Desde que abandoné la casa de
mis padres a los 18 años para estudiar la universidad nunca he tenido
televisión. Una de las consecuencias de esta anomalía, casi fisiológica, es que
con frecuencia mi vida sufre un retraso imperdonable con respecto a la sociedad
en la que vivo. Descubrí, por ejemplo, el encanto de series como The Big
Bang Theory o Breaking Bad en videos de repetición en Youtube con años de retraso. El caso más
alarmante es que empecé a disfrutar de Los Simpson hasta el final de la primera
década de este siglo cuando acepté que era virtualmente imposible explicar
cualquier cosa a mis estudiantes sin usar alguna referencia de los hombrecillos
de Springfield.
Como podrá imaginarse el lector,
las noticias me llegan con frecuencia tarde. El martes pasado, mientras tomaba
un café con algunos amigos me enteré, en una divertida discusión, de la
recaptura del Chapo Guzmán. Aunque no entendí bien ni en ese momento ni después
el papel que jugó la cursilería de Kate del Castillo y el activismo de Sean
Penn me quedó claro que, para el gobierno y para mucha gente, el evento revestía
una importancia insoslayable. Como hace algunos años publiqué una tetralogía de
artículos a favor de la legalización de las drogas y su relación con el crimen
organizado[1],
me di a la tarea de ponerme al día sobre este importante suceso. Descubrí, sin
mucho esfuerzo, la velocidad con que la prensa mexicana reproducía notas de
cuidadosa y relevante investigación periodística que iban desde la operación
del Chapo para remediar su disfunción eréctil hasta la orden monumental de
tacos de cabeza o pastor que sirvió como pista para la captura del capo. Sigo la avalancha informativa sobre el caso
con el interés profundo que dedico a contar los azulejos de mi baño mientras
defeco.
Después de las nauseas que me
causó el triunfalismo de los anuncios de parte del gobierno, me di cuenta de
que además de los corifeos y aduladores de siempre, varios analistas ─incluyendo
algunos apreciables críticos del desgobierno que sufrimos[2]─
han postulado que la captura del Chapo Guzmán constituye un acierto que no hay
que escatimarle al gobierno de Peña Nieto. Después de meditarlo un par de días,
decidí que tal postulado era en todas sus versiones, aún las más modestas, insostenible. Así pues, la tesis de este
artículo encuentra su hábitat en las antípodas de esa opinión: no hay
fundamento para considerar esta captura como un logro para la sociedad mexicana
en sentido alguno.
Mi propósito no es abrevar
de la mezquindad ni apelar al argumento tan repetido por los críticos del
gobierno de que esta captura no es más que una cortina de humo que oculta la
tragedia que vivimos. A estas alturas, ni la cortina de acero de la guerra fría
sería capaz de ocultar la trágica realidad que sofoca a México. Si los soles no
se tapan con un dedo, las catástrofes no se ocultan con pantomimas o
telenovelas de cuarta categoría. Esto es
obvio para casi todos, a menos que uno sea secretario de estado o se peine con
la meticulosidad de un muñeco de lego. Incluso las encuestas, esos precarios
instrumentos metodológicos que el filósofo Pierre Bourdieu descalificó como
termómetros del parecer político de una sociedad[3],
indican que pese a la campaña de triunfalismo emprendida por el gobierno, una aplastante mayoría de la población
empeoró o al menos no cambió su opinión desfavorable sobre el desempeño del
gobierno [4].
La sabiduría popular, tan desdeñada por la tecnocracia, sabe que creer
en las versiones oficiales implica una inocencia poco común en el país de los
desaparecidos, los abusos policiales y la explotación laboral más intensa del
continente. Hace rato que los mexicanos comieron la amarga manzana del
conocimiento y fueron expulsados del paraíso de la inocencia.
En todo caso, la premisa de que
la captura del Chapo es una misión cumplida, un logro que celebrar, una presea
que presumir en el extranjero tiene su fundamento en el supuesto de que
gobierno y crimen organizado participan en una pugna en la que el gobierno se
ha anotado un tanto de último minuto que le reivindica. Bajo este discurso
épico, el gobierno se empeñaría por garantizar la seguridad de los mexicanos
mediante el ejercicio monopólico y
legítimo de la fuerza; por su lado, el crimen organizado, en particular
el narcotráfico, lucharía por extender, con su irrefrenable violencia, su red
de jugosos negocios a costa de la población y la defensa de la misma por parte
del Estado. En este contexto, un objetivo del gobierno mexicano sería
encarcelar a los principales cabecillas de las bandas delictivas para
garantizar la seguridad de la población. ¡Cabecilla encarcelado: misión
cumplida! Nos anuncia con gritos de alegría el gobierno de Peña Nieto.
Hay guiones que pecan de
presuntuosos, otros de difusos, algunos más de simplones o mentirosos. Sin
tocar ni siquiera con la punta de uno de sus vértices alguna virtud de la
ficción, el guión de la Misión cumplida es más bien la colección de todos estos
pecados.
Los defectos comienzan desde la
premisa fundacional. Un proverbio muy popular reza: “se necesitan dos para
pelear”. A pesar de su amplio uso en la industria de las terapias de pareja, este
proverbio no tiene mejor aplicación que ayudar a entender la supuesta lucha del
gobierno contra el narcotráfico.
Varios investigadores de
incuestionable rigurosidad han sugerido tesis que permiten postular que el
gobierno mexicano hace mucho que está tan penetrado por el crimen organizado
que es muy difícil sostener que son dos entidades separadas. Edgardo Buscaglia
de la universidad de Columbia, por ejemplo, sugiere en una entrevista reciente[5] que
debido al grado de penetración del dinero del narcotráfico en el Estado
mexicano y la sociedad en general, parece imposible que la detención del Chapo
termine en un proceso que desarticule los tentáculos políticos y financieros
que corrompen al gobierno. Aunque Buscaglia no lo dice, si el gobierno está tan
penetrado por el crimen organizado, es evidente que no es fácil encontrar un
criterio viable que permita diferenciar a uno del otro.
Sergio González Rodríguez en su
excelente libro Campo de Guerra que
mereció el Premio Anagrama de Ensayo 2014 lo pone más claro. Para este autor
hace ya tiempo que el estado mexicano es un estado a-legal que implementa, en
sus versiones más acríticas, las estrategias de guerra contra las drogas
dictadas desde las oficinas estadounidenses. El resultado es un Estado empeñado
en militarizar, controlar y vigilar con
medidas cada vez más agresivas a los ciudadanos.
Un Estado, en mi opinión, tremendamente apto para proteger los negocios de la
narcopolítica en el que el crimen organizado no es una estructura antagónica
del Estado mexicano sino uno de sus componentes constitutivos. Otros
investigadores han usado términos como Estado fallido o Estado narco para
referirse a un Estado que no sólo ha claudicado en la legítima misión de buscar
el beneficio de la población, sino que ha abrazado el crimen en una estructura
simbiótica, una dependencia nada velada, una identidad casi amorosa.
Así pues, a diferencia de lo que
la tesis de la misión cumplida exige, en este cuadrilátero no hay dos pugilistas en pugna; si acaso un solitario boxeador que
simula una batalla contra su propia sombra. Una sombra que ama y a la que no
está dispuesto a renunciar.
No está de más reiterar que la
guerra contra las drogas obedece a políticas implementadas no por la población
mexicana, sino por el gobierno de Estados Unidos. Estás políticas han sido
promovidas en varios foros internacionales desde que el ex-presidente Richard
Nixon lanzó la guerra contra las drogas en los años sesenta. En todo caso si
hay una misión cumplida, esa misión no es un logro para la sociedad mexicana;
sino un logro para las políticas impuestas por el gobierno estadounidense. Esto
es obvio en primer lugar para el gobierno de nuestro vecino del norte que ni
tardo ni perezoso envió una rápida felicitación a su homólogo mexicano. Ha sido
posiblemente la felicitación más sincera.
Finalmente, si algo hemos
aprendido en estos largos años de masacre por la llamada guerra contra el
narcotráfico es que la captura de los cabecillas de las organizaciones
criminales no redunda en una mejora en la seguridad de los mexicanos. Me
permito en este aspecto citar un artículo que escribí hace algún tiempo y en el
que trato con más detalle este tema[6]:
“Digamos
que se da el remoto caso en que el gobierno logra detener a todos los
cabecillas que fueron emergiendo en los grupos delictivos. Pues bien, ello no
sólo no garantizaría la disminución de la violencia, sino que los índices de
ésta serían aún mayores: ante un mercado fragmentado, sin organizaciones que lo
controlen pero igualmente rentable, se generarían bandas pequeñas mucho más
volátiles e intrincadas que, sin recursos prácticos para negociar, echarían
mano de una violencia extrema e interminable.
La especulación tiene fundamento. Michael Bagley, especialista de la Universidad de Miami, ha documentado un impresionante incremento de la violencia bajo la prohibición del alcohol en Estados Unidos y después del desmembramiento de los cárteles de Cali y Medellín en Colombia. De hecho, una investigación llevada a cabo por Ami Carpenter en junio de 2010 expone que el encarcelamiento de líderes de los cárteles mexicanos ha ocasionado más violencia para mantener los liderazgos y para apropiarse de las plazas.”
En conclusión, la única misión
que se ha cumplido es la de obedecer los dictados de la política
prohibicionista impuesta por el imperio. Una misión ajena a la sociedad
mexicana y que no lesiona en nada las estructuras criminales asentadas no solo
en las citadas organizaciones criminales, sino en el tuétano del mismo gobierno. Una
misión que contribuye a mantener la injusticia, la violencia, y la represión económica
y social que aqueja a la sociedad mexicana.
En todas partes del mundo los gobiernos sirven, a últimas fechas, para muy poco. Sin embargo, si alguna misión debería tener un
gobierno mexicano, ésta debería ser propiciar la distribución de la riqueza, mejorar
las condiciones laborales de los mexicanos, luchar por sacar al país del
paradigma asesino de la prohibición de las drogas, y desplegar una guerra en
contra de la fosa de violencia y tristeza en que el país se encuentra sumergido.
Nadie en el gobierno ha
comenzado esa misión: permanece obviamente incumplida.
[1] El lector interesado puede
consultar los artículos en varios enlaces de mi Blog en la categoría de crítica social. El primer artículo de la serie se puede consultar aquí.
[2] Un buen ejemplo de esta posición
se puede ver en el programa "Primer plano" del 11 de enero del 2016.
[6] El artículo citado es: Ramírez Trejo Luis, Ciencia vs.
guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (II).
.
¿Te gustó el texto? Homo vespa es un proyecto de
publicación editorial autogestiva que es posible gracias a tus pagos.
Conoce más del proyecto Homo vespa.
Paga una tarifa por el texto o suscríbete a Homo vespa y apoya la creación independiente. ¿No sabes como hacer pagos por Internet? Escribe a ometeotlram@yahoo.com.mx y pregunta por otras opciones de pago.
Homo vespa por Luis Ramírez Trejo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Paga una tarifa por el texto o suscríbete a Homo vespa y apoya la creación independiente. ¿No sabes como hacer pagos por Internet? Escribe a ometeotlram@yahoo.com.mx y pregunta por otras opciones de pago.
$10 | $50 |
Homo vespa por Luis Ramírez Trejo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Excelente y totalmente cierto este circo, maroma y teatro, solo para esconder su incumplimiento!
ResponderEliminarExelente y esclarecedor artículo ojalá sea reproducido en muchos sitios, páginas,medios y muros de la sociedad civil. Felicidades!
ResponderEliminar