Todo fanatismo
religioso es detestable, empezando por el ateísmo.
Homo vespa
Me volví ateo a los nueve años después de leer un
incendiario libro de Eduardo del Río, mejor conocido como Rius. A
contrapelo de mi debilidad por recitar a la menor provocación la
historia de San Francisco de Asís y Los motivos del Lobo de Rubén Darío,
decidí que no creería más en Dios. Un
instinto materialista y anticlerical recorre desde entonces mi cuerpo. Durante
mi infancia, resistí los embates de una sociedad conservadora acostumbrada a
entender la tradición como obligación y destino. Cuando me negué al soborno por
parte de mi madre para que hiciera la primera comunión a cambio de una consola
de videojuegos llamada Nintendo, mis padres supieron que el cielo había
perdido mi alma definitivamente. En mi conciencia de niño adicto a los
videojuegos, a quien le habían prohibido las maquinitas por razones
educativas, ese mero acto fue casi una revolución íntima, una muestra de lo que
los ingleses llaman un political statement. Por otro lado, la coherencia
de mi ateísmo no impidió que le escribiera a los reyes magos pidiendo un Nintendo
por cuatro años más. Nunca tuvieron piedad de mi.
En general, como ateo incipiente no la pasé mal. A lo más,
mis compañeros en la primaria se burlaban de mi cuando disfrazado de Carlos
Darwin gritaba, sin fundamento alguno, que el hombre no era un ángel caído del
cielo sino que descendía de los chimpancés. Por otro lado, por fortuna mi familia
era una de tantas que sólo recordaba su catolicismo cuando había que salir a
comprar ropa nueva para asistir a algún bautizo o boda. Además, una especie de
resabio jacobino, propio del ex-líder sindical, hacía que mi padre prefiriera
llegar tarde a las misas. Yo me quedaba con él afuera en caso de que no hubiera
acabado la ceremonia a nuestra llegada.
No siempre funcionó la estrategia. Cuando tenía 15 años, me
asignaron como chambelán de una de mis primas. El día de la fiesta, fui
obligado no sólo a estar presente en la misa, sino a confesarme antes de
comenzar la ceremonia. Ahí hincado, desacostumbrado a toda liturgia, frente a
un representante del opio de los pueblos no tuve mucho que decir. Creo
que murmuré algo sobre una mentira que nunca dije. Como no estaba seguro si era
pecado o no, guardé muy bien toda
mención sobre las masturbaciones diarias que saludablemente llevaba a cabo. Me
sentí por supuesto ridículo. No era para tanto. Ese mismo día hubo cosas
peores. Yo ―que ya de adulto tuve que tomar clases de salsa para sobrevivir en
las fiestas― bailé aquella funesta noche el vals de la bella durmiente de
Tchaikovsky, un rap moralista como misa de gallo llamado Ponte atento del grupo Caló y
una canción tropical famosa por su elocuencia que decía más o menos así: wataneri
consu, chuli, pa ti, chuli pa ti. Ruego porque el video en VHS, que me han
contado aún existe, desaparezca de la faz de la tierra como un inmerecido favor
divino.
No fue la única complicación. Mi primera novia provenía de
una familia claramente conservadora. Ella había sido catequista hasta los 14
años. Para un corazón abierto eso no es un problema, excepto cuando se está en
plena adolescencia y las hormonas te chisporrotean por las puntas de los dedos.
En el medio semi-urbano en el que crecí, las parejas de muchachos todavía nos
íbamos de pinta al cerro. Ahí, en alguna zanja entre los arbustos, junta a la
cursilería de un maguey grabado, traté de convencer a mi novia de fundar una
religión pagana. No lo logré; ella siguió siendo católica y yo seguí siendo
ateo. Al cabo de unos meses, ella me dejó por un chico que tenía dos ventajas
innegables: era guapo y era capaz de saber cuando contestar, cuando levantarse,
cuando sentarse, cuando balbucear inteligiblemente en la misa. Al menos me
quedó el consuelo de haber ensayado en el monte algunos ritos no poco carnales
que en su momento me parecieron tan sagrados como la carne de Cristo.
Mi tránsito por la preparatoria fue tan secular como puede
serlo la educación pre-universitaria de un Estado formalmente laico, pero con
94% de población explícitamente católica. Mi primer impulso en la universidad
fue seguir una carrera científica. Me especialicé primero en neurobiología y
después en evolución biológica; esta última, una disciplina particularmente
iracunda a la hora de negar el origen divino del ser humano. Pasé varios años
leyendo en serio a Carlos Darwin, a sus herederos, a sus detractores. Aprendí,
por fin, que aunque el hombre no es un ángel caído del cielo, ni un expulsado
de paraíso alguno, tampoco desciende de los chimpancés. El hombre pertenece al orden de los primates que incluye a monos, gorilas y chimpancés, entre otros.
El linaje que dio lugar a los seres humanos se separó de un ancestro común con los chimpancés hace más o menos cinco millones de años. El ser humano no
desciende de los chimpancés, sino de ese ancestro que compartimos con ellos. Aunque menos simpáticos y mucho más destructivos, somos primos
evolutivos de los chimpancés. Es muy posible que ellos no estén tan orgullosos de
esta parte de su parentela.
En todo caso, en la universidad me encontré por primera vez
en un medio en el que casi todas las personas se declaraban ateos, agnósticos,
no creyentes, o de plano les importaba un cacahuate la cuestión. Parecía, en
primera instancia, el paraíso de los librepensadores. Un paraíso de libertad y
amor al conocimiento. Como el otro, este paraíso existe sobre todo en el corazón
de sus creyentes. No tardé mucho en aprender que el dogmatismo, el narcisismo y
la ambición abundan entre científicos y académicos tanto como en cualquier otro
sector de la sociedad. Una de las muestras más molestas de esta arrogancia se
expresa en la no infrecuente suposición de que el simple hecho de ser ateo te
confiere un estatus de superioridad intelectual o moral.
Este tipo de ateísmo piensa en los creyentes como una
especie de minusválidos de la racionalidad. En los casos más extremos, se
piensa que todo rastro de religión o misticismo es moralmente dañino y
racionalmente ridículo: que produce terroristas o imbéciles ortodoxos. No es
una exageración. Un influyente número de académicos anglosajones como Sam Harris, Daniel C. Dennett, Richard Dawkins y Christopher Hitchens, de manera
curiosa autonombrados los cuatro jinetes del ateísmo, defienden, con
una torpísima filosofía, que la religión es en última instancia una rémora que
el hombre debe abandonar en su avance en el camino del conocimiento. No se
trata sólo de un discurso de gabinete académico. Ese discurso, en formas menos
articuladas y más políticamente correctas, se reproduce implícitamente en
amplios sectores de la sociedad educada. En su magnanimidad, la perspectiva antirreligiosa supone que un
creyente, si bien no necesariamente viola niños e incluso puede ser una buena persona, adolece
de algún tipo de debilidad mental. Al menos, se arguye, es alguien que no ha
podido llegar al punto culminante de rechazar los mitos que embarga cualquier
creencia religiosa.
Los argumentos que este ateísmo suele esgrimir descansan en última
instancia en la defensa de la ciencia y la razón. A saber, se defiende que
nuestro conocimiento debe guiarse por hechos científicos, esto casi
siempre significa que debe verificarse
por evidencia empírica. Además, se pondera la capacidad del pensamiento científico
de autocorregirse críticamente dentro del marco de la lógica, de reflejar la
realidad objetivamente sin rastro de ideología,
y de obedecer única y exclusivamente a la noble búsqueda de la verdad. Amén.
Aunque mis lecturas de Sor Juana Inés de la Cruz, José
Saramago, Carlos Marx, Immanuel Kant o San Juan de la Cruz ya me lo sugerían
desde la universidad, con el tiempo comprendí que esta perspectiva no es menos
dogmática, simplista y excluyente que la de los que leen la biblia como si leyeran
un instructivo que hay que seguir al pie de la letra para armar una lavadora. Además,
las versiones más extremas no son menos fanfarronas e impositivas que las
declaraciones de Onésimo Cepeda, desilustrado ex-prelado de la Diócesis de Ecatepec, famoso por su ortodoxia e incapacidad para comprender cualquier posición que no sonara al dinero contante del poder político.
En mi siguiente publicación de las Aventuras de un ateo misericordioso haré un análisis de algunas de las falencias conceptuales de esta perspectiva antirreligiosa. Suscríbete a Homo vespa y sigue la serie.
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Quizás la misericordia se liga a la tolerancia? Menos mal que no te metiste con la Diócesis de Ecatapec...
ResponderEliminarMuy bueno, espero la segunda parte!
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