoría económica que marca la banalidad de esta fisura.


Conforme avanzaba en la inspección un oscuro presentimiento invadió el pecho de Furzbinder. En lo más profundo de la fisura PANeridal se alojaba la historia de una violencia antigua y desmesurada. Una de las partes de la Fisura PANeridal era una versión avanzada del temible Síndrome Agudo de Calderonitis Hemorroidal, una situación clínica de gravedad inocultable. Furzbinder tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para proseguir el difícil diagnóstico.

Esperando que Democracia no escuchara sus pensamientos, Furzbinder reflexionó que éste era un caso especialmente grave. En efecto, razonable como una granada a punto de estallar, cristalino como una elección presidencial, compasivo como un sicario en fiesta de adolescentes, brillante como gobernante michoacano en crisis mundial, el Síndrome Agudo de Calderonitis hemorroidal había repartido ya su ardor de munición por las entrañas de Democracia con la fuerza de mil ejércitos descontrolados. No había duda. En ese mismo instante, Furzbinder podía ver como cientos de sangrantes hemorroides se batían en escaramuzas asesinas hacia la mucosa interior del recto.

Lleno de pesar, Furzbinder elaboró con rapidez un plan de acción: “En una situación tan desesperada, lo único que queda por hacer es una Hemorroidectomia general ―o extirpación total del sistema vásculo-anal― antes de que el aparato digestivo quede reducido a un muladar irreconocible”.

Las consecuencias de la riesgosa operación eran, por supuesto, impredecibles; las expectativas, de pronóstico reservado. La incontinencia, el estreñimiento exacerbado, la dispepsia, las ventosidades elefantiásticas, el bamboleo intestinal y otras molestias crónicas menguarían de por vida el encanto natural de Democracia; pero al menos, la jovencita escaparía de perecer entre fétidos humores despedidos por una descomposición de proporciones presidenciales.

Furzbinder dudó unos segundos. La mirada fija de Democracia en la pantalla examinaba el purulento caos de Calderonitis hemorroidal. Incólume como un ídolo de piedra, ecuánime como Dios ante los pecados de sus hijos, Furzbinder calló y prosiguió distraídamente la exploración. “No vale la pena escandalizar a la paciente, aún tenemos tiempo para implementar una terapia intensiva y eliminar los peligros de Calderonitis. Entrar en detalles ahora es más que innecesario”.

Pero el optimismo le duró poco al doctor Furzbinder. La catástrofe lenta y apocalíptica se anunciaba. Conspicua como una modelo en pasarela, brillante como una escultura recién pulida, masiva y granulada como un monolito de la prehistoria, densa como un dinosaurio resucitado, encopetada de pus como una malteada de domingo, Peñinitis Hemorroidal sonreía al anoscopio como galán de telenovela.Furzbinder sabía que cientos de estudios acreditaban el gran afecto que la guapa Peñinitis tenía por las convicciones Democráticas. En particular, por la democrática distribución de la represión en nombre de la elusiva condición fisiológica llamada Estado de Derecho. Además, más de setenta años de literatura especializada documentaban como el PRI, grupo patológico al que pertenecía Peñinitis profesaba idéntico sentido de amor y respeto por las Democracias. ―pensó Furzbinder― y la comisura de su labio tembló sin que el doctor pudiera evitarlo.

Así pues, Furzbinder no se engañaba. Ese seductor tono azulado era el germen de un trombo que crecía monumental dentro de la hemorroide. Peñinitis Hemorroidal acumulaba, con la rapidez de un talk show o un campeonato corto de futbol, humores, fluidos, células, nutrientes, plaquetas y cualquier recurso que le permitiera ejercer su dictadura fisiológica.

La frente de Furzbinder sudaba; las manos, casi siempre firmes, dejaron escapar un temblor apenas perceptible; su boca, no encontraba las palabras precisas para explicar a la virginal jovencita lo que se avecinaba; sus ojos, se escondían buscando en el anoscopio un rincón de luz, una bandera de tregua. Para su desgracia, Furzbinder detectó en lo más profundo de Democracia un terror que le recorrió la espina dorsal. El doctor Furzbinder no alcanzó a identificar la masa amorfa, el esperpento celular que asaltó sus pupilas. Sus memorias lo dibujan como una aglomeración de cloaca, un eructo de maldad, un ojo de Lucifer, un colmillo perdido de la oscuridad, una venganza injusta de Dios. El doctor Furzbinder, con la repugnancia misma clavada en los ojos, trastabilló hasta el baño. Entre gemidos, llantos y murmullos inteligibles vació los intestinos en estremecedoras arcadas. Su asistente luchaba para limpiar la espuma de la boca cuando Furzbinder perdió el conocimiento en medio de un charco de pavor.

Hoy el doctor Philip Furzbinder sigue aullando en un manicomio. Nadie sabe que vio en las entrañas desventuradas de Democracia. Los colegas, después de una larga deliberación, convinieron en que el doctor Furzbinder se topó con la pavorosa hermosura del Partidoma Rectal Generalizado. Un cáncer de glamour criminal, de inocencia sodomita, de virtud asesina, de maléfica carcajada, que por desgracia aqueja y condena de forma recurrente a jovencitas como Democracia. No existe terapia, remedio o paliativo contra los putrefactos efectos de este mal. La joven Democracia agoniza sin esperanza en una clínica del ISSSTE. El director del hospital la declaró daño colateral. No hay nada que hacer al respecto.


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sábado, 28 de marzo de 2015

La Piel y la fosa

Este ensayo fue leído durante la presentación del libro "La Piel del Desierto" en el Centro Cultural España el 20 de enero del 2015.


Alain Badiou, uno de los filósofos más importantes del siglo pasado y lo que va de este, postula que el siglo XX estuvo marcado por una “pasión por lo real” cuyo ejercicio se cristalizó en el crimen masivo, en la crueldad sin mesura1. Badiou nos recuerda que durante la segunda guerra mundial, el régimen nazi, esa máquina asesina, colmó nuestra imaginación con la realidad de un horror pocas veces registrado en tal bestialidad y desolación. A partir de entonces, las imágenes de esas montañas de cuerpos de judíos, de gitanos, de discapacitados, de homosexuales, masacrados y sepultados en fosas multitudinarias, serían para siempre un símbolo del mal absoluto2. Ante esas imágenes, nuestras miradas llenas de espanto se retiran, los párpados se cierran, las caras se voltean. Estamos ante un mal que repugna; que se resiste a ser visto, a ser entendido, a ser aceptado, incluso a ser pensado.

Pero, Badiou precisa, todo lo que no se piensa persiste, se repite. En otros lugares, en otras latitudes, la crueldad humana cobra nuevas formas. En México vivimos nuestro propio holocausto3. El gobierno mexicano desató desde hace más de diez años una guerra que a la fecha ha asesinado a decenas, quizá centenas de miles de personas. Bajo el discurso hipócrita de la defensa del Estado de Derecho, de la guerra contra el narcotráfico, o de la lucha contra la delincuencia, el gobierno mexicano y el crimen organizado han llenado el territorio nacional de borbotones de sangre. El aire que respiran los mexicanos viene cargado, desde hace años, con un tufo de cadaver recién acribillado. Bajo la complacencia y participación de todos los partidos políticos, las montañas de muchas regiones de nuestro país se han convertido en fosas clandestinas en las que los familiares de los desaparecidos se arriesgan, en absoluta orfandad, a buscar los restos de sus seres queridos.

Hoy, pensar a México es pensarlo desde sus salientes más punzantes: desde las fosas con que el territorio nacional se ha convertido en un osario; desde el crimen de estado con que se organiza el asesinato, la desaparición o la simulación masiva. Pensar a México es, hoy en día, dolerse de él, desgarrarse como nos desgarra la injusticia, el bochorno del asesinato sin sentido, la estupidez hecha cuerpo desmembrado. A fin de cuentas, las fosas de Iguala o de Cocula en Guerrero, las de San Fernando en Tamulipas, las de Jalisco, las de Morelos no están, en su esencia, tan lejos de las fosas nazis de la segunda guerra mundial.

Ante la debacle, con un gobierno obsesionado en mantener el peinado y aparecer en las notas de revistas del corazón, el mexicano común está destinado a ser una víctima del abuso permanente. Según parece, la única alternativa que tenemos es cuidar de nuestra familia, nuestros amigos y nuestro trabajo cada vez peor pagado. En fin, cuidar nuestro jardín y nuestro huerto y desear con todas nuestras fuerzas no ser la víctima siguiente.

Sin embargo, aquí y allá, numerosas voces de resistencia sugieren que hay otras posibilidades fundadas posiblemente en su propia imposibilidad.

La historia reciente de la lucha para salvar el territorio sagrado de Wirikuta es un excelente ejemplo de cómo los pueblos originarios –lejos de asumirse como simples víctimas de una cruenta realidad– se coordinan con la sociedad para abrir horizontes inéditos de participación política y defenderse de un sistema cuya voracidad destruye por igual ecosistemas, pueblos, culturas y seres humanos. No son los únicos; otros grupos comparten su lucha de resistencia. Las luchas sindicales, los movimientos en contra de la reforma energética y las protestas contra la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa son voces de resistencia que nadie puede ningunear. El pueblo Yaqui defiende sus recursos pese al asedio permanente del gobierno; la comunidad de Cherán y los hermanos zapatistas desde el sureste nos muestran, también desde hace años, que si hay una esperanza, ésta no se encuentra en los partidos políticos y la política tradicional, sino en la propia capacidad de auto-organización y autonomía.

La Piel del Desierto” intenta, de forma humilde, configurarse como uno de esos discursos de resistencia. Una piel, como cualquier médico sabe, es la primera barrera que protege los tejidos, el cuerpo, la vida. Para nosotros es claro, los wixáritari, con su lucha, son la piel que defiende la vida del desierto sagrado de Wirikuta. Lo único que hacemos los autores en este trabajo es usar nuestros recursos para mediante una indagación rigurosa, una convicción artística y una actitud llena de respeto hacia la cultura wixárika compaginar las posibilidades de los lenguajes visual y literario para adherirnos a la lucha de este pueblo.

Nuestra metodología es simple. En Wirikuta la mirada golosa paladea todos los rincones; los rincones se agazapan escondidos, se burlan de la ambición de la pluma y de la cámara. Al final, sólo quedan fragmentos que se entrelazan, se toman de las manos, se acarician incompletos sin compadecerse, se sonríen entre ellos, se acompañan, se convierten poco a poco en una pedacería de luz, un enjambre de sonidos, un manojo aleatorio de tiempo que con lentitud esculpe la sutileza de una piel: “La Piel del Desierto”.

1Badiou, Alain, El siglo, Buenos Aires : Ediciones Manantial,
 2005.

2 Badiou, Alain, La ética : ensayo sobre la conciencia del mal. México : Embajada de Francia en México: Herder, 2004.
3 En este ensayo no pretendo postular que la tragedia mexicana se puede entender a cabalidad como un ejemplo de la “pasión de lo real” que Badiou identifica en el holocausto nazi y la masacre estalinista. No dudo, sin embargo, que el horror del caso mexicano comparta elementos con las grandes catástrofes humanas del siglo XX.

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domingo, 2 de febrero de 2014

De narices, adaptaciones y pugilatos



De narices, adaptaciones y pugilatos


Una familia es ante todo un puñado de obsesiones que se perpetúan a lo largo del tiempo. La más recurrente en la mía es la obsesión anatómica de ser chato. Mi abuela, que de deportes sabía mucho, solía decir que cuando me vio recién nacido lo primero que pensó, al verme abotargado y con unas mejillas como esos panecillos que por exceso de levadura se inflan de más en el horno, fue que acababa de salir de un ring de boxeo. Nadie lo duda. El parto es lo más parecido a una larga pelea entre dos pugilistas que se conocen demasiado. En mi caso, las secuelas fueron permanentes: mi nariz siempre tuvo vocación de vuelo al ras de tierra.  

Hace no mucho tiempo nació mi segundo sobrino. Como siempre sucede, acudieron a mirarlo decenas de familiares. Con la cadencia propia de estos rituales cansados y multitudinarios, todos se dedicaron a repetir, con un suspiro de animal agonizante, la frase más usada en estos casos: “es la cosa más hermosa del mundo”.
Sé poco de belleza, pero algo me dice que mi sobrino no es la cosa más hermosa del mundo. Para empezar porque las cosas no gritan, comen y cagan con la consistencia con la que lo hace mi sobrino. Lo que sí es evidente, en todo caso, es que luce uno de esos peinados con aspiraciones eréctiles propias de xoloitzcuintles, punks o mohicanos. 

Sin embargo, más allá de sus inclinaciones contestatarias, su cabello no es su principal rúbrica. Un misterio de la biología se esconde al verlo dormir boca abajo. De cara al colchón, en posición en cualquier otro caso asfixiante, mi sobrino es perfectamente capaz de respirar. Una inspección algo cuidadosa revela el secreto:  como si fueran verdaderas branquias, las aletas de su nariz aplastada tienen la capacidad de expandirse en el intersticio que se forma entre su cara y la cobija. Con su nariz plana como un lenguado marino, mi sobrino es capaz de zambullirse en la cama boca abajo de manera inusitada: una adaptación tan envidiable como sorprendente.

Mi abuela murió hace algunos años; su conclusión habría sido inmediata: mi sobrino es un pugilista obstinado que sobrevivió al doceavo round.


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