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lunes, 1 de junio de 2020

Crónicas fugaces de tiempos de pandemia

La mariposa

Toda la paz de la Naturaleza sin gente
Viene a sentarse a mi lado.
Pero yo quedo triste como una puesta de sol
Para nuestra imaginación,
Cuando enfría el fondo del llano
Y se siente la noche entrada
Como una mariposa por la ventana.”

 El guardador de rebaños. Alberto Careiro.

La cuarentena en general no me cae mal. Vivo casi de la misma forma que antes de la emergencia sanitaria. Soy huraño y un poco misántropo, así que el distanciamiento social ya lo practicaba desde hace unos diez años. Trabajo en casa. Escribo, leo, publico, a veces enseño y siempre estoy acompañado: mis plantas me cuidan mientras les quito las cochinillas blancas que caminan en los enveses de las hojas. En mi confinamiento parcial, acaso extrañe un poco las bibliotecas, la cerveza, y el sexo eventual y consensuado de los solitarios. Aquellos que se conocen poco, se encuentran en un bar, en una cama generosa y olvidadiza. Amor eficiente, respetuoso, democrático; casi burgués e inofensivo.

Por otro lado, cuando estoy convencido de algo soy obsesivo. Desde antes que el gobierno declarara la contingencia sanitaria establecí protocolos que incluían ropa y calzado exclusivos para el exterior; uso de tapabocas, guantes y gel anti-bacterial cada vez que estoy obligado a salir; lavado corporal y desinfección en la entrada de la casa aún si sólo voy a la tienda. Con el tiempo, agregué el uso de la careta. Quitarme el sudor o rascarme la ceja en el metro se ha vuelto un ritual que ha horrorizado a más de uno: me quito los guantes, me pongo alcohol en las manos, desplazo la careta, me rasco la ceja o la mejilla, limpio el área con abundante alcohol, cierro los ojos para no terminar semiciego. Al final, desinfecto la careta y los guantes antes de ponérmelos de nuevo.

Casi siempre he sido pobre; pero casi nunca miserable. Eso es un obstáculo para llevar una cuarentena absoluta. Por ejemplo, en estos tiempos tengo el privilegio y la necesidad de salir por trabajo al menos un par de veces por semana y viajar entre 4 y 5 horas de ida y vuelta a la Ciudad de México. Nunca hablo con la gente y me mantengo tan alejado como me lo permiten los quince centímetros de insana distancia de la combi o el metro. Antier salí del trasporte público para huir a la esquina más despejada y bañarme en alcohol mientras un niño me miraba sorprendido. Seguro creía que estaba a punto de convertirme en una antorcha humana. ¡Llamas a mí! Le dije con un guiño. Un chiste que el pequeño, por supuesto, no entendió.

A pesar de las dificultades, me gusta pensar que en mis condiciones he encontrado una forma razonable de enfrentar el mundo, la realidad en la que vivo. Mis manías racionalistas parecen darle sentido a un mundo en que los gobiernos anuncian el fin de las cuarentenas y las personas sueñan con salir a apretujarse en un centro comercial mientras cientos de tianguistas y ancianos se mueren por montones en los hospitales.

Son las 2 a.m. En mi insomnio de todos los días aún leo en la computadora. Repaso datos, artículos, acaso haga una nota. La noche, como quería Alberto Careiro (alias Fernando Pessoa) entra por la ventana como una mariposa. Por desgracia, en este caso, la mariposa entra sólo para morir acribillada.  El aleteo de la noche se esfuma por el estruendo de unos quince balazos que se escuchan desde la parte trasera de la colonia. Son dos ráfagas cortas y algunos disparos aislados. Se oyen cerca. Me agacho por instinto, apago la luz del escritorio sin levantarme y subo a mi recamara casi a gatas. Otra ráfaga grita más cerca de mi casa. Debe haber refriega en la calle de atrás. Sucede cada 2 o 3 semanas en mi barrio. Alcanzo mi cama y me meto en ella. Me imagino a mis vecinos con el insomnio o el sueño  interrumpidos. Metidos hasta las narices en las sábanas, con las luces apagadas y pensando si cerraron bien la puerta del balcón. Después de unos veinte minutos, la noche se come el tímido ulular de una patrulla solitaria. El silencio --algo maltratado-- vuelve a hablar en la madrugada.

Bajo a apagar la computadora, algunas luces siguen prendidas. Tenso, regreso a la cama. Camino frente al lavabo. Me detengo dudoso. No lo puedo evitar: me lavo las manos, la cara, me pongo alcohol en el cuello. Necesito creer que el agua y el jabón sirven para algo.

Un último balazo se aloja en la fachada de mi casa. Frenético me vacío la botella de alcohol en la cabeza. Al menos el virus no me tomará desprevenido.




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