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martes, 19 de enero de 2016

Misión incumplida


Desde que abandoné la casa de mis padres a los 18 años para estudiar la universidad nunca he tenido televisión. Una de las consecuencias de esta anomalía, casi fisiológica, es que con frecuencia mi vida sufre un retraso imperdonable con respecto a la sociedad en la que vivo. Descubrí, por ejemplo, el encanto de series como The Big Bang Theory o Breaking Bad en videos de repetición en Youtube con años de retraso. El caso más alarmante es que empecé a disfrutar de Los Simpson hasta el final de la primera década de este siglo cuando acepté que era virtualmente imposible explicar cualquier cosa a mis estudiantes sin usar alguna referencia de los hombrecillos de Springfield.
 
Como podrá imaginarse el lector, las noticias me llegan con frecuencia tarde. El martes pasado, mientras tomaba un café con algunos amigos me enteré, en una divertida discusión, de la recaptura del Chapo Guzmán. Aunque no entendí bien ni en ese momento ni después el papel que jugó la cursilería de Kate del Castillo y el activismo de Sean Penn me quedó claro que, para el gobierno y para mucha gente, el evento revestía una importancia insoslayable. Como hace algunos años publiqué una tetralogía de artículos a favor de la legalización de las drogas y su relación con el crimen organizado[1], me di a la tarea de ponerme al día sobre este importante suceso. Descubrí, sin mucho esfuerzo, la velocidad con que la prensa mexicana reproducía notas de cuidadosa y relevante investigación periodística que iban desde la operación del Chapo para remediar su disfunción eréctil hasta la orden monumental de tacos de cabeza o pastor que sirvió como pista para la captura del capo.  Sigo la avalancha informativa sobre el caso con el interés profundo que dedico a contar los azulejos de mi baño mientras defeco.

Después de las nauseas que me causó el triunfalismo de los anuncios de parte del gobierno, me di cuenta de que además de los corifeos y aduladores de siempre, varios analistas incluyendo algunos apreciables críticos del desgobierno que sufrimos[2] han postulado que la captura del Chapo Guzmán constituye un acierto que no hay que escatimarle al gobierno de Peña Nieto. Después de meditarlo un par de días, decidí que tal postulado era en todas sus versiones, aún las más modestas,  insostenible. Así pues, la tesis de este artículo encuentra su hábitat en las antípodas de esa opinión: no hay fundamento para considerar esta captura como un logro para la sociedad mexicana en sentido alguno.

Mi propósito no es abrevar de la mezquindad ni apelar al argumento tan repetido por los críticos del gobierno de que esta captura no es más que una cortina de humo que oculta la tragedia que vivimos. A estas alturas, ni la cortina de acero de la guerra fría sería capaz de ocultar la trágica realidad que sofoca a México. Si los soles no se tapan con un dedo, las catástrofes no se ocultan con pantomimas o telenovelas de cuarta categoría.  Esto es obvio para casi todos, a menos que uno sea secretario de estado o se peine con la meticulosidad de un muñeco de lego. Incluso las encuestas, esos precarios instrumentos metodológicos que el filósofo Pierre Bourdieu descalificó como termómetros del parecer político de una sociedad[3], indican que pese a la campaña de triunfalismo emprendida por el gobierno,  una aplastante mayoría de la población empeoró o al menos no cambió su opinión desfavorable sobre el desempeño del gobierno [4]. La sabiduría popular, tan desdeñada por la tecnocracia, sabe que creer en las versiones oficiales implica una inocencia poco común en el país de los desaparecidos, los abusos policiales y la explotación laboral más intensa del continente. Hace rato que los mexicanos comieron la amarga manzana del conocimiento y fueron expulsados del paraíso de la inocencia.

En todo caso, la premisa de que la captura del Chapo es una misión cumplida, un logro que celebrar, una presea que presumir en el extranjero tiene su fundamento en el supuesto de que gobierno y crimen organizado participan en una pugna en la que el gobierno se ha anotado un tanto de último minuto que le reivindica. Bajo este discurso épico, el gobierno se empeñaría por garantizar la seguridad de los mexicanos mediante el ejercicio monopólico y  legítimo de la fuerza; por su lado, el crimen organizado, en particular el narcotráfico, lucharía por extender, con su irrefrenable violencia, su red de jugosos negocios a costa de la población y la defensa de la misma por parte del Estado. En este contexto, un objetivo del gobierno mexicano sería encarcelar a los principales cabecillas de las bandas delictivas para garantizar la seguridad de la población. ¡Cabecilla encarcelado: misión cumplida! Nos anuncia con gritos de alegría el gobierno de Peña Nieto.

Hay guiones que pecan de presuntuosos, otros de difusos, algunos más de simplones o mentirosos. Sin tocar ni siquiera con la punta de uno de sus vértices alguna virtud de la ficción, el guión de la Misión cumplida es más bien la colección de todos estos pecados.

Los defectos comienzan desde la premisa fundacional. Un proverbio muy popular reza: “se necesitan dos para pelear”. A pesar de su amplio uso en la industria de las terapias de pareja, este proverbio no tiene mejor aplicación que ayudar a entender la supuesta lucha del gobierno contra el narcotráfico.

Varios investigadores de incuestionable rigurosidad han sugerido tesis que permiten postular que el gobierno mexicano hace mucho que está tan penetrado por el crimen organizado que es muy difícil sostener que son dos entidades separadas. Edgardo Buscaglia de la universidad de Columbia, por ejemplo, sugiere en una entrevista reciente[5] que debido al grado de penetración del dinero del narcotráfico en el Estado mexicano y la sociedad en general, parece imposible que la detención del Chapo termine en un proceso que desarticule los tentáculos políticos y financieros que corrompen al gobierno. Aunque Buscaglia no lo dice, si el gobierno está tan penetrado por el crimen organizado, es evidente que no es fácil encontrar un criterio viable que permita diferenciar a uno del otro.

Sergio González Rodríguez en su excelente libro Campo de Guerra que mereció el Premio Anagrama de Ensayo 2014 lo pone más claro. Para este autor hace ya tiempo que el estado mexicano es un estado a-legal que implementa, en sus versiones más acríticas, las estrategias de guerra contra las drogas dictadas desde las oficinas estadounidenses. El resultado es un Estado empeñado en militarizar, controlar y vigilar  con medidas cada vez más agresivas a  los ciudadanos. Un Estado, en mi opinión, tremendamente apto para proteger los negocios de la narcopolítica en el que el crimen organizado no es una estructura antagónica del Estado mexicano sino uno de sus componentes constitutivos. Otros investigadores han usado términos como Estado fallido o Estado narco para referirse a un Estado que no sólo ha claudicado en la legítima misión de buscar el beneficio de la población, sino que ha abrazado el crimen en una estructura simbiótica, una dependencia nada velada, una identidad casi amorosa.

Así pues, a diferencia de lo que la tesis de la misión cumplida exige, en este cuadrilátero no hay dos pugilistas en pugna; si acaso un solitario boxeador que simula una batalla contra su propia sombra. Una sombra que ama y a la que no está dispuesto a renunciar.

No está de más reiterar que la guerra contra las drogas obedece a políticas implementadas no por la población mexicana, sino por el gobierno de Estados Unidos. Estás políticas han sido promovidas en varios foros internacionales desde que el ex-presidente Richard Nixon lanzó la guerra contra las drogas en los años sesenta. En todo caso si hay una misión cumplida, esa misión no es un logro para la sociedad mexicana; sino un logro para las políticas impuestas por el gobierno estadounidense. Esto es obvio en primer lugar para el gobierno de nuestro vecino del norte que ni tardo ni perezoso envió una rápida felicitación a su homólogo mexicano. Ha sido posiblemente la felicitación más sincera.

Finalmente, si algo hemos aprendido en estos largos años de masacre por la llamada guerra contra el narcotráfico es que la captura de los cabecillas de las organizaciones criminales no redunda en una mejora en la seguridad de los mexicanos. Me permito en este aspecto citar un artículo que escribí hace algún tiempo y en el que trato con más detalle este tema[6]:

“Digamos que se da el remoto caso en que el gobierno logra detener a todos los cabecillas que fueron emergiendo en los grupos delictivos. Pues bien, ello no sólo no garantizaría la disminución de la violencia, sino que los índices de ésta serían aún mayores: ante un mercado fragmentado, sin organizaciones que lo controlen pero igualmente rentable, se generarían bandas pequeñas mucho más volátiles e intrincadas que, sin recursos prácticos para negociar, echarían mano de una violencia extrema e interminable.

La especulación tiene fundamento. Michael Bagley, especialista de la Universidad de Miami, ha documentado un impresionante incremento de la violencia bajo la prohibición del alcohol en Estados Unidos y después del desmembramiento de los cárteles de Cali y Medellín en Colombia. De hecho, una investigación llevada a cabo por Ami Carpenter en junio de 2010 expone que el encarcelamiento de líderes de los cárteles mexicanos ha ocasionado más violencia para mantener los liderazgos y para apropiarse de las plazas.”

En conclusión, la única misión que se ha cumplido es la de obedecer los dictados de la política prohibicionista impuesta por el imperio. Una misión ajena a la sociedad mexicana y que no lesiona en nada las estructuras criminales asentadas no solo en las citadas organizaciones criminales, sino en el tuétano del mismo gobierno. Una misión que contribuye a mantener la injusticia, la violencia, y la represión económica y social que aqueja a la sociedad mexicana.

En todas partes del mundo los gobiernos sirven, a últimas fechas, para muy poco. Sin embargo, si alguna misión debería tener un gobierno mexicano, ésta debería ser propiciar la distribución de la riqueza, mejorar las condiciones laborales de los mexicanos, luchar por sacar al país del paradigma asesino de la prohibición de las drogas, y desplegar una guerra en contra de la fosa de violencia y tristeza en que el país se encuentra sumergido.

Nadie en el gobierno ha comenzado esa misión: permanece obviamente incumplida.




[1] El lector interesado puede consultar los artículos en varios enlaces de mi Blog en la categoría de crítica social. El primer artículo de la serie se puede consultar aquí.
[2]  Un buen ejemplo de esta posición se puede ver en el programa "Primer plano" del 11 de enero del 2016.
[3] Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”; se puede consultar aquí.
[4] Por ejemplo, la encuesta del periódico Reforma que se puede consultar aquí.
[5] La excelente entrevista que Paula Mónaco hace a Edgardo Buscaglia se puede encontrar aquí.
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2 comentarios:

  1. Excelente y totalmente cierto este circo, maroma y teatro, solo para esconder su incumplimiento!

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  2. Exelente y esclarecedor artículo ojalá sea reproducido en muchos sitios, páginas,medios y muros de la sociedad civil. Felicidades!

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