Game
of Thrones o la impotencia del spoiler
Game of Thrones o la impotencia del spoiler
Por Luis Ramírez Trejo (Homo vespa).
Como
casi siempre, soy un espectador tardío. Empecé a ver la serie Game
of Thrones hace unos tres años, cuando ya llevaba cinco la saga.
Aunque soy presa confesa de los espectáculos capitalistas, nunca he
tenido televisión y no estoy dispuesto a pagar un centavo a emporios
industriales como HBO, Netflix o Marvel. Por otro lado, soy incapaz
de tener sentimiento alguno por las “première”: me es
absolutamente ajena esa infantil ansiedad mezcla de carrera de
costales y exclusividad de butaca, que se supone debe hacernos sentir
especiales. En todo caso, siempre que veo el cine o el Internet
abarrotados por algún estreno, me horrorizo e intrigado me
pregunto en dónde se extravió mi natural ímpetu por llegar
primero a la taquilla o a cualquier lugar. Nunca he llegado a
conclusión alguna, pero sé que no fui el primero que leyó el
Quijote o Moby Dick; tampoco el primero que escuchó a Pink Floyd o
los Caifanes; y mucho menos el primero que coleccionó los cómics de
los X-Men o Spiderman y, sin embargo, ello no impidió
que disfrutara todo lo anterior, con llanto infantil o trauma
adolescente incluidos.
Debido
a esta vocación de retraso, casi siempre espero a que termine la
temporada de exhibición para hackear, de páginas piratas, la
nueva película de los vengadores, la última temporada de la serie
en turno, o las películas ganadoras del Oscar que, con suerte, son
incluso buenas.
Sin
embargo, este año mis amigos me convencieron de ver en grupo los
nuevos capítulos de Juego de Tronos conforme salían al aire.
Con cervezas, mezcal y queso, era imposible rechazar una compañía
bastante más encantadora que mis programas de hackeo y mi
computadora Linux de modelo arqueológico.
Así
pues, entre especulaciones, apuestas y tragos dominicales, el
domingo pasado llegamos al tercer capítulo de la octava y última
temporada de Game of Thrones. Un capítulo medular titulado La
larga noche en que por fin casi todas las fuerzas de lo vivo
―olvidando viejas rencillas― se enfrentan juntas, por su
supervivencia, a un ejército de caminantes blancos: cadáveres
andantes, hambrientos, salvajes, malolientes y descarnados; muy del
estilo de las películas de zombis.
Aunque
puede parecer curioso en alguien que dudosamente puede manejar un
bate de beisbol sin que se le disloque el hombro, soy amante de las
secuencias de batallas. Me encantaría contarles con detalle y
sadismo spoilero la cruenta masacre sobre la que trata el
capítulo. Sin embargo, la verdad es que no vi casi nada, pues la
batalla se desarrolló en una neblina oscura y azulada como la boca
de uno de esos cuerpos trashumantes. Además soy miope, así que vi
aún menos de lo evidente, y si no hubiera estado acompañado de mis
amigos, pensaría ―en mi desesperación― que mi discapacidad
visual me estaba jugando otra mala pasada.
Pero
la incertidumbre no desmereció la sesión: la penumbra y la música
nos mantuvieron en una tensión de manos sudorosas, sobresaltos de
corazón, y gritos de lamento por la muerte de algún personaje
especialmente cercano a nuestros corazones. Como todos en este mundo,
yo también discrimino: soy fan, en orden decreciente, de los
dragones,
Tyrion Lannister, Arya Stark, Bran
Stark, Davos
Seaworth y Jon
Snow. Eso con respecto al elenco
regular
aún vivo.
Daenerys
Targaryen, por supuesto, se cuece aparte. Desde que conocí a la
madre de los dragones, pensé que era inevitable incluirla en mi Libreta
de amores improbables.
Un registro de mis temporales infortunios erótico-amorosos que
incluye, entre otras, a Mónica Bellucci, Alejandra Pizarnik,
Isabelle Stengers, Black Widow, Dolores
del Río
y Rosa de Luxemburgo.
Daenerys
no sólo se
acerca demasiado a
mi biotipo preferido de mujer: pequeña, caderona,
mesomorfa y de cintura escapular estrecha; sino que además tiene
trenzas plateadas como columnas salomónicas y es arrogante,
inteligente e inmune al fuego. Sería la cómplice perfecta en caso
de que decidamos dedicarnos al huachicoleo.
Tiene
sus defectos. ¡Claro! Es repulsivamente cursi: tanto como para
perder un dragón salvando a su crush del momento, Jon Snow.
Además, no parece ser la más ducha como jinete de dragones. En el
único spoiler que puedo darles (con imprecisión) parece que
en este capítulo, Danny tuvo la brillante ocurrencia de perder otro
dragón. Si los dragones pueden volar, ¿a quién carajos se le
ocurre poner a caminar a uno entre una horda de zombis de ojos
azules? Soy, sin embargo, magnánimo; puedo perdonarle su ineficacia
y sensiblería.
En
todo caso, de momento, Daenerys
está no sólo ocupada recuperando el trono de los siete reinos, sino
que parece enamorada de Jon Snow. No
obstante,
a pesar de su nobleza,
el tal Snow no tiene nada que ver con el antiguo y difunto amante de
Daenarys, Drogo Khal, el jefe bárbaro de los dothraki. Ese
sí era un hombresototote como para ser Rey de todas las tierras y,
en especial, de la
inmensidad de los
mares. Por fortuna, Drogo ya está muerto. Asimismo, Daenerys se
enteró recientemente que es tía de Jon, que en realidad se llama
Aegon Targaryen, y que es el heredero al trono por el cual todos se
pelean. Ello asegura una relación incestuosa que muy bien puede
acabar en una guerra descomunal para ver cuál de los dos paga la
terapia, se lleva la casa, el coche y la mitad de los hijos.
Además,
las
cópulas
entre tías y sobrinos suelen procrear niños con colas de cochino
como enseñó el insigne genetista Gabriel García Marquez. Así que
no pierdo las esperanzas y en mis momentos de optimismo me gusta
pensar que, aunque Jon Snow es bello como ninguno, también es hasta
más teto que yo.
Juro
que no mezclé drogas en la escritura de este texto.
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