Poniendo la mano sobre el corazón,
quisiera decirte al compás de un son,
que tú eres mi vida,
que no quiero a nadie;
que respiro el aire, que respiro el aire,
que respiras tú.
Amor de mis amores, Agustín Lara.
En
el centro de la sala una urna de alabastro se erige como un pequeño
rascacielos neoclásico. Semejante a una caja de leche tamaño
familiar, el contenedor con remates diamantinos da residencia eterna
a las cenizas de mi abuela. Nunca la había visto tan cuadrada. Al
pie de la urna se encuentra una foto en la que sostiene, con una
pinta de cargador de la merced o chulo de esquina, un cigarro con la
mano izquierda. Junto a la foto está una cajetilla de Delicados
sin filtro. No sé porque le pusieron tantos cirios alrededor;
ella nunca necesitó de iluminación externa para darle la bienvenida
a los visitantes. No ha cambiado tanto. Borges diría que bastaba que
alguien la mirara para que sonriera. Desde su retrato, con la mirada
pícara, me ofrece un cigarro. Nos entendemos. Me adelanto al centro
de la habitación, tomo el cigarro y lo enciendo. Los ojos de censura
de más de una plañidera me aplastan con desaprobación.
Vengo
de otro continente. No es metáfora. Viajé más de veinte horas para
ver a los restos de mi abuela. Murió un sábado por la madrugada.
Esto, por supuesto, se refiere a la madrugada en Europa. Aquí, debió
morir la noche del viernes. En México las cosas siempre suceden
antes, se anticipan. En vida, mi
abuela también se
anticipaba, en especial a cualquier réplica. Su muerte no fue la
excepción. Decidió morir de una hemorragia intestinal masiva: su
cuerpo se tragó cinco bolsas de sangre antes del paro cardíaco. Sin
previo aviso, sin votación de por medio, en menos de tres horas,
radical y definitiva, expiró
sin dar oportunidad a nadie de reclamar.
Debió
haber sido difícil disponer de su cadáver. La recuerdo
perfectamente cuando rechazaba el entierro: abominaba la idea de
honrar a los gusanos. Por otro lado, la cremación ofendía su pudor
de católica de boda y vestido para estrenar. Además, con la lógica
que la caracterizaba, pensaba que acostada sobre la plancha de metal
que la conduciría al horno, el frío intenso podría aún hacerle
daño: “los cambios bruscos de temperatura dan pulmonía”,
sentenciaba. Metidos en el ajo de la disputa y ante mi evidente
frustración, su respuesta era proverbial: “Cuando muera quiero que
me pongan en un tambo grande para que no me asomen los pies y me
arrojen a un barranco”. Maldijo al gobierno cuando le dije que en
México arrojar cadáveres a los barrancos era frecuente pero ilegal.
Por
fortuna no pudo reclamar cuando decidieron incinerarla. La velaron en
casa de una de mis tías. Dicen que llevaba un vestido lila, de esos
que ella tardaba meses en buscar y modificar para alguna de sus
incontables fiestas. Sus labios de rojo marrón, su perfume floral,
su peinado con “Wildroot”, los aretes discretos: la imagino
dispuesta a seducir en un asedio de carcajadas a algún nuevo
pretendiente. ¿Parece broma? ―No lo es. Ser la hija bastarda de un
bohemio introductor ganadero y una mulata cubana siempre tuvo su
encanto. En los últimos tiempos, sus pretendientes incluyeron al
suegro de una de mis primas y a un misterioso merenguero que nos
obsequió dos cajones de gaznates en el último fin de año que la
tuvimos con nosotros.
Mi
abuela era una anciana que disfrutaba de vivir entre la cita poética
y el albur de esquina. Su memoria impecable de Amado Nervo, Sor Juana
Inés de la Cruz y la poesía cursi de Antonio Plaza se combinaban
con la agilidad mental del son cubano y la elegancia de dandi que
nunca la abandonó. Más de uno calló rendido; caer rendida era para
ella un inaplazable deber de amor.
Criada
en el barrio ostentoso de las Lomas de Chapultepec, mi abuela sufrió
el desdén y el racismo de la madre obligada a criar una hija
ilegítima producto de los coqueteos del “Señor” y una sirvienta
cubana de caderas demasiado amuebladas cuyo destino todos quisieron
ignorar. Medio robada de carnes, aplanada de narices, rebotada de
mejillas, oscurecida como lodo de Oaxaca y para colmo “olorosa como
negro”, mi abuela fue una niña fea que aprendió a compensar la
impiedad de la naturaleza con simpatía y atrevimiento. Fue amiga
íntima de “la Mayuya Zuno”, hija del alguna vez gobernador y
cacique jalisciense José Guadalupe Zuno y que, con el tiempo, se
convertiría en el suegro del presidente Luis Echeverría. Desde su
infancia, mi abuela gozó de los privilegios que dan la mafia
política, la holgura económica y el exotismo.
Aunque
en la juventud sus amigas y mi abuela se hicieron celebres por su
afición a la pomposidad de los vestidos de noche, su
fama se fundó inicialmente en el escándalo. Mi abuela contaba que
en las tardes de calor inclemente organizaba grupos de adolescentes
desocupadas para recorrer en bicicleta las calles de las Lomas
enfundadas en sendos trajes de baño. No fue ni la primera ni la peor
ocasión en que mi abuela avergonzó a sus padres. Estudió en varios
colegios privados, casi
todos religiosos; en ellos convirtió las expulsiones escolares en
una forma de realización académica. El amor culposo de su padre
sobornó más de una vez a los concejos de religiosas para que
admitieran a mi abuela después de que “la nena” saltaba la barda
del colegio masculino para atolondrar mozalbetes y desesperar
padrecitos. Ella juraba, con un ejemplar del “Tesoro del
declamador” en la mano, que los ojos de un joven seminarista la
tentaban. Pese a su heterodoxo sentido de la academia, mi abuela
logró recibirse como maestra en Español y Literatura en un tiempo
en que las mujeres ricas se educaban con el mismo espíritu
ornamental con que se arreglaban el peinado.
Puede
ser que lo de las tentaciones del seminarista no fuera del todo
falso. La verdad es que mi abuela siempre tuvo la saludable manía de
entender la vida a partir de las tentaciones. Francisco, su primer
esposo, improvisando la estrategia, supo tentarla con promesas: le
prometió, como siempre se promete en el amor, la permanencia a raja
tabla. Después de la boda, se mudó a la calle de Prado Norte,
también en las Lomas de Chapultepec. Su esposo viajaba por trabajo
con frecuencia al norte del país. Ella se dedicaba a coleccionar
copas, a charlar, a jugar cartas, a organizar bacanales para los
compromisos de su marido. La felicidad parecía venir en tesitura de
cristal cortado y plática de porcelana. Llenaba las ausencias del
marido con la lectura. Amaba los poemas cursis con caudalosos
despliegues melodramáticos. Engendró, en ese tiempo, tres hijos y
dos hijas; perdió dos. A la niña fallecida, solía recitarle:
El
Globo
Ocultar
queriendo en vano
el
dolor que la devora,
marcha
una bella señora
con
un niño de la mano;
y
muestra en el triste luto
de
su severo vestido,
que
algún otro ser querido
pagó
a la muerte tributo.
Grave
va el niño y tranquilo,
mientras
a otros ve jugando,
un
azul globo llevando
pendiente
de sutil hilo.
―Mamá―de
pronto exclamó.―
¿Por
qué lloras sin consuelo?
¿No
dices que está en el cielo
la
niña que se murió?
―¡Ah!,
sí, el Señor compasivo
la
llevó pronto a su lado.
El
niño quedó callado,
pero
siguió pensativo,
y
tras un momento breve
cortó
el hilo sin dudar
y
al globo dejó volar
a
impulsos del viento leve.
―¿Qué
has hecho?
Y
el muchacho
a
decir se precipita:
―¡Mandárselo
a mi hermanita
para
que juegue en el Cielo!
Después
de algunos años, los viajes de Francisco empezaron a durar semanas;
su nueva socia y comadre lo acompañaba en los negocios. En uno de
sus viajes, la ausencia de Francisco se dilató más de lo común.
Los meses no trajeron de vuelta al marido; tampoco a la comadre.
Francisco, al parecer también adicto a las tentaciones, decidió que
la permanencia es una promesa muy larga. Una tarde, mi abuela recibió
una orden de desalojo: la casa y sus propiedades habían sido
vendidas. Fue quizá una de las pocas lanzadas en la
historia de las Lomas. Vivió entre muladares de elegancia en las
calles de una de las colonias más aristocráticas de la ciudad.
Socorrida por sus amigas, transitó por varias casas del vecindario
hasta que terminó viviendo con sus cinco hijos en Tacubaya, en casa
de una de sus sirvientas. Raquel recibió a la tribu con una
solidaridad que sólo se entiende como pago de la benevolencia con
que mi abuela siempre trató a su servidumbre. Raquel era también
madre soltera; también mantenía cinco hijos. En el silencio, una
recia opresión de desamparo les unía.
Mi
abuela contaba que, en plena depresión, se acostó un día para
dormir sin parar por semanas mientras sus hijos aprendían que la
comida dependía de cuantos cubiertos podían vender y cuantos
abrigos de piel podían empeñar en el Monte de Piedad. Vivieron
durante años de las pequeñas ventas en la Lagunilla, en Donceles,
en Bellas Artes. Los
refrendos de las boletas de empeño alcanzaron proporciones de
directorio telefónico. Cuando mi abuela decidió levantarse, lo hizo
no para trabajar, sino para llamar a sus amigas de toda la vida y
dedicarse a jugar póker, bailar, y recorrer las calles de la ciudad
de México a bordo del Cadillac de una glamurosa pelirroja que
forrada de terciopelo llegaba por ella casi todos los días de la
semana. Raquel, su ex-sirvienta, le pidió a mi abuela que se fuera
al cabo de algunos meses. Mi abuela era, de nuevo, un mal ejemplo.
Exiliada
empezó a recorrer la ornitofauna de Tacubaya. Vivió con sus hijos
en cuchitriles de esas calles con nombres como Halcón, Cóndor,
Paloma, Canario, Faisán. Una mujer expulsada, desdeñada, repudiada
y además inútil en extremo. Eventualmente, empezó a vivir del
golpe monótono de la aguja de una máquina de coser que aprendió a
manejar en talleres multitudinarios. Trabajaba jornadas extenuantes y
gozaba del respeto laboral que en México sigue imperando. El segundo
turno, lo pasó durante años como mesera en restaurantes que
cambiaba con la misma vertiginosidad con la que llegaba a bailar a
las posadas de diciembre. Sus hijas pequeñas no la reconocían; los
muchachos, con suerte, la saludaban antes de salir a colectar basura
en las casas ricas de las colonias Condesa y del Valle. El tabú
familiar me ha impedido corroborar su actividad como prostituta
educada. No lo dudo ni por un instante. La vida de cinco bocas y una
sexta, que su esposo le manufacturó en una reconciliación fugaz
pero productiva, dependían de su trabajo. La única poesía
necesaria es a veces la que se come.
Los
años pasaron. Sus hijos fundaron sus propios hogares. A los 58 años,
edad en que el amor suele cobrar ese tono de bolero bien cocido, mi
abuela consumó su último matrimonio con Genaro de 34. Él era,
desde la infancia, uno de los mejores amigos de mi tío mayor. En el
momento de la ceremonia, la pareja llevaba viviendo juntos cerca de
15 años. La boda fue un escándalo para pudorosos y bocas envidiosas
que no escasean en ningún lado. Para mi abuela, el escándalo fue
que Genaro la abandonara dos años después con todo el dinero que
habían ahorrado. Esa noche decidió no llorar y servir la cena. El
dolor era para ella, desde hace tiempo, otro comensal ávido en la
mesa. Antes de Genaro, incluso antes de Francisco, sus difuntos ―como
ella llamaba a los amores malogrados― fueron
variados en edad y talante. Para ella, el desamor siempre tuvo más
caras que la memoria.
Mi
abuela amaba el año nuevo. Preparó desde siempre con meticulosidad
una mesa en que cada servicio contaba con muchos más aditamentos de
los que sus pedestres nietos sabíamos usar. Por supuesto, ninguno de
nosotros logró aprender el orden de tan barroca etiqueta. Entre los
brindis y la cena, su voz recitaba sus propios poemas melosos como
capuchinos con forma de cisne. Nunca nos importó el exceso de espuma
y chocolate. Mi abuela sabía desdoblar a fuerza de doble sentido el
ripio, la rima fácil, el lugar común, la telenovela de Blanca
Estela Pavón y Pedro Infante. Escribía de la belleza que transitaba
por las bisuterías de Correo Mayor y Tabaqueros, las fuentes de
Chapultepec, las uvas de la verdulería, la risa de sus bisnietos,
los epitafios de sus difuntos, la cicatriz en la mejilla del flaco de
oro.
Ella
no necesitó a Rainer María Rilke o a Fernando Pessoa para
justificar los misterios de las flores, las estrellas o los oscuros
pozos de la miseria. Mi abuela siempre se conformó con su poesía de
quinceañera cursi, sus amores de defunción premeditada, sus
borracheras con ron y dominó, su calendario atestado de fiestas
inventadas, sus carcajadas de helicóptero desbocado, su mirada
blanca de ciego bailando danzón.
Los
arrebatos de mi abuela eran de los que se tiñen con algodones de
azúcar, esas nubes plastificadas con que tanto se demoraba en la
Alameda. Su luz, aunque inmarcesible, era de las que se diluyen en
las lentejuelas de los aparadores; de las que se embelesan con
galanterías de chaqué y flor en el ojal. Su vértigo era de los
que, aún en el punto de ese otro lugar común que es la muerte, se
regodean de ímpetu. Dicen que mientras la llevaban al crematorio la
arcada con la que parió seis hijos se agitó con el contoneo de
Agustín Lara. Seguro que bailaba.
No
necesitan contármelo. Porque no sé que no digo la verdad, puedo
recordarlo. El séquito llega al crematorio. Los hombres cargan a mi
abuela. La tierra parece un armario de huesos. La larga chimenea se
ve desde la entrada del edificio. Las horas pasan. La lengua de humo
se asoma, repentina y densa. Mi sobrino de tres años la mira: ¡un
tornado dice! Y todos sabemos que mi abuela podía decir adiós sólo
así, como un tornado...
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