
http://revistareplicante.com/pena-nieto-o-la-politica-pin-up/
Brillante imagen de los spots televisivos, Peña Nieto pavonea su copete de muñeco play mobil, su bronceado sin defectos, su columna vertebral almidonada, su manicure impecable, su mirada de galán de telenovela en papel secundario, sus hombros de elegante geometría euclidiana.
A los estudiantes

La comparación no es gratuita. No es casualidad que en más de un
taller mecánico ―ese imperio casi exclusivo de la pin-up― el
calendario con la conejita en turno conviva codo a codo con la
propaganda de Enrique Peña Nieto. Mirándose el uno al otro con la
lujuria insólita de los hermanos de sangre, la pin-up y el candidato
priista comparten un origen común: el nacimiento de ambos no se debe
a los esfuerzos de una madre sino a los del poderoso útero de la
industria de la propaganda. La gestación en estos casos no dura
nueve meses, sino el tiempo necesario para que operen los
especialistas de la seducción mediática y televisiva.
En el caso de la pin-up, los astutos empresarios del
entretenimiento introdujeron en el mercado, durante la primera mitad
del siglo XX, representaciones eróticas de mujeres cada vez más
osadas. Con el tiempo esas representaciones atrajeron no sólo a los
varones, sino a un público femenino que veía con simpatía los
inofensivos dibujos que sus prometidos cargaban en las billeteras. A
despecho de las protestas de grupos defensores de la decencia y
algunos feministas, la pin-up se ganó un espacio de respetabilidad:
se le concibió más como un artículo de diversión y esparcimiento
que como una ofensa a la dignidad de las mujeres.2 De
hecho, durante la II Guerra Mundial las pin-up fueron dignificadas al
grado de heroísmo, pues se pensó que las postales con dibujos
pin-up eran elementos imprescindibles para mantener el ánimo de los
soldados estadounidenses en el frente de batalla. Así pues, a lo
largo del siglo XX, dibujantes como Alberto Vargas, Peter Driben, Gil
Elvgren y fotógrafas como Bunny Yeager explotaron la belleza de
jóvenes modelos para crear una imagen de belleza erotizada y lúdica
en los medios publicitarios. Los elementos de fabricación no son
difíciles de enumerar: un arsenal de encantadoras muchachitas,
ejércitos de especialistas en imagen, cantidades a destajo de
cosméticos, diseñadores de vestuario, y mucho, mucho dinero en
propaganda. La fórmula no sólo resultó exitosa, sino fácilmente
repetible. La materia prima estaba disponible y la maquinaria de la
industria de la propaganda perfectamente aceitada.
La imagen política de Enrique Peña Nieto, el hermano gemelo de la pin-up, apeló a ingredientes en principio muy similares: un ejemplar con aceptables dotes estéticas para el promedio de belleza en los políticos mexicanos, cantidades de cosméticos a discreción, suma dedicación de especialistas en vestuario, pericia de creativos fotógrafos y ríos de dinero destinados a la propaganda. El resultado está a la vista: un galán de galanes con porte, elegancia y distinción. Brillante imagen de los spots televisivos, Peña Nieto pavonea su copete de muñeco play mobil, su bronceado sin defectos, su columna vertebral almidonada, su manicure impecable, su mirada de galán de telenovela en papel secundario, sus hombros de elegante geometría euclidiana. Su mentón amable y sus quijadas perfectamente recortadas agradecen en los mítines a centenas de mujeres que lo aclaman con la conciencia política del ¡Enrique, bombón, te quiero en mi colchón! Él contesta sonriente y agradecido. Provocativo pero respetuoso; incitador pero caballero; lúbrico pero decente; los afeites de Peña Nieto están lejos del romanticismo de Humprey Bogart o la deliciosa perversión de Marlon Brando. Su erotismo reproduce más bien la seducción facilona de una modelo pin-up bien portada y enfundada en traje y corbata. De discurso articulado como los rompecabezas y reflexivo como las disputas de los talk shows, la imagen de Peña Nieto está destinada a las masturbaciones inocuas y a los amoríos sin consecuencia (con excepción de uno que otro hijo extra marital, clandestina pero elegantemente concebido, como puede atestiguar Maritza Díaz Hernández).
La imagen política de Enrique Peña Nieto, el hermano gemelo de la pin-up, apeló a ingredientes en principio muy similares: un ejemplar con aceptables dotes estéticas para el promedio de belleza en los políticos mexicanos, cantidades de cosméticos a discreción, suma dedicación de especialistas en vestuario, pericia de creativos fotógrafos y ríos de dinero destinados a la propaganda. El resultado está a la vista: un galán de galanes con porte, elegancia y distinción. Brillante imagen de los spots televisivos, Peña Nieto pavonea su copete de muñeco play mobil, su bronceado sin defectos, su columna vertebral almidonada, su manicure impecable, su mirada de galán de telenovela en papel secundario, sus hombros de elegante geometría euclidiana. Su mentón amable y sus quijadas perfectamente recortadas agradecen en los mítines a centenas de mujeres que lo aclaman con la conciencia política del ¡Enrique, bombón, te quiero en mi colchón! Él contesta sonriente y agradecido. Provocativo pero respetuoso; incitador pero caballero; lúbrico pero decente; los afeites de Peña Nieto están lejos del romanticismo de Humprey Bogart o la deliciosa perversión de Marlon Brando. Su erotismo reproduce más bien la seducción facilona de una modelo pin-up bien portada y enfundada en traje y corbata. De discurso articulado como los rompecabezas y reflexivo como las disputas de los talk shows, la imagen de Peña Nieto está destinada a las masturbaciones inocuas y a los amoríos sin consecuencia (con excepción de uno que otro hijo extra marital, clandestina pero elegantemente concebido, como puede atestiguar Maritza Díaz Hernández).
Sin embargo, para vanagloria del equipo de producción, la imagen
política de Enrique Peña Nieto implicó vencer un desafío no
contemplado en el caso de la pin-up: lograr un mínimo de coherencia
discursiva y agilidad mental. En efecto, seguramente hubo que bregar
a contracorriente. Puede sospecharse que bajo la nómina debieron
incluirse onerosos gastos de entrenamiento. Las clases seguramente
fueron variadas e instructivas, con títulos como: curso intensivo de
gesticulación, dicción pausada
en cuatro pasos, curso de
desacartonamiento elemental, lógica de primer grado,
mnemotecnia de escritores mexicanos y nociones de sentido común
(Niveles 1-3).
Tomando en cuenta la calidad de la
arcilla primigenia, el resultado a este respecto no es del todo
desalentador: un ejemplar con un grado mínimo de operatividad ante
escenarios dispuestos a todo detalle y públicos perfectamente
controlados. De hecho, casi no se nota cuando se le olvidan el nombre
de Carlos Fuentes, la enfermedad de que murió su esposa, o cuando se
mueve con la parsimonia de un robot medianamente aceitado. Es posible
que su condición posea un inédito encanto. Fruto de una mezcla
única, Peña Nieto ostenta una belleza híbrida: es la insólita
combinación de una pin-up y la capacidad discursiva de un dinosaurio
del cretácico.

Pese a las múltiples semejanzas entre la pin-up y Peña Nieto,
hay diferencias considerables. En contraste con el estereotipo pin-up
cuya erotización no entraña ningún peligro, Peña Nieto encarna no
el peligro imaginario, sino el corroborado ejercicio de las prácticas
priistas y autoritarias que desde siempre han atentado contra la
democracia. La política pin-up de Peña Nieto aspira a esconder el
saldo deplorable de su gestión al frente del Estado de México en el
sex appeal del melodrama: ocultar el horror de la sangre de la
represión de Atenco en el destello de las uñas perfectamente
cuidadas; disimular la muerte de cientos de mujeres asesinadas en la
corbata bien escogida; justificar el rezago educativo en el brillo de
las mancuernillas doradas; defender la fatuidad de un gobierno de
privilegios en el discurso ribeteado de dudosas cifras oficiales
perfectamente memorizadas. A diferencia de la pin-up, Peña Nieto
está lejos del seductor inofensivo; cerca está la ambición del que
pretende devorar con un manotazo de autoritarismo y la ayuda de la
industria informativa a un país entero.
Por ello no es de extrañar que el candidato haya reaccionado con
patente insensibilidad y mentira ante los cuestionamientos de los
estudiantes de la Universidad Iberoamericana sobre la represión en
Atenco. A la letra Enrique Peña Nieto contestó: “Voy a responder
a este cuestionamiento sobre el tema de Atenco, hecho que ustedes
conocieron y que sin duda dejó muy en claro la firme determinación
del gobierno de hacer respetar los derechos de la población del
Estado de México, que cuando se vieron afectados por intereses
particulares tomé la decisión de emplear el uso de la fuerza
pública para restablecer el orden y la paz, y que en el tema,
lamentablemente hubo incidentes que fueron debidamente sancionados y
que los responsables de los hechos fueron consignados ante el poder
judicial. Pero reitero, reitero (sic), fue una acción
determinada que asumo personalmente para restablecer el orden y la
paz en el legítimo derecho que tiene el Estado mexicano de hacer uso
de la fuerza pública. Como además, debo decir, fue validado por la
Suprema Corte de Justicia de la Nación”. Sin embargo, el dictamen
de la Suprema Corte de Justicia señaló no sólo las violaciones
graves a las garantías individuales, sino a los derechos
fundamentales de los manifestantes por parte de las autoridades
policiacas durante el operativo en Atenco. Además, la Comisión
Nacional de Derechos Humanos documentó centenas de manifestantes
torturados y golpeados, decenas de mujeres sexualmente ultrajadas, el
impune asesinato de Javier Cortés Santiago, de catorce años, y de
Ollín Alexis Benhumea, de veinte años, además de la violación
generalizada de los derechos humanos de 209 personas.
Pero hasta las farsas mejor planeadas tienen su némesis. A partir
de lo sucedido en la Ibero el movimiento “Yo soy #132” irrumpió
con ímpetu para intervenir la podredumbre del tinglado político
mexicano. Su frescura y energía se extendió con rapidez por los
campus universitarios. Ante la presión, los expertos diseñadores de
la política pin-up de Peña Nieto asistieron de emergencia al
prototipo en desgracia. La pin-up, acosada y señalada por su
herencia autoritaria, es entonces obligada a recular. En la comodidad
del hogar, en el programa de Televisa Tercer Grado se echa a
andar el plan de control de daños. Peña Nieto se deslinda de Carlos
Salinas, de Ulises Ruiz, de Mario Marín, de Tomás Yarrington, de
Pedro Joaquín Coldwell, de todo rastro de autoritarismo y corrupción
proveniente de su estirpe partidaria. Peña Nieto abunda en respeto a
todos; magnánimo, reserva los juicios para los tribunales. Al mismo
tiempo, la pin-up clama, con una mueca a los reflectores, su respeto
y tolerancia a las expresiones de enojo y oposición. Ante las
objeciones en la reunión con el Movimiento por la Paz con Justicia y
Dignidad la audiencia es la primera sorprendida. Iluminado por un
rayo de origen desconocido, parece que Peña Nieto se entera de
repente de muchas cosas: aclara que la Suprema Corte de Justicia no
validó el operativo en Atenco, sino que deslindó responsabilidades
(luego Peña Nieto intuye que “validar” y “deslindar” no son
sinónimos); que la policía atentó contra los derechos humanos de
los manifestantes (luego, Peña Nieto sospecha que los manifestantes
son humanos y más aún tienen derechos); que los operativos de este
tipo deben ser cuidadosamente planeados y seguir protocolos
específicos (luego, Peña Nieto columbra que los policías no pueden
golpear manifestantes cuando les plazca). En concreto, Peña Nieto
acepta, en un acto de contrición, que la experiencia en Atenco le
dejó muchas lecciones (luego, el candidato tiene capacidad de
aprendizaje). Peña Nieto concluye que lo sucedido en Atenco conforma
una pedagógica experiencia aleccionadora del legítimo uso de la
fuerza del Estado (luego, la represión es parte necesaria de la
maduración democrática).
Frente a las cámaras, el ejercicio de reflexión de Enrique Peña
Nieto se extiende. Humilde y repetitivo, la pin-up insiste que por
desgracia algunos integrantes de las fuerzas policiales incurrieron
en excesos. Ahora para todos es claro. Si un grupo de amigos
una tarde deciden violar a una mujer entonces cometen un exceso;
si asesinan a un adolescente incurren en otro exceso; si
torturan y arrastran a un tipo bañado en sangre perpetran un exceso.
Un amargo sabor se asoma a la boca de los interlocutores. Saben que
el frío lenguaje de la pin-up oculta otro drama. Después de todo,
la palabra exceso se utiliza con frecuencia para decir, por
ejemplo, que uno tiene exceso de peso; no para referirse a un
crimen. Aún más, Enrique Peña Nieto adorna sus labios de cinismo y
en un acto conciliatorio recurre a Mahatma Gandhi: “No hay camino
para la paz, la paz es el camino”. No hay cita más oportuna.
Seguramente Gandhi habría ordenado los excesos de Atenco.
En realidad, en el mea culpa de Peña Nieto asistimos a un
espectáculo mediático en el que, amparado por la terminología
legaloide, el eufemismo se transforma en mascarada de la impunidad y
el totalitarismo. En los labios de la política pin-up el lenguaje de
la democracia se envilece: la tolerancia es el escudo del
desdén y la indiferencia, esa acumulación que un buen día repara
que “hemos sido tolerantes hasta extremos criticables” y para
remediarlo decide jalar el gatillo; el respeto es el recurso
hipócrita de la complicidad, esa simbiosis tácita en la que se
aseguran las impunidades presentes y futuras; el exceso, esa
palabra de nutriólogo y gimnasio, es por fin la trasmutación del
terrorismo de Estado en jerga de régimen alimenticio y anuncio de
yogur bajo en calorías. George Orwell lo sentenció hace décadas:
Ante la ignominia lo primero que sucumbe es el lenguaje.
Más allá de la política pin-up, la verdadera reacción de los
estudiantes ante la actitud del candidato en la Universidad
Iberoamericana fue el rechazo de un público mucho más avezado que
las escenografías de mala comedia a las que está acostumbrado Peña
Nieto. Desde su enclave de privilegios los jóvenes de la Ibero le
espetaron en una cartulina de claridad inobjetable: ¡Somos fresas no
pendejos! Durante su accidentada escapatoria de esa casa de estudios
Peña Nieto tuvo que soportar la auténtica rechifla de una juventud
que le echó en cara su mentira, hipocresía y banalidad. Casi de
inmediato decenas de miles de ciudadanos y estudiantes de diversas
escuelas y universidades empezaron a coordinarse en el movimiento “Yo
soy #132” para persiguir con sus gritos de repudio, desaprobación
y reclamo a Peña Nieto y a una clase política que no se entiende
sin la complicidad perversa de la propaganda televisiva. Desde
entonces la pin-up sonríe cada vez menos; se ha dedicado a correr. ®
[1] Lipovetsky, Gilles (1999). La tercera mujer : permanencia y revolucion de lo femenino. Barcelona : Editorial Anagrama, pp 157-163.
[2] Meyerowitz , J. (1996) Women, Cheesecake, and Borderline Material: Responses to Girlie Pictures in the Mid-Twentieth-Century U.S. Journal of Women’s History, Volume 8, Number 3,pp. 9-35.
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