El mexicano y el Teletón: instrucciones para el sentimentalismo indoloro1
El
cabello brilla como acabado de bolear. Él es alto, fuerte, de
hombros anchos; una especie de jugador de fútbol americano venido a
conductor. Padece desde joven una patología en el músculo risorio
que le obliga a sonreír cada cinco segundos: la dentadura de
alabastro es el símbolo perfecto para las marcas de dentífricos.
Marco Antonio Regilno
sólo es guapo; es elocuente y séntido
en
el discurso:
Me duele, me duele mucho (y Marcopestañea para que duela más). A pesar de todo lo que hemos visto (y los ojillos de Marco se entrecierran). A pesar de todo lo que hace el Teletón año con año (y a Marco se le escapa una lágrima de reproche). Me duele porque no entiendo (y todo en Marco tiembla en convulsiones: la voz, la mejilla, la cadera, los testículos). No entiendo qué más tenemos que hacer para convencer a la gente que tiene su corazón duro (y Marco dice “duro” con desdén de telenovela). ¿Qué necesitamos hacer para lograr que ustedes levanten el teléfono para dar un donativo al Teletón? (y Marco sorbe mocos; carraspea con la flema atorada). ¿Qué tenemos que hacer? (y Marco levanta los ojos preguntando al cielo). ¡No puedo creer que en hora y media no vamos a poder celebrar llegar a la meta! (y Marco grita como un Pedro Infante clamando por Torito). Me siento frustrado, desesperado, triste (y Marco gime, ¡por favor, ¡por favor!, ¡no me dejes!). ¡Márquen,
Márquen, por favor! ¡Ayuden al Teletón!
(y Marco es Medea: llora como plañidera, reprocha como Pimpinela, se
retuerce como gusano en sal, se ahoga, patalea, se sofoca y
después…sonríe).
Me duele, me duele mucho (y Marcopestañea para que duela más). A pesar de todo lo que hemos visto (y los ojillos de Marco se entrecierran). A pesar de todo lo que hace el Teletón año con año (y a Marco se le escapa una lágrima de reproche). Me duele porque no entiendo (y todo en Marco tiembla en convulsiones: la voz, la mejilla, la cadera, los testículos). No entiendo qué más tenemos que hacer para convencer a la gente que tiene su corazón duro (y Marco dice “duro” con desdén de telenovela). ¿Qué necesitamos hacer para lograr que ustedes levanten el teléfono para dar un donativo al Teletón? (y Marco sorbe mocos; carraspea con la flema atorada). ¿Qué tenemos que hacer? (y Marco levanta los ojos preguntando al cielo). ¡No puedo creer que en hora y media no vamos a poder celebrar llegar a la meta! (y Marco grita como un Pedro Infante clamando por Torito). Me siento frustrado, desesperado, triste (y Marco gime, ¡por favor, ¡por favor!, ¡no me dejes!). ¡Márquen,
Marco baja la cabeza, la barbilla encajada en el pecho, los ojos en blanco: la Madre Teresa de Calcuta tirita bajo su esmoquin. Marco Antonio Regil se retira desconsolado, la cámara acompaña su pena; su sonrisa congelada da la bienvenida a Lucero. La promiscua novia de toda América le entra al quite: el sentimentalismo es su especialidad.
Emilio
Uranga3,
uno de los filósofos más osados y originales que ha tenido México,
se habría fascinado ante este espectáculo. Uranga escribió hacia
mediados del siglo pasado que la ontología del mexicano, su ser
mismo, era la de un ser insuficiente con un carácter
profundamente sentimental. Por supuesto, esto no es una membresía de
exclusividad: no significa que la carne o el alma de los mexicanos
estén hechos de alguna substancia especial que los haga
irremisiblemente sentimentales ni que no haya sentimentales en
Alemania, Afganistán o la Isla de Tuvalú; sino que el
sentimentalismo es un acento particular que singulariza nuestro
carácter. En ese sentimentalismo se entremezclan “una fuerte
emotividad, la inactividad, y la disposición a rumiar interiormente
todos los acontecimientos de la vida”. No es seguro que Uranga haya
acertado al tratar de comprender el carácter del mexicano que
tantos desvelos dio a pensadores como Samuel Ramos, Octavio Paz o
Luis Villoro. No son pocos los que consideran la mera existencia del
carácter mexicano una ilusión de filósofos alejados de la
realidad concreta del tráfico, el mercado y la banqueta. Sin
embargo, es posible que algo de la filosofía de este brillante
pensador nos ayude a comprender porque fenómenos como el Teletón
subsisten en nuestro país por décadas. En México, el Teletón goza
de buena salud a pesar de las múltiples denuncias que se le han
hecho como mecanismo de deducción de impuestos de empresas,
canalización deshonesta de recursos públicos, y promoción de
estereotipos de las personas con discapacidad. Los reclamos han sido
muchos; la misma ONU ha expresado su preocupación por las
aportaciones millonarias de los gobiernos estatales al Teletón4.
Sin embargo, el Teletón sigue ahí con su sonrisa cínica y
despreocupada.
Para
Uranga, uno de los fundamentos del sentimentalismo mexicano es la
emotividad. Esta emotividad exacerbada es resultado de que el
mexicano aprende desde la infancia que su vida es precaria: amenazada
permanentemente por la catástrofe. Al menos, en este sentido, el
filósofo parece estar más vigente que nunca. En pocos tiempos como
en el presente, el mexicano ha vivido más amenazado por la realidad,
más acosado por la inseguridad, más abatido por la incertidumbre.
Ser mexicano es estar “amagado por la destrucción”, diría
Uranga. En el México de hoy, la destrucción tiene una gran variedad
de expresiones: una bala perdida, un salario miserable, una educación
deficiente, un secuestro repentino, un gobernador irritado, una
pensión inexistente, un presidente aficionado al gel. En concreto,
ser mexicano es ser objeto de una explotación que nos aniquila con
presteza o con lentitud; en todo caso, con seguridad.
Para
proteger su vulnerable interioridad de un medio tan amenazante, el
mexicano rodea su vida por una armadura de cortesías y ceremonias,
sonrisas y dobleces, evasiones y rodeos, máscaras e hipocresías5.
En todo caso,“Quien vive amagado por la destrucción se siente
frágil y destruible y tiende a la protección si valora la vida”,
precisa Uranga. Así pues, nuestro sentimentalismo nos predispone a
la protección; pero no sólo a la propia, también a la
protección, por simpatía, de niños discapacitados que nos anuncian
con toda parafernalia en el Teletón. El que los mexicanos deseen
proteger a niños discapacitados no tendría nada de malo, si no
fuera porque el sentimentalismo del mexicano también implica
inactividad. Pero la inactividad de la que habla Uranga no se
refiere a inmovilidad: a no hacer nada. Si así fuera, esa
inactividad no se aplicaría al mexicano. Los mexicanos hacen muchas
cosas: por ejemplo, estar entre los habitantes que trabajan más,
tienen menos vacaciones y ganan menos por hora. Es decir, los
mexicanos hacen lo posible por sobrevivir; por lo general, están muy
ocupados en formar parte de los trabajadores más explotados del
mundo.
Sin
embargo, la inactividad del mexicano a la que se refiere Uranga es
más bien la desgana que nos sobreviene siempre que tenemos que
decidir sobre algo que nos demanda atención y cuidado: esa
irresponsabilidad de la que solemos abrevar con una sed de
maratonista. Esa desgana nos permite evadirnos; nos hace postergar
continuamente todo para mañana y desentendernos de los quehaceres a
la menor provocación, como si con ello desaparecieran nuestros
pendientes. El mexicano conoce bien este componente de su carácter
y, en su inusitada capacidad para crear nuevas expresiones, lo
denomina valemadrismo; derivación
de “me vale madre”; es decir, “no me importa en absoluto el
asunto”. O mejor dicho, dado que toda irresponsabilidad es elegida,
“decido que no me
importa en absoluto el asunto”
Pero
a pesar de las apariencias, la desgana no es cansancio,
desesperación, aburrimiento o hastío: “En la desgana, el ánimo
se colora de cierta repulsión por las cosas, de una callada
abominación por todo cuanto nos rodea”. La desgana sólo es
posible bajo el supuesto de que nos cerramos al
exterior, al sentido de las cosas y al sufrimiento de las personas.
En ese estado de cerrazón, de repulsa, de ceguera voluntaria, el
valemadrismo
del mexicano le impide escuchar a
cabalidad las súplicas que el mundo le dirige.
Esa
desgana opera de maravilla para el Teletón. Mientras nuestra
emotividad nos lleva a proteger niños discapacitados, nuestra
desgana nos aleja de un compromiso verdadero y de cualquier
pensamiento crítico. ¿Quién
quiere recordar que la tremenda situación de injusticia que viven
los niños discapacitados y sus familias es perpetuada por quienes,
como Televisa, concentran el poder económico
y rechazan a toda costa cambiar un sistema que les beneficia y que
sume en la miseria a la mayor parte de la humanidad? ¿Quién
desea acordarse de que las donaciones al Teletón le permiten a
Televisa y demás patrocinadores pagar impuestos que podrían ser
aplicados a atender –¡oh, ironía de la vida!– a niños
discapacitados? La
memoria crítica en este caso es sólo falta de delicadeza.
Ante
tanta incomodidad, es más fácil
un intercambio comercial: por un donativo al Teletón, sentimos “que
hacemos nuestra parte”; que estamos eximidos de nuestra
responsabilidad de que los niños no dependan de espectáculos para
ser atendidos. Damos una dádiva al Teletón porque no estamos
dispuestos a dar
más que esa limosna para transformar el mundo que hace posible que
exhiban a niños discapacitados como sujetos de caridad6.
El que dona al Teletón canjea su responsabilidad en una transacción
financiera y cuantificable de sentimentalismo puro. En su opinión es
una buena oferta. No sólo compra artistas, publicidad y
entretenimiento; incluye en un solo y mágico acto comercial, el
sentirse bondadoso y caritativo al ayudar a niños Teletón: siempre
y cuando los niños estén lo suficientemente lejanos y no impidan
cambiarle de canal a la hora de la película o el fútbol.
Así
pues, a través de la combinación de emotividad y desgana, el
proceso de sentimentalización encuentra su paso intenso y acelerado.
El Teletón se apropia frenéticamente de los gelatinosos seres que
conforman el público. Ofrece un ideal con sus símbolos: una ilusión
prefabricada. El ideal es obvio: la caridad desinteresada. Los
símbolos son muchos, por ejemplo, un niñito con las piernas
apropiadamente deformadas seleccionado porque es locuaz, simpático,
fotogénico y, de pilón, canta bien. La realidad dolorosa de los
niños con discapacidad es entonces suplantada, reducida,
simplificada, vendida y empaquetada en una cajita de ilusión tipo
McDonalds con un corazón morado con la foto del niño en el centro.
Al
final, el mexicano sentimental obtiene
su recompensa. La ilusión rasurada de complejidades y dolores le da
tranquilidad de conciencia sin que se comprometa a nada. Las
realidades concretas y llenas de injusticia son siempre demandantes:
sus súplicas exigen un exceso, un plus
de voluntad para transformarlas. Las versiones simplistas y
edulcoradas de la realidad son accesibles, cómodas, incluso
deliciosas. Además, el acto egotista y narcisista de consumo incluye
un espejo truqueado que arroja siempre una cara de generosidad.
No nos equivoquemos: no hay en las donaciones al Teletón ningún rastro de generosidad. La generosidad es siempre, prosigue Uranga, “una decidida elección de colaboración, una voluntad de simpatizar, de entrar en contacto auxiliador con las cosas, con la historia, con los movimientos sociales…” La verdadera generosidad no se cierra al mundo ni decide verlo por una pantalla plana; sino que se abre a las emociones, a la participación política, a la colaboración con los otros sin reparar en los límites de la caridad televisiva. La generosidad, en su sentido más activo, se rebela contra todo carácter o naturaleza, si estos son entendidos como determinaciones o destinos inevitables. El mexicano generoso renuncia a su carácter sentimental; no voltea la cara para no mirar la podredumbre, la pobreza o la tragedia; las mira de frente y no abandona la búsqueda del pensamiento que le permita transformar la historia de injusticia en la que vive todos los días.
Por supuesto, el sentimentalismo del Teletón no esta basado en esta generosidad. El Teletón no es más que un engaño publicitario que se aprovecha de nuestra desgana y nuestra afición por los atajos de los laberintos emocionales. Sin poder escapar a su banalidad, la discapacidad como estrategia de venta produce una solidaridad tan profunda como un chapoteadero. Al final, el público sentimentalizado es solapado y consentido; manipulado como una esponjita que lo único que sabe es absorber lágrimas de telenovela. Un público apático, conformista, a salvo de lidiar con la realidad que no se exhibe en la pantalla chica. Un público en que toda respuesta emocional genuina, variada, activa, colectiva, es reemplazada por esa flatulencia de solidaridad, ese vómito de lágrima, ese barro putrefacto de auto indulgencia: esa cajita de mierda con forma de corazón llamada Teletón.
2 “It
is much more easy to have sympathy with suffering than it is to have
sympathy with thought”. Esta
cita aparece en un excelente ensayo del célebre escritor
irlandés titulado El
alma del hombre bajo el socialismo.
3 Emilio
Uranga fue un filósofo mexicano nacido en 1921. Su obra, tan escasa
como original, se nutre de la fenomenología de Husserl, el
marxismo, el existencialismo francés y la filosofía analítica de
Russell y Wittgenstein. Las reflexiones sobre el carácter del
mexicano que se citan en este ensayo se encuentran en su texto
Ensayo de una ontología del mexicano publicado en 1949. Este
texto se puede encontrar en la compilación de Roger Bartra Anatomía
del Mexicano. México, D.F.
Debolsillo, 2005 , pp. 145-158.
4 Dos
reportajes interesantes sobre la canalización de recursos públicos
al Teletón y los jugosos negocios que lleva a cabo Televisa con las
donaciones se pueden encontrar en:
Cabrera, Rafael Teletón: el
monopolio de la atención a la discapacidad. Emeequis,
295. 2012, pp. 36-43.
Olmos,
Raúl. Teletón, la lucrativa creación de los
Legionarios. Emeequis. 341.
2014, pp 36-45.
5 El
simulacro, la hipocresía y la doblez del mexicano es posiblemente
el tema más frecuente entre los que han tratado de entender el
carácter del mexicano. Ejemplos notables de ello son Octavio Paz en
su Laberinto de la soledad,
la obra de Rodolfo Usigli, y el trabajo clásico de Samuel Ramos
sobre el complejo de inferioridad del mexicano.
6 El
filósofo esloveno Slavoj Zizek explicaría esto como un ejemplo
emblemático de “capitalismo cultural”. Su posición se puede
consultar en un entretenido video titulado “Primero
como tragedia, después como farsa”.
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