Texto publicado originalmente en Replicante el 17 de agosto del 2012:
http://revistareplicante.com/la-politica-de-lo-posible/
Medir el mundo de la necesidad y negociar el mundo de la realidad
La política y la democracia quedan así reducidas a la dinámica
electoral con que los partidos confeccionan sus estrategias y los
gobiernos gestionan los puestos de poder. En este contexto se vuelven
vitales los actos de determinar cuantitativamente la realidad y
consolidar alianzas estratégicas. En el reino de la numerología y la
estadística se nos dice directa o indirectamente que para la política lo
único que existe es la economía: índices cuantificables como los de
pobreza, inflación o desarrollo económico deben normar cualquier idea de
política. La obsesión por la cuantificación lleva a los partidos y
gobiernos a elaborar sofisticadas encuestas y estudios para saber de qué
forma satisfacer a los gobernados. Así la tiranía de la cuantificación
trasciende en mucho el conteo de los votos y abarca todos los aspectos
de la política. La sociedad se concibe bajo fundamentos de una supuesta
objetividad científica que en su neutralidad describe las dinámicas del
mercado. La política a lo sumo se limita a definir de manera objetiva si
ese mercado debe autorregularse o debe ser sujeto de regulación
estatal. Por otro lado, los políticos dedican enormes esfuerzos a
consolidar las alianzas necesarias que les permitan acceder al poder por
medio del triunfo electoral. Las operaciones políticas caen
indefectiblemente en el reino de la negociación de cuotas de poder, la
cooptación económica o el acuerdo con actores sociales que hasta el
momento se les describía como acérrimos antagonistas.
La política y la democracia se convierten así en actividades, en
última instancia, pragmáticas y no conocen de compromisos con ideas de
justicia o libertad. Estas palabras se vuelven sólo lejanos referentes
que se subordinan al imperativo de la ganancia de votos y la aprobación
de los gobernados. Lo que importa en este tipo de política es que esté
apegada a lo que podemos medir en la realidad y a la ejecución puntual
de las medidas necesarias para llegar o mantenerse en el poder: los
discursos, los compromisos políticos, los postulados ideológicos salen
sobrando. La ética se concibe como ese ornamento que permite el
ejercicio del poder “haiga sido como haiga sido” y sin pensar demasiado si los medios son absolutamente contrarios a los fines que se persiguen.
El simulacro
El resultado es un fraude en el que las instituciones se llenan la
boca con la defensa de valores que sólo se conciben formal o
jurídicamente, pero que no tienen significado concreto en la vida de la
comunidad. De esta forma el Estado de derecho, la libertad, la
democracia o la justicia no pasan de ser bonitas abstracciones por las
cuales luchar, aunque rara vez se les viva en la vida diaria. De hecho
cuando se invoca estos conceptos normalmente se hace para censurar o
reprimir a todo aquel que se proponga un nuevo significado no
contemplado en este aparato ideológico.
Sin embargo, más allá de su impostura jurídica, con una legislación
electoral hecha para beneficiar no a la democracia sino a los bolsillos
de las burocracias partidarias, unas instituciones determinadas por la
misma clase política cuya acción pretenden regular, y unos medios de
comunicación con la capacidad de manipular, crear o demoler a políticos e
instituciones por igual, el fraude de la democracia mexicana es un
ejemplo de perfección difícilmente superable. No está de más recordar
que en este contexto de simulación ninguno de los partidos políticos
está exento del corporativismo, el clientelismo, el borreguismo, el
oscuro tráfico de influencias y dinero, el autoritarismo, el poco
compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas, el acarreo
permanente de personas para llenar las plazas públicas, el uso de los
recursos gubernamentales para incidir en las elecciones y los acuerdos
impensables basados en intereses nunca declarados. En el fondo y también
en la superficie la democracia mexicana no pasa de ser un simulacro
grotesco de política.
Campañas políticas: un caso para Borges
La calidad discursiva de las campañas políticas en México asemeja más
a la materia prima de una “historia universal de la fetidez” si algún
émulo de Borges tuviera el estómago para emprenderla. Muestras de lo
anterior se encuentran por doquier. Por ejemplo, los medios de
información, las autoridades electorales, los grupos de apoyo de todos
los candidatos e incluso el movimiento #YoSoy132 insistieron durante
meses en que los votantes deberían concentrar su atención en las
propuestas y evaluar las diferencias en las plataformas políticas.
Denominaron a esta acción de masoquismo “voto razonado”. Todos aquellos
cuya obsesión enfermiza llevó a leer las propuestas con un mínimo de
actitud crítica saben que enunciados tan originales y detallados como
“mejorar la educación”, “erradicar la violencia y la pobreza”
compitieron en sofisticación, especificidad y coherencia con propuestas
tan realistas como colocar el primer mexicano en nuestra galaxia vecina
Andrómeda. Baste mencionar que Arena Electoral, una asociación que se
empeñó en agrupar a más de 150 expertos de diversas áreas para dar una
evaluación cuantitativa y detallada de las denominadas propuestas,
arrojó un resultado que no por ser esperable resultó menos desesperante.
En una escala del 0 al 10 todas las propuestas evaluadas de manera
global rondaban el umbral de reprobación, y lo que es más importante, un
análisis estadístico mínimo muestra que las propuestas de los
candidatos eran indistinguibles unas de otras; es decir, todas eran
igual de malas.3 En concreto, pedir a los votantes que
examinaran las propuestas para emitir un “voto razonado” era equivalente
a pedir que distinguieran la consistencia y grado de fluidez entre las
flatulencias etéreas de catorce niños bajo un ataque agudo de diarrea.
Además, a estas alturas queda claro cuál es la función de ese
discurso de supuesta objetividad y devoción a la realidad cuantificable.
Queda claro, por ejemplo, que con las apropiadas herramientas
científicas la tecnocracia gubernamental puede “demostrar” que problemas
como la pobreza y la violencia disminuyen gracias a su gestión
política. Nunca ha sido difícil encontrar un modelo estadístico que
“demuestre” que millones de personas ganan unos cuantos centavos de
dólar más y, con ello, saltan milagrosamente de la categoría de pobreza
extrema a la de la pobreza a secas, aunque una y otra sean igualmente
miserables. Con respecto a las campañas políticas, es evidente que el
valor que tuvieron todas las encuestas es fundamentalmente
propagandístico y lejano a cualquier narrativa seria de la preferencia
electoral. En efecto, no hay que equivocarnos: pretender describir una
variable tan compleja como la preferencia electoral es un objetivo
ambicioso y controvertido desde el punto de vista metodológico y
epistemológico; pero ese objetivo nada tiene que ver con la importancia
que se les da a las encuestas en los medios.
Como Pierre Bourdieu ya lo
señalaba,4 la atención que se les dedica a las encuestas en
los medios sólo se explica por el valor que tienen para imponer la idea
de que la opinión publica apoya la problemática expresada en las
encuestas y en última instancia sostenida por el grupo particular que
realiza la encuesta. De lo que podemos concluir que el verdadero uso de
las encuestas electorales es consolidar la idea de que la opinión
pública apoya a la democracia electoral, y en casos particulares que un
porcentaje determinado de esa opinión pública apoya a tal o cual
candidato. Esto último tiene como objetivo incidir en la voluntad de los
electores indecisos. Bourdieu lo dice explícitamente, todo esto es
un artificio: no hay nada más inadecuado para expresar el parecer de la
sociedad con respecto a un tema político que un porcentaje. Así que el
verdadero uso de las encuestas es legitimar los discursos de las
instituciones electorales y los partidos políticos que son, por
supuesto, los más interesados en hacer encuestas.
Pero quizá la mayor muestra de temple y coherencia de nuestro sistema
democrático la dieron nuestros partidos políticos el mismo día de las
pasadas elecciones. La añeja práctica de la coacción y la compra del
voto invadió como marea varios estados de la república. Según los
números de Alianza Cívica,5 este ejercicio heterodoxo de
proselitismo político no fue prerrogativa de un partido en especial: un
poco menos de la tercera parte de los votantes (28.4%) fueron
presionados para que votaran a favor del PRI-PVEM (71%), PAN (17%), PRD
(9%) y Panal (3%). Parece que en éste y muchos otros casos arrojar la
primera piedra sería la mejor garantía para morir lapidado.
Desafortunadamente la precariedad de esta cultura política no se
encuentra sólo en las instituciones. Como fue evidente en las pasadas
elecciones, la discusión política ―no sólo la patrocinada por los
partidos políticos, sino la ejercida por la mayor parte de los
ciudadanos― no razona por análisis y rigurosidad intelectual sino por
generalidades relacionadas con su fin proselitista. El resultado es que
durante los procesos electorales abundaron las ponderaciones
hagiográficas de los candidatos, los videos en YouTube con generalidades
de una elementalidad vergonzante, los artículos de defensa a ultranza,
los documentos falsos circulando en internet, las ofensas e insultos sin
ingenio, las mentiras francas, las imprecisiones calculadas, las
maniobras hechas provocación y la eterna estrategia de utilizar raseros
distintos para criticar a los otros candidatos y hacerse de la vista
gorda con las inconsecuencias del propio. El resultado es una suerte de
ortodoxia en la que cualquier crítica a alguno de los candidatos se
convirtió con premura en causa inmediata de linchamiento; cualquier duda
fue callada por el estruendo de los aplausos o los abucheos; cualquier
intento de profundidad intelectual fue castigado con el descrédito o, en
el mejor de los casos, con una tolerancia y respeto que cristaliza no
otra cosa que el aislamiento y la indiferencia instrumentada desde las
esferas del autoritarismo partidario. Al final, esta forma de entender
la política se basa en un principio de profunda exclusión y de hecho
termina por excluir no sólo a sus oponentes electorales, sino que
incluso condena y descalifica automáticamente a todo aquel que con algún
gesto se niega a participar en la política electoral: ¡O votas o te
callas!¡Voto nulo; protesta nula!¡Abstenerse es votar por el PRI!
Amén. ¡Bendita seas democracia! ¡Siempre trabajando por el bien de México!
En conclusión, la democracia electoral que se vive en México no es ni
si quiera el lindo ornamento espiritual de bajo calibre con que
presumen los países ricos su avance civilizador, en medio de la crisis
mundial producida por esa misma democracia. En el caso particular de
México esa democracia, además de ser tanto o mucho más ineficaz que en
el resto de los países, susstituye la discusión política por el
griterío, la batahola, el sinsentido y el vómito de opiniones con que se
reviste el simulacro de política.
Notas
3 Las evaluaciones globales obtenidas por Arena Electoral en más de treinta áreas específicas por candidato son: Enrique Peña Nieto, 5.4; Andrés Manuel López Obrador, 5.9; Josefina Vázquez Mota, 5.2; Gabriel Quadri de la Torre, 4.0. Aunque se observan discretas diferencias, es evidente que un análisis de varianza de las evaluaciones emitidas por los expertos pondría en evidencia que las propuestas, consideradas de manera global o por áreas, son estadísticamente indistinguibles al menos entre los candidatos con evaluaciones más cercanas (es decir, probablemente con excepción de Quadri). Más información aquí.
4 Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”; se puede consultar aquí.
5 Véase.
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