Política
“Una política de emancipación radical no se origina en una prueba
de
posibilidad que el examen del mundo subministraría”
Alain Badiou
Todo
el mundo se pregunta hoy en día qué es la política. Parece que de
repente procurar comer y fornicar no es suficiente para enfrentar el
sol, el concreto, los motores y la avalancha de humo con que
inundamos la vida. Ayer, incluso un árbol que por lo demás se había
mostrado bastante sensato me preguntó qué era la política. Como
era de esperarse no sólo no le contesté, sino que le retiré mi
simpatía pues los árboles no deben preocuparse más que por la
tierra, el agua, el aire y acaso los nidos de pájaros con que
florecen.
Su
pregunta no sólo estaba fuera de lugar; era una clara insolencia. Y
es que por supuesto que yo no sé qué es la política. Cuando
regreso del trabajo, me molesta mucho escuchar a esos chicos en el
metro con las piernas abiertas como compases desafiantes, barbas
encendidas, y discursos tartamudos que intentan explicarme las clases
sociales y el modelo neoliberal. No significa ello, por supuesto, que
prefiera al señor de la corbata ajustada, calva prominente y voz
educada del noticiario nocturno; ese que dice saber lo que los
políticos dicen cuando gritan, cuando gruñen, cuando defecan. Lo
que sucede es que tengo una relación de profundo respeto con ese
señor: apenas asoma su cara en la pantalla de la televisión y yo
busco, sin avisarle, un canal que llene el monitor de puntitos grises
y negros que al saltar hagan un ruido como de una avispa cautiva. El
señor del noticiario sabe que en ese acto no hay traza alguna de
mala fe. Ambos necesitamos esa distancia para mantener la salud de
nuestra amistad.
Como
ven, no hay nada en la política que atraiga mi atención. Sin
embargo, cuando era joven pensaba mucho más en la política: leía
libros de política, discutía discursos de política, tenía peleas
de política, y recuerdo incluso un orgasmo de política con una
chica que tenía un tatuaje de Carlos Marx justo en la parte en que
su espalda y sus nalgas negociaban políticamente las fronteras. Yo
miraba el movimiento del tatuaje y me parecía entender de qué se
trataba la política. Hoy mi juventud tiene el color mate de los
tequilas reposados. Hace unos años tuve que ir, como consigna de
trabajo, a un congreso de política. Presencié gráficas
alucinantes, simulaciones matemáticas, y una plática de geopolítica
que presagiaba el fin del mundo. Me quedé asombrado cuando los
ponentes decían, con los ojos en blanco, que lo único que existe en
política es el cálculo sin apelaciones de la economía. Todos
decían ser demócratas convencidos y convencidos estudiosos de la
política; usaban palabras como superávit, Estado de Derecho,
inflación, equidad de las elecciones, modelos con contrapesos,
equilibrio de poderes, regulación de la ley. La política, sospeche
entonces, es una ciencia profunda, exacta, prolija y necesaria. En
todo caso, ese conocimiento está vedado para mí. Por desgracia, yo
siempre fui malo para calcular el futuro y para medir el presente,
así que comprendí en ese congreso que yo no podía entender nada de
política.
Mi
incompetencia es tan grande que el otro día me topé por la calle
con algo que primero creí era un carnaval, después un concierto de
rock o una peregrinación religiosa. Al día siguiente, me enteré,
con sorpresa, que en realidad era una manifestación política.
Recuerdo que todas las personas, incluso las que cantaban y reían,
caminaban muy serias con velas y encendedores en las manos; prendían
las velas cada vez que se apagaban y algunos ni siquiera se quejaban
cuando la cera aún caliente se les pegaba en los dedos.
Esa
noche escuché, durante una tregua, que el señor del noticiario
decía que lo que piden esas personas es irreal, excesivo e
imposible. Puede que sea cierto, pero lo que yo vi es que esas
personas estaban fascinadas, sobre todo, por la extraña costumbre de
encender luces en el medio de la obscuridad. En todo caso, respeto
mucho las opiniones políticas de ese señor, así que desde entonces
sospecho que la política es —para
parafrasear al señor del noticiario y hacer justicia al entusiasmo
luminoso de las velas— una especie de compromiso con la creación
imposible de la luz. De ser eso cierto, la política tendría algo
que ver con otras luminosas imposibilidades del universo. Tendría
que ver, por ejemplo, con las imposibilidades en los acontecimientos
del amor; con los cataclismos infinitos de los vientres cuando se
acarician; con las frases de los poetas cuando deciden hacer
erupción; con las espirales matemáticas cuyo imposible absoluto
intuyó Arquímides; con las alas de los coleópteros excesivas de
puro vértigo; con la infinita ancianidad de los celacantos; con la
imposible persecución de los electrones; con la excesiva obstinación
de los universos cuando copulan.
Aunque
no aspiro a entenderlo, debe ser que la política es una suerte de
alfarería de lo imposible; un telar en el que a despecho de la
sordidez de lo real se ensaya la excesiva luminosidad de los
arcoíris; o quizá una máquina sin engranes ni mecanismos en la que
palabras como justicia, verdad o comunidad son irreales pero posibles
de pura imposibilidad. Quizá sea por eso que cuando las personas se
acompañan en política, aunque sean sólo dos, siempre se ven como
algo más que dos personas; se ven como un exceso, como un infinito
empeñado en afirmar posibilidades a partir de los despojos de la
imposibilidad. Como los viejos necios e imposibles: esos infinitos
excesos que no pueden entender nada de política.
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