Hace
poco más de tres años, el 28 de septiembre del 2012, durante una
entrevista en televisión, Cristina Pacheco deslizó, con una malicia
inocente, una pregunta al decano del periodismo servil en México:
Jacobo Zabludovsky.
—Kapuściński
dice que [el periodismo] no es un oficio para cínicos, ¿qué
opinas?
Zabludovsky
carraspea, duda, titubea, suelta una risa insegura. Al final evade la
pregunta con el pretexto de darle voz a las llamadas telefónicas por
parte de los televidentes. La incomodidad de la alusión se diluye
entre risas. De manera esperable, el imperativo ético en el
periodismo que demanda Kapuściński, probablemente el mejor
periodista del siglo XX, se le atraganta al ex-emperador de las
noticias en Televisa.
En
sus últimos tiempos, expulsado de su trono de privilegios,
Zabludovsky hizo un mea
culpa y su
arrepentimiento de fariseo fue saludado por no pocos de sus antiguos
detractores. Oscuros debieron ser los días de la memoria para que la
negra figura de Jacobo Zabludovsky se haya convertido, en muchos
ámbitos, en la de un adalid de la dignidad del periodismo. Quizá
tan cristiana amnesia por parte del pueblo mexicano no esté del todo
injustificada. A la luz de la rigurosidad y el compromiso
periodístico de Ciro Gómez Leyva, Joaquín López Dóriga, Carlos
Marín, Ricardo Alemán o Javier Alatorre —sólo por nombrar
algunos— el arrepentimiento de Zabludovsky se antoja menos
miserable. Después de todo, el corazón magnánimo de México sabe
bien que en el país de los ciegos el tuerto tiene derecho a
tropezarse unas cuantas décadas.
En
todo caso, el México de hoy, un país en el que las masacres y los
abusos sin igual forman parte de la tradición, atraviesa por uno de
los periodos más oscuros de su historia. En consonancia, el
periodismo de los medios más difundidos parece un síntoma más del
cáncer putrefacto de remedio no descubierto que corroe el cuerpo del
país.
Y
es aquí, que en el páramo de Mordor, en el horizonte calcinado de
Comala, en el vientre estéril de esta fosa supurante, el colectivo Marchando con letras
(y yo agregaría con
imágenes para honrar
el trabajo de los fotoperiodistas) conformado por 43 periodistas, 20
fotoperiodistas y 3 editores decide dar a luz la edición del libro
Ayotzinapa. La travesía
de las tortugas. Es un
trabajo singular: durante la preparación, el colectivo no recibió
apoyo por parte de empresa alguna, los autores sufragaron los gastos
de sus propias investigaciones y, como cualquier colectivo,
enfrentaron los avances, retrocesos y contradicciones de la
organización política. La revista Proceso patrocinó finalmente la
impresión, promoción y distribución del volumen. El
colectivo Marchando con
letras acordó que la
totalidad del 10% de las ganancias que le corresponden por concepto
de regalías serían destinadas a ayudar a los padres de los
normalistas, dolientes desgarrados de esta tragedia.
En
todo caso, el resultado no se trata sólo de un libro que recopila
las historias de 43 jóvenes desaparecidos, tres asesinados y uno en
estado de coma, todos ellos estudiantes de la Escuela Normal Rural
Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Este esfuerzo deja entrever, ante
todo, la pujanza, la potencia, las dificultades y limitaciones que
conlleva engendrar los milagros imposibles de la Política y el
periodismo comprometido. Política con mayúscula. Nunca está de más
reiterar que, alejada de las perversiones de los partidos políticos
y las instituciones, la Política siempre ha sido esencialmente un
campo de creación colectiva y emancipación. El periodismo
comprometido, como antítesis del cinismo que censuraba Kapuściński,
es una de las muchas formas en que esa Política se despliega.
No
es poca cosa. El periodismo en México casi siempre está relacionado
con la desvergonzada defensa de intereses nunca declarados del que
paga, con su publicidad, el micrófono; de los que dan el permiso
para conectar el micrófono; del dueño último del micrófono; de
los que conceden no asesinar cuando se enciende el micrófono. Como
vemos, los periodistas están sitiados por la hegemonía del
micrófono. La referencia a Kapuściński, en este contexto, suena
por lo menos ingenua. En un medio tan árido y manipulado, donde
además campean la competencia y la egolatría, el cinismo no sólo
parece ser útil, sino que se erige como la más plausible estrategia
de adaptación profesional. Los más se adaptan con presteza y
difunden la opinión del que les llena mejor los bolsillos o les
asegura alguna tribuna o coto de poder. Son los periodistas cínicos:
esos contraejemplos de la tesis del periodista polaco.
Sin
embargo Kapuściński tenía razón, “[el periodismo] no es un
oficio para cínicos”1.
En contra de las lecturas superficiales, Kapuściński precisa: “
El verdadero periodismo...”. Es decir, esta afirmación aplica al
periodismo que apunta a la
verdad, esa categoría
tan vilipendiada y mal entendida a últimas fechas. A diferencia de
lo que popularmente se cree, la verdad —a la que se refiere
Kapuściński y cualquier otra— no se fundamenta en la descripción
exacta y objetiva del
mundo en el que vivimos. Desde Immanuel Kant en el siglo XVIII,
sabemos que esa verdad fundada en una objetividad desnuda y
transparente es una ilusión: acaso un lindo ideal que guía nuestro
conocimiento del mundo. Por otro lado, la verdad tampoco está
relacionada con esa actitud que muchos periodistas defienden bajo el
discurso de la neutralidad:
una supuesta asepsia moral que teóricamente descansa en los datos y
que asegura la imparcialidad ante una realidad enmarañada y llena de
antagonismos.
En
esta confusión, objetividad y neutralidad así entendidas son, en el
mejor de los casos, los nombres con los que se quiere evocar el rigor
que acompaña un trabajo hecho con pulcritud y minuciosidad. Con
mayor frecuencia, ambos conceptos se erigen como dogmas de una
modernidad acrítica y mal entendida; nostalgias anquilosadas que ni
las ciencias más exactas
pueden defender sin trastabillar. En el fondo, en las situaciones
concretas, consciente o inconscientemente, todos
tomamos partido y desde nuestra subjetividad absoluta proponemos la
verdad en nuestros fines, en nuestros conocimientos, en nuestras
narraciones, en nuestras decisiones.
Para
Kapuściński esto está claro desde el principio: “El verdadero
periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y
que intenta provocar algún tipo de cambio.” (énfasis agregado).
En Kapuściński, el cambio tiene el objetivo explicito de darle voz
a los pobres y oprimidos del mundo. Lejos de la impostura de la
neutralidad, en esa acción intencional habitan el arrebato de una
pasión subjetiva, la toma
de una posición inevitable, el despliegue de una verdad en
permanente recreación. En palabras determinantes de Kapuściński,
el periodismo es inviable para “el que cree en la objetividad de la
información, cuando el único informe posible siempre resulta
«provisional y personal»”. Empero, este carácter provisional no
embarga pobreza o impotencia alguna; justamente porque no es posible
describir definitivamente y a exhaustividad el mundo, tenemos la
responsabilidad de contribuir y proponer, con la veracidad de
nuestros relatos, un espacio de lucha por la justicia y la libertad.
Es esa responsabilidad el único antídoto posible contra el cinismo.
Desde
el despotismo de Murillo Karam y las oficinas gubernamentales se
construyó la verdad
histórica: una
colección de mentiras concebida como una lápida destinada a
clausurar la indagación, a imponer la ignominia, a cercenar no sólo
la historia, sino las
historias. En este
contexto, esfuerzos como el de Marchando
con Letras cobran toda
su relevancia. Con la férrea convicción de que la historia se
construye en la multiplicidad y desde abajo hacia arriba, la
memoria condensa los detalles, asienta las singularidades, los nudos
personales que los discursos oficiales, académicos, o mediáticos,
con tanta frecuencia desdeñan. Los relatos de
los sueños, las frustraciones, las inconsistencias y valentías de
las personas concretas constituyen, en sí mismos, una rebelión en
contra de la opresión monolítica de la verdad oficial. Los relatos
terminan por embargar una potencia quizá no prevista: proponen desde
su seno abundante la riqueza múltiple de Abel, Saúl, Marco Antonio,
Israel, Giovanni y el resto de los estudiantes: el bailarín, el
campesino, el futbolista; el tribi,
el
pilas, el
copi; el que soñó
con ser médico, policía, jinete; el que amaba la música de banda,
el breakdance o
las cumbias. La operación
rinde frutos a espuertas: se
desnuda con nueva profundidad la crueldad y el crimen de lo
acontecido a manos de agentes del Estado la noche fatídica del 26 de
septiembre del 2014.
Jhon
Berger, un colega afín en toda dimensión, sentencia en una plática
con Kapuściński: “Lo contrario de un relato no es el silencio o
la meditación sino el olvido.” Es
en este sentido que Ayotzinapa.
La travesía de las tortugas es
un esfuerzo colectivo que
a través del relato elige la verdad que reside en resistir al
olvido, preservar la rabia, reinventar el silencio, el grito, la
lucha.
¡Vivos
se los llevaron! ¡Vivos los queremos!
Luis
Ramírez Trejo
1
Las citas de este texto se pueden consultar en el compendio de tres
entrevistas realizadas a Ryszard Kapuściński en el libro:
Kapuściński, Ryszard, Los cínicos no sirven para este
oficio : sobre el buen periodismo. México, D.F.
: Editorial Anagrama, 2013.
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